Cesare Pavese y el verano color de avellana
La literatura del escritor italiano, basada en el poder de la evocación y la fuerza de la experiencia, condensa en sus libros la educación sentimental de Europa a mediados del pasado siglo XX
9 agosto, 2022 20:30El bello verano empieza así: “Por aquel entonces siempre era fiesta”........y lo más bonito de todo fue darse cuenta de que aquello era precisamente el amor”. Le sigue una prosa evocadora y sutil, marcada por una voluntaria monotonía, todavía impregnada de símbolos, pero ya símbolos liberados, no sometidos a la forma. En el medio siglo, en la adolescencia de Gil de Bietma, durante los años de la “pérgola y el tenis”, el italiano Cesare Pavese provoca la mayor eclosión que ha conocido la educación sentimental en Europa, después de la Francia del XIX, de Stendhal o Flaubert.
¡Qué enorme corazón tuvo Natalia Ginzburg! ¡Qué valentía para detenerse en la misma habitación del albergo Roma de Turín en la que, no hacía tanto, se había suicidado su amigo, Cesare Pavese, después de dejar escrito el conocido fragmento de Diálogos con Leucó: “Perdono a todos y a todos pido perdón”. En pleno agosto seco de Turín, en el espacio todavía consciente que hay entre el último aleteo vital y el más allá, a Pavese le asaltan los fantasmas de su libro evocador: El bello verano, una aparente novelita hecha de obsesiones arquitectónicas y de paisajes verde-paja, escrita a modo de folletín siguiendo el estilo de las suites poéticas en las que el autor acrisola la bohemia turinesa y el flash amoroso de Dinia, protagonista adolescente.
Entre el 1948 y el 1950, Pavese publica su compleja literatura de los espacios abiertos, en la que se incluye Entre mujeres solas o El diablo en las colinas. “Éramos muy jóvenes. Creo que en aquel tiempo no dormíamos nunca (...) abríamos los grandes ventanales que daban al cielo, luz ,aire, campo y sol”). No es un retiro juvenil; ni mucho menos una huida de la ciudad: “Del verano que pasé en la ciudad medio vacía no sé qué decir. Si cierro los ojos, la sombra ha recobrado su función de frescura, y las calles son justamente eso, sombra y luz, en una alterna transición que embiste y devora. Nos gustaba el atardecer, las nubes tórridas que pesan sobre las casas, la hora tranquila. Por lo demás, también la noche nos hacía el efecto de esa breve penumbra que traga a quien desde el pleno sol regresa a casa. Nos encontrábamos al oscurecer, y ya era mañana, era otro día apacible. Recuerdo que toda la ciudad nos pertenecía, las casas, los árboles, las mesitas, las tiendas. En las tiendas y en los mostradores vuelvo a ver montañas de fruta. Recuerdo el perfume cálido y las voces en las calles. Sé dónde cae a cierta hora el recuadro de sol sobre el embaldosado del cuarto” (El Verano publicado en Il Messaggero, el 6 de junio de 1942).
Pavese rastrea los principios del neorrealismo tratando de revelar la precaria realidad social italiana de su tiempo. Descubre así el realismo simbólico en el que los objetos, las miradas y los protagonistas alcanzan una fuerza universal a través del uso del lenguaje común, la lengua del pueblo, capaz de trasmitir una realidad polisémica. Finalmente, en su obra biográfica, El oficio de vivir, resume así el cráter emocional y mental de su enorme aportación: “Mis palabras son sensaciones, porque escribir consiste en poner dentro de las palabras toda la vida que se respira”.
En sus prosas de verano, la estación de los estetas, Pavese encuentra a sus personajes preferidos y parecidos a él; los trata como ángeles frágiles, sin ninguna intención omniscente porque “manipular y juzgar personajes quiere decir hacer sus caricaturas” (El oficio de vivir). Pavese habla de él a través de los otros y de las cosas que los envuelven: “A veces, en otra parte distinta de la ciudad, había una plaza que me esperaba, con sus nubes y su calmo calor. Nadie la cruzaba, no se abría ninguna ventana, pero se abrían las perspectivas de las calles desiertas a la espera de una voz o de un paso. Si aguzaba el oído, en la plaza el tiempo se paraba. Era pleno día. Más tarde, por la noche, pensaba en ella y la volvía a hallar inmutable”. (El Verano; Il Messaggero)
Las miradas que le acompañan están sometidas a la sordidez de la vida real. Y suelen acabar mal: él espera muchas veces a que estos actores de su entorno se desmoronen como escenarios de cartón, antes de alejarse de ellos. Es tan real su literatura que no tiene el coraje de soportarla. Pavese es un escritor lento; prepara los originales a mano y los somete al traqueteo de su máquina de escribir, pero confiesa que le gustaría grabar sus letras en una tablilla de arcilla, como los sumerios, para pensar con más calma.
En pleno agosto de 1950, Pavese se suicida en la habitación 346, en la segunda planta del albergo de Roma; nunca ha hecho realidad sus sueños de amor y libertad. Sostiene en sus manos uno de sus mejores ensayos: los citados Diálogos de Leucó, un conjunto de veintisiete conversaciones breves en las que los dioses y los héroes trágicos de la antigüedad son invitados por los hombres a tratar de la naturaleza, el dolor y la muerte; un texto casi único que, muchos años después, tuvo un remedo intimista a cargo de Roberto Calaso, el editor de Adelphi, en el libro La Literatura y los dioses (Anagrama).
En la misma habitación, siete años después de la desaparición del gran poeta turinés, Natalia Ginzburg no puede contener sus lágrimas. De jóvenes, Pavese y Ginzburg habían trabajado juntos en Einaudi; no se enamoran o tal vez lo hacen en secreto, sin llegar a nada, como suele hacerlo aquel artista taciturno e inconmensurable y extremadamente enamoradizo, que apenas conoce el verdadero amor. Después del hecho luctuoso se dice que, al ser rechazado por la actriz Constance Dowling, ex pareja de Elia Kazan, Pavese atraviesa una enorme depresión; pero esta no es exactamente la causa de su muerte. ¿De dónde sacan los grandes sus mejores letras si no es de las frustraciones amorosas? Pavese aprovecha el desengaño para incluir, entre sus versos, esta pregunta sobre el iris de Constance, pórtico de su mejor recopilación poética: “¿Ojos color avellana?”.
Natalia Ginzburg prologa en su momento El oficio de vivir, el texto memoralístico de Pavese que inmortaliza al autor, publicado ahora por Seix Barral y considerado un libro de culto. Natalia, nacida en Palermo en 1916, hija del judío Giuseppe Levi, profesor de medicina, se traslada a Turín con su familia; allí, en la capital del Piamonte, enclavada en el margen izquierdo del río Po y rodeada de estribaciones alpinas, se casa con el historiador Leone Ginzburg, de origen ruso, cofundador de la editorial Einaudi, encarcelado por antifascista hasta ser detenido, confinado en un pueblo de los Abruzzos y torturado por los nazis hasta la muerte, en la cárcel de Regina Coeli.
Pavese mantiene a lo largo de su vida la relación profesional con Einaudi y contribuye a la difusión de la generación perdida, como traductor, lector y consejero. Entra por la puerta anglosajona en el subjetivismo de la moderna narrativa. Traduce a Faulkner, Dos Passos y Joyce. Descubre el estilo tremendista de Macolm Lowry en Bajo el volcán y alcanza el momento de su giro definitivo: convierte sus relatos livianos en auténticos tesoros de la literatura universal. Publica piezas como La luna y las fogatas, Allá en tu aldea y especialmente La playa. La influencia de la literatura anglo-americana se convierte para él en el enunciado de la extroversión imaginativa. Pavese quiebra la rigidez de su simbolismo primigenio. Rompe con la fábula que ha acompañado sus textos. Deja de ser ligero, pero sigue siendo aeróbico; los ambientes relatados en sus textos ya no serán descritos, sino vividos a través de los sentidos de sus personajes y, por lo tanto, de su pensamiento y de sus palabras.
Una vez superado el drama de la Segunda Gran Guerra, Natalia Ginzburg regresa a Turín desde Londres, en 1957. Apenas cruza el vestíbulo de la estación de Porta Nuova, se dirige a la plaza porticada de Carlo Felice en busca del albergo Roma. Reconoce la ciudad por el hollín de las chimeneas y porque los atardeceres son fríos en la Italia tudesca. Siete años antes, en plena canícula, Pavese se deja caer sobre la cama en la misma habitación del albergo, con los pies descalzos, el traje oscuro, la camisa blanca y el nudo de la corbata deshecho. Es consciente de que su cuerpo nunca ha sido contemplado por una mujer enamorada. Es el sábado, 26 de agosto de 1950, el día en que Cesare Pavese deja la casa de su hermana María con la que vive y se dirige al albergo con un maletín en el que no lleva ninguna prenda de ropa. Apenas le quedan fuerzas para dirigir un breve recuerdo a Battistina Pizzardo, su relación más larga, aunque embargaba de pesimismo, al reconocer que ella, una activista del Partido Comunista, ha sido capaz de utilizarlo como correo en los tiempos de clandestinidad de la Italia bajo el Duce.
Pavese entra en la lucha política con pasión interior, pero casi por casualidad. El depósito de propaganda del PCI le cuesta la cárcel y el destierro en Brancaleone Calabro, donde escribe su conocido libro de poemas Lavorare stanca; se acerca a un nuevo argumento narrativo en el que quiebra por primera vez y casi sin pretenderlo la rigidez de la imagen simbolista, que había sido hasta entonces el único interés legítimo de la poesía. Nos corresponde reconocer ahora que la posteridad le agradece su traspié de partisano menor y su contribución de poeta mayor. Al regreso de su destierro, encuentra a Battistina casada con un antiguo novio. Pierde una vez más su batalla con la vida, pero como escritor gana para siempre el fervor que acompaña a los mejores.
Los que niegan los placeres de la dilación es mejor que no se acerquen a los veranos de Pavese; al estilo de Proust, el autor turinés dio muchas vueltas sobre la almohada antes de conciliar el sueño, aunque, en su caso, la demora de los acontecimientos está especialmente influida por Manzoni (Los novios): “Cualquier cosa, al ocurrir, se convertía en recuerdo, porque ocurría en mi interior antes que fuera. Era como si el largo día lo fuese haciendo yo, y por eso nada, en el cuarto y en la tarde, me era ajeno; ni siquiera el cuerpo que daba cobijo al mío, y la voz sumisa”. El Verano (Il Messaggero)
Constanza, la actriz norteamericana de ojos color de avellana, irrumpe en la vida de Pavese en un rodaje que tiene lugar en los estudios de Cinecittà. Para el poeta ha vuelto el verano –su último verano–, que significa la esperanza y la ilusión de juventud frente al invierno, la madurez desengañada, la edad adulta, la responsabilidad y la angustia vital. No entro en el dramatismo de aquel enamorado desamor. Lo que sí parece claro es que Constanza es la mujer a la que Pavese dedica su mejor poemario: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.