Manuel Chaves Nogales, el reverso inglés
La editorial Renacimiento publica una investigación de la filóloga Yolanda Morató sobre los años crepusculares del periodista sevillano en Londres, en los que se dedicó a hacer propaganda en favor de la causa de los aliados
14 julio, 2023 10:09No existe una estampa que explique la arbitrariedad de la posteridad literaria mejor que la figura de un náufrago lanzando al mar un mensaje encerrado dentro de una botella. Los libros, y por extensión los escritores, que son los objetos que han escrito más que sujetos mortales, se parecen al azaroso devenir de una estrella: encierran en su interior un brillo extraño, pero sólo es visible si topamos con ellos.
La galaxia de las letras está llena de astros fugaces que no fueron avistados por nadie, o que reverberaron, entre satélites similares, durante un brevísimo instante. Borges dedicó un poema –soberbio– a los poetas menores de la antología inglesa, cuyo vuelo, con el paso del tiempo, quedó reducido a un mero nombre en un índice.
Manuel Chaves Nogales (1897-1944) es una buena muestra de este sentido (irónico) de la fama. En su momento fue un periodista celebrado y exitoso. Un reporter que viajaba en avioneta para ver a Troski o entrevistar a Goebbels, ganador del Premio Mariano de Cavia, subdirector del diario Ahora.
Respetado por su gremio –toda una hazaña si tenemos en cuenta que hablamos de una legión de piratas sin corazón– y, para algunos, como el escritor Andrés Trapiello, símbolo de la Tercera España, presuntamente mayoritaria, que, en los años de la Guerra Civil, cuando había que elegir un bando para salvar la vida, optaron por situarse en un honorable punto intermedio: con la legalidad (republicana) pero frente a los extremismos.
Que el destino le pagase su osadía con una tumba sin nombre, a la que antes no iba nadie y ahora peregrinan desde los liberales a los conservadores, más que una anomalía, parece ser muestra de la crueldad española, capaz de relegar a sus mejores hijos a sufrir la damnatio memoriae por el delito –manifiesto– de tener independencia de criterio.
El larguísimo periodo de hibernación de su nombre, incómodo para el franquismo, que lo condenaría in artículo mortis, y para la izquierda heredera del Frente Popular, condenó a sus libros a esa gloria (incomprendida) de las librerías de lance, y a sus artículos al silencio de las hemerotecas. De él, a excepción de su soberbio libro sobre Juan Belmonte, había rastros, pero no certezas.
Su milagrosa rehabilitación, gracias al trabajo académico de Maribel Cintas y la Diputación de Sevilla, que sufragó por primera vez la reedición de sus obras completas, en buena medida encontradas en la diáspora –antes que nadie –por el librero sevillano Abelardo Linares, editor del sello Renacimiento, nos devolvía, desde un agujero del tiempo, la excelencia del periodismo español moderno.
Al mismo tiempo evidenciaba que los dos relatos mainstream sobre la contienda civil española –el esculpido en piedra por los vencedores y la reivindicación tardía de los vencidos– no eran sino reconstrucciones (interesadas) de un pasado que ambicionaban justificar el presente.
La figura de Chaves Nogales enmendaba a ambos, estableciendo un contrarrelato frente a la polarización de la memoria. La calidad literaria de su escritura, su extraordinaria capacidad de análisis y la dignidad de su mirada sobre el mundo que le tocó vivir –y contar– no tardaron en devolverlo al Parnaso de las gacetillas, esa edad dorada que corresponde al primer tercio del pasado siglo.
Ahí sigue, indestructible, a pesar de padecer, después de haber regresado del olvido, la calamidad de las luchas provocadas por la patrimonialización de su figura por quienes, en esfuerzos generalmente tormentosos, ayudaron a su redescubrimiento.
Chaves Nogales, convertido ochenta años después de su muerte en un autor rentable, tiene que sobrevivir a las fieras disputas entre sus devotos. Acaso suceda porque, igual que pasó en las décadas de su muerte editorial, cada uno proyecta sobre la figura del periodista sevillano sus intereses. Fue olvidado porque era molesto, del mismo modo que ahora se le reivindica con un cierto afán de monopolio, como si fuera un diamante (que lo es) en disputa.
La verdad de los hechos, hasta donde pueden reconstruirse en una época bélica, más generosa para las mentiras y las manipulaciones interesadas que los tiempos de paz, suele ser bastante prosaica. A Chaves Nogales se le ha fabricado una estatua que, por momentos, recuerda al icónico Camus fotografiado por Cartier-Bresson: ese apuesto galán con gabardina que mira a la cámara mientras sostiene un cigarrillo en la comisura de los labios. El periodista valiente.
Sin duda, lo fue, pero de una forma que tiene poco que ver, o sólo de forma indirecta, con el espíritu de la épica clásica. La investigadora Yolanda Morató, filóloga y traductora, acaba de publicar en Renacimiento un ensayo sobre los años crepusculares del periodista sevillano que, justamente, intenta poner en crisis una parte de la epopeya del fracaso escrita por Maribel Cintas, que sigue siendo la fuente principal de la segunda recepción (literaria) de su obra.
Los años perdidos (1940-1944), que llegará a las librerías este lunes, documenta, gracias a archivos británicos e hispanoamericanos, el exilio británico del autor de A sangre y fuego. Su aportación es esencialmente documental. Y desde el comienzo está orientado a censurar los errores y exponer las lagunas de la única biografía del personaje: Andar y contar, Premio Domínguez Ortiz de la Fundación Lara en 2011, reeditada (en una versión ampliada) por la editorial Confluencias.
Al margen de este objetivo, donde palpita una cierta obstinación, el trabajo de Morató, que colaboró en la edición de Obras Completas (Libros del Asteroide y Diputación de Sevilla) encomendada a Ignacio F. Garmendia, resulta valioso porque aporta datos y abundante información de contexto para entender el ocaso vital, y en cierto sentido también profesional, del gran periodista sevillano.
Tras su lectura, el arquetipo de Chaves Nogales no llega a derrumbarse, pero queda arrugado. Nos atreveríamos incluso a decir que ésta es su suerte: el rastreo de sus años ingleses, después de su primer exilio en Francia, y tras la travesía de salida en un carguero de vapor en cuyos avatares –algunos importantes, otros secundarios– Morató se extiende en exceso, llegando a cuestionar la versión del periodista sevillano, nos retrata a un Chaves Nogales más humano y frágil que el dibujado por su investigadora principal.
Esta imagen de un hombre de carne y hueso, preso de los avatares del destino y zarandeado por la necesidad, de cierta forma, viene a salvar a Chaves Nogales de los lances de esta guerra (privada) que libran sus herederos y albaceas, enrocados en un duelo interminable por la posesión del alma del difunto.
Morató desmiente abundantes datos de la biografía de Cintas, pero el valor de su libro no reside en sus aportaciones sobre el origen y destino concreto de su travesía entre Francia e Inglaterra –desde Burdeos a Gales con destino en el Hotel Savoy de Londres– o acerca de cuál era el nombre del barco en el que, junto a otros intelectuales, como Imre (Rosenbaum) Révész, propietario de la Cooperation Press Service, bien relacionados con las embajadas y con contactos con Churchill, lo sacaría de su casa de Montrouge dos días antes de la conquista nazi de París, salvándolo de las inevitables delaciones vecinales.
Su mérito está en otro sitio. En la recuperación de la última entrevista concedida por el periodista sevillano a Murilo Marroquim de Souza, un colega brasileño. En el rescate del medio centenar de crónicas publicadas en la prensa latinoamericana que reposaban en el silencioso olvido de las hemerotecas digitales –los inéditos en prensa entran en la categoría del oxímoron– y en su estudio sobre el proceder de las agencias de prensa –Havas, Reuters, AFI– en aquellos tiempos de guerra y espionaje.
Los datos en los que Morató se apoya para escribir esta contrabiografía de Chaves Nogales requieren tiempo, constancia y dedicación. Pero, al margen de su literalidad, su valor es sobre todo simbólico: dibujan la imagen de un periodista convertido en el reverso de su propia estampa por la crueldad del destino.
El Chaves Nogales de Russell Court, el edificio donde se alojaban en Londres los intelectuales a sueldo del Ministerio de Información y Propaganda británico, había dejado de ser un periodista de patas, según la clasificación de Pío Baroja, para convertirse en un escritor de mesa.
Su sentido de la independencia –“un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros”– tuvo que adaptarse a la fuerza a las circunstancias del exilio y la guerra. El mejor cronista de la España liberal (republicana) se convirtió en propagandista de la causa aliada en Latinoamérica, especialmente en el mercado de la prensa brasileña, y también en otros diarios como El Tiempo (Colombia), El Nacional (México) o La Hora (Chile).
Ya no escribía con libertad, aunque en el fondo pudiera creer en lo que redactaba. Lo hacía al dictado de las consignas políticas del gobierno que le había acogido y financiaba, entre otras, a la Atlantic-Pacific Press, la agencia de que le permitió subsistir solo y lejos de su familia, a la que no vería nunca más. Vivía en las galeras del periodismo gubernamental.
No se trata, por supuesto, de un Chaves Nogales indigno o infiel a sí mismo. Pero sí es la antítesis de su retrato post-mortem. Un escritor de periódicos en busca desesperada de colaboraciones, que refunde despachos de agencia para alimentar con consignas oficiales a los diarios iberoamericanos, sobre todo a Diário de Pernambuco, Jornal do Commercio o Diário da noite, propiedad del magnate brasileño Assis Chateaubriand Bandeira de Melo.
Y que, tras la agonía de Francia, colabora en la industria de la opinión dirigida por el gobierno de Su Graciosa Majestad, primero en el edificio Senate House y, más tarde, en el número 85 de la calle Fleet Street de la City, para ganarse a la opinión pública de los países neutrales.
Su nuevo patrón era un gobierno en guerra que ejercía la censura (patriótica), manipulaba a los medios de comunicación y terminaría, tras su muerte por peritonitis, después de un funeral al que asistieron embajadores latinoamericanos y hasta el exprimer ministro de la República Española, Juan Negrín, ganando al nazismo.
Sin duda, militaba en el bando correcto de la Historia, aunque fuese a costa de habitar en un estudio de menos de 25 metros, sacrificar su independencia y convertirse, como describe Madeleine Henreyen en A Village in Piccadilly (1942), en sombra de sí mismo, reo de una Historia demasiado grande que lo había engullido: “Aquella gente ya no tenía periódicos en los que escribir lo que había visto y tampoco poseía un país al que pudieran llamar suyo”. Chaves Nogales debía escribir dos o tres panfletos diarios. Había salvado la vida pero no tenía paz ni descanso. Estaba atrapado en el Ministerio de la Verdad de Orwell.