Mariana Enríquez y la mitología de boliche
Anagrama publica ‘El otro lado’, una antología de los trabajos periodísticos de la escritora argentina donde dibuja sus devociones y muestra su particular galería de referentes culturales
30 diciembre, 2022 20:00A determinada edad, una vez (de)mediada la madurez, uno aprende que cumplir años trae, además de nuevos quebrantos, distintos privilegios. El primero es continuar vivo. Pisar la tierra. Respirar. El segundo consiste en saber con quién puedes ir a tomar café –lo que implica también su contrario– y el tercero, last but not least, asesinar sin complejos los viejos mitos de la juventud y la adolescencia, quedándote únicamente con los imprescindibles. Esta purga, que viene a ser algo así como revolver los fantasmas del pasado, tiene la ventaja de destilar las influencias realmente perdurables. Prescindes de los caprichos pasajeros e instauras, ya para siempre, como un monarca absoluto, el rosario de tus devociones vitales.
La lista, por supuesto, se reduce y mengua, pero casi siempre mejora: los libros, canciones, personas, trabajos, costumbres y vicios que te han acompañado hasta ese instante, aquellos que con el tiempo forman parte de tu sustancia, se asientan definitivamente. Ya sabes cuál es tu canon íntimo. Crecer es expurgar tu propio Parnaso. Y, al igual que cuando ordenas un cuarto, al terminar la tarea descubres que la perfección tiene un rostro minimalista. Todos podemos vivir –y sobrevivir– con pocas cosas. Basta descubrir cuáles son las esenciales.
Ésta es la sensación que deja la lectura de El otro lado (Anagrama), una nutritiva antología de trabajos periodísticos de la escritora Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973), la última estrella punk de la literatura argentina. Ganadora del Premio Herralde de Novela justo antes de la pandemia por Nuestra parte de la noche, y debutante con un libro de furor adolescente –Bajar es lo peor– donde escribía, ella dice que sin temasiada conciencia, sobre el sentimiento de ansiedad y extrañeza de la generación grunge, con el habitual fondo de alcohol, drogas y rock & roll, a Enríquez se la cataloga como una escritora de terror, el último eslabón de la tradición gótica, que no es sino una variante más de la literatura fantástica del Cono Sur.
No es que sea incierto –el mundo de la escritora argentina bebe de diversas fuentes, a menudo oscuras o inquietantes– pero, como acostumbra a pasar con las etiquetas editoriales, reducen toda la música a una sola nota. Felizmente, El otro lado, publicado por la Universidad Diego Portales, y ahora por su editorial española, desmiente este retrato, abriendo el compás de su obra a otros ámbitos que, aunque paralelos a sus libros relatos y a sus narraciones, muestran cómo la forja de Enríquez ha sido utilizada para doblar distintos metales. El esencial, sin duda, es el periodismo. Pero hay otros: textos para presentaciones o actos académicos, piezas confesionales de contenido autobiográfico y otras misceláneas.
Hacer un libro con estos tejidos –de natural, efímeros o pasajeros, creados en función de las circunstancias– no es una tarea fácil. El otro lado es una gran suma de fragmentos. De ahí la labor de Leila Guerrero, a la que se encomendó la edición de la obra, de dotar de una cierta unidad conceptual lo que es un puzzle. El resultado no es impecable –hay textos redundantes, por las propias exigencias de la escritura periodística, que podían haberse condensado de haber establecido un criterio de selección algo más exigente– pero funciona. Básicamente por la envidiable naturalidad de la prosa de Enríquez, depurada, ligera, descriptiva, y por la sabia decisión de estructurar las diferentes partes de la obra comenzando con las piezas autobiográficas, donde la escritora cuenta sus inicios y una parte de su vita privata.
Dejar los trabajos periodísticos tal y como fueron publicados en su día en prensa –la mayoría en el suplemento Radar del diario Página 12– era un requisito obligado para mostrar con fidelidad la trayectoria de Enríquez, pero nada impedía mejorar la selección temática para lograr mayor cohesión, aunque fuera a costa –o en beneficio– de aliviar las 812 páginas de la antología. Se trata, en todo caso, de un factor secundario, porque el encanto del libro reside en descubrir a los fans de la escritora argentina la excelente periodista que fue y, todavía, es. Enríquez escribe con soltura y rigor sobre cultura popular, mitos argentinos y personales o sus grupos musicales favoritos. Glosa los asuntos de la actualidad (ya superada) pero logra que sus piezas superen la inevitable erosión del momento. Parece –y lo es– un libro concebido para los muy cafeteros –jóvenes numerarios de la diabólica cofradía de la reina del terror– pero esta condición (editorial) no invalida su interés objetivo.
El periodismo, cuando se hace con talento, alcanza la inmutabilidad literaria. Se convierte entonces en crónica duradera. Por supuesto, de hechos. Pero también funciona al modo de una poética que muestra las fuentes y referencias del estilo Enríquez. Su mitología cultiva los personajes extravagantes, descatalogados, malditos, difuntos y, en general, excesivos. Sobre ellos hay reportajes, obituarios, entrevistas, notas de ocasión. La galería es amplia. Desde a actores como River y Joaquin Phoenix, a escritores: Lovecraft, Poe, Bram Stoker, Mary Shelley, Sylvia Plath, Silvina Ocampo (a la que dedicó una biografía) o Hubert Selby. También músicos como Serge Gainsbourg, Mick Jagger, Keith Richards, el difunto Brian Jones, Bruce Springsteeen, David Bowie, Kurt Cobain, Nick Cave, Townes Van Zandt y la divina Marianne Faithfull. E inclasificables glorias argentinas, tales como la suicida Alejandra Pizarnik o Charly García, con su filosofía barata y sus zapatos de goma, en pleno naufragio.
Después está la parte confesional (ma non troppo). En ella Enríquez cuenta parte de su vida y la atmósfera de la Argentina de los años noventa, marcada por la violencia, el desamparo y la vitalidad de los boliches (discotecas) donde su generación se metía tiros de cocaína en el baño entre el sudor, la excitación y el miedo –cierto– a que los militares los detuvieran arbitrariamente en las redadas aleatorias que hacían por los desaguaderos del asfalto. Enríquez relata sus peripecias con realismo, sin adornarse, con tono antiépico y una ironía (negra) que se mueve entre el espanto y la carcajada. Estas memorias dispersas evidencian su capacidad para manejar distintos registros, sin encerrarse en el arquetipo del tenebrismo. Y tiene perlas de prosaísmo rotundo: “Es la triste realidad: la mayoría de la gente es un espanto”.
Enríquez parece una de esas almas (gemelas) que huye despavorida ante la propuesta de una reunión con los antiguos compañeros del colegio –bullshit–, no tiene la pulsión femenina por reproducirse, visita con gusto los cementerios –sobre estas excursiones a tumbas hizo un libro de viajes: Alguien camina sobre tu tumba– y sabe que el pánico, en todas sus variantes, reside en aquello que tanto cultivó Cortázar: descubrir la inquietante extrañeza que habita en lo cotidiano. En este mundo inmediato donde un buen día, no necesariamente de noche, aparecen los verdaderos fantasmas sin invocarlos. Son los otros. Aquellos de quienes la autora argentina se ha pasado media vida tomando distancia y que ahora, seducidos por sus novelas, la han designado reina de las tinieblas. Camuflada bajo los géneros de la literatura popular, Enríquez es una excelente escritora realista. Quien lea El otro lado lo descubrirá.