Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges

Letras

Borges 'on stage'

Random House recupera el ensayo que el escritor argentino Alan Pauls dedica a las máscaras literarias del autor de ‘Ficciones’, indiscutible centro del canon literario hispanoamericano

20 abril, 2022 23:20

Ninguno somos como aparentamos. Nadie es cien por cien auténtico. Todos cincelamos nuestra imagen, aunque su reverberación sobre los demás no coincida siempre con el fondo de nuestros anhelos. La eterna discusión sobre la identidad, esa cuestión ancestral, es una impostura irremediable. Todos mentimos incluso cuando decimos la verdad. Si esto ocurre en el caso de cualquiera, no digamos ya si se trata de un escritor, cuyo oficio precisamente consiste en construir ficciones, alzar medias verdades enunciadas como falsedades consentidas gracias al mágico sortilegio de las fábulas.

Vargas Llosa afirma –en su última aproximación literaria a Galdós– que el primer personaje de un autor es el narrador de sus historias. Diríamos más: un escritor, si lo es de verdad, no tiene más remedio que inventarse a sí mismo, aunque sea mediante el procedimiento de desdibujarse. Unos lo hacen mediante el énfasis y la emoción (pathos), otros optan por el laconismo y el misterio. Al primer grupo pertenecen Quevedo, Cela o Umbral; en el segundo podríamos encuadrar a Cervantes, Salinger o Juan Rulfo. En cualquiera de los casos, la interpretación de la literatura aparece condicionada por el carácter (ethos). Existen escritores que transitan entre ambas orillas. Es el caso de Jorge Luis Borges, el indiscutible centro del canon hispanoamericano, principio y ocaso de la literatura escrita en español durante el pasado siglo XX. Uno de los últimos realmente grandes. Un clásico por anticipado.

El escritor Jorge Luis Borges / DANIEL ROSELL

El escritor Jorge Luis Borges / DANIEL ROSELL

De Borges existe tantísima bibliografía, evocaciones, suposiciones y anécdotas como de Cervantes, Shakespeare o Dante. Lógico: es uno más entre estos soberbios pares. Un autor que va a perdurar con el paso de los siglos. Un residente en el Parnaso. Borges –así se retrató a sí mismo– es una literatura autónoma, una biblioteca particular. El epítome de una cultura sagrada –la del libro– que ha sobrevivido a la imposición del paradigma digital, desafiando el curso del destino. Es un clásico que en ningún momento ha dejado de ser moderno. Un contemporáneo que encarna los valores clásicos. Según la mirada del escritor argentino Alan Pauls, también es un perfecto y talentoso impostor. Literatura Random House, uno de los sellos mayores de la factoría Peguin, recupera ahora el ensayo que Pauls dedicó en 2006 al autor de Ficciones. Editado inicialmente en España por Anagrama, el libro de Pauls, fuera de catálogo hasta ahora, es una de las interpretaciones más brillantes sobre las máscaras literarias del gran poeta argentino, al que retrata como un consumado maestro en el arte del engaño.

Ahórrense el escándalo: lo que hace grande a un artista no es su moral, sino su capacidad para manejar lo inverosímil, incluso cuando se trata de ser sincero. Pauls lee a Borges en función del personaje, sus libros y sus grandes conceptos literarios. Su exploración –Deo gratia– no es académica, sino sensitiva, argumentada y libre. El resultado es un libro excelente que, basado en argumentos, traza un dibujo de la metamorfosis del autor de El Aleph, nacido en la periferia misma del sistema cultural y, al mismo tiempo, capaz de instalarse –diríamos que como un Pantocrátor– en el centro del Olimpo cultural en español.

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Pauls busca la genética Borges, la aleación mágica del último pope. Rápidamente descubre que no hay un metal precioso, sino la suma de diferentes gangas de las que, estratégicamente, el escritor argentino fue extrayendo su propia mena. Borges deslumbró al mundo –y especialmente a la élite cultural francesa– con una escritura perfecta, hermosamente aritmética, inhumanamente exacta. Se le tiene como un escritor que no buscaba alimentar o seducir a su público. Un poeta que escribía para la eternidad, igual que Homero. Pauls, sin embargo, explora en su libro la antítesis de esta figura –escénica– para presentarnos a un Borges nada intelectual, o no demasiado; un maestro de la divulgación, un ser capaz de ocultar sus pulsiones, un sublime artista del robo.

¿Se trata de un Borges auténtico o de un escritor imaginado? Probablemente, ambas cosas. Porque entre el poeta de Fervor de Buenos de Aires –su primer poemario– y el autor de La memoria de Shakespeare, su último libro de cuentos, sucede una transformación nada casual, sino voluntaria, y que comienza en la década situada entre los años 20 y los 30, cuando un joven discípulo del sevillano Rafael Cansinos Assens, ultraísta temprano, se reinventa como un escritor opuesto y desapegado. Pauls representa este proceso en un hecho anecdótico: la voluntad de Borges de modificar su propia fecha de nacimiento –1900 en lugar de 1899– para volver a nacer con el primer año del siglo e huir así del calendario postrero del siglo XIX.

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Casi se diría (así lo hace Pauls) que se trata de un acto de estilo: Borges se rejuvenece un año, lo necesario para dejar de ser el joven que “buscaba atardeceres, los arrabales y la desdicha” y empezar a ser el hombre que persigue “las mañanas, el centro y la serenidad”, sin que dicho tránsito pueda ser interpretado como un arrepentimiento. Es sabido: cada escritor crea a sus propios antecesores. El Borges de Alan Pauls, según estableció  la crítica, concibió su biografía como la síntesis imaginaria de dos estirpes, la letrada y la guerrera, la épica y la intelectual, la anglosajona y la fatalmente hispánica.

La confluencia entre ambas epopeyas (familiares) impregna su literatura de la nostalgia por un paraíso no vivido, pero igualmente perdido, similar a esa lluvia “que, sin duda, es algo que acontece en el pasado”. De pronto, cambia súbitamente a partir de mediados de los años veinte: deja de ser un vanguardista y comienza a cantar el criollismo, usa el idioma de los argentinos para atenuar el lenguaje aristocrático de la poesía. Se refunda disfrazándose como un escritor modesto y, de esta manera, anticipa su destino, que es el de pertenecer al linaje de los indiscutibles.

Alan Pauls, en el dominical del diario argentino 'La Nación'

Alan Pauls, en el dominical del diario argentino 'La Nación'

¿Qué entiende Borges por ser un clásico? Pauls, que acompaña su reflexión con apuntes (laterales) donde desarrolla los conceptos esenciales de lo borgiano, a la manera de notas al pie, lo identifica con una actitud: “El rechazo a la expresividad, la confianza en el valor de la omisión, el gusto por lo mediato y lo abstracto, la concentración de grandes densidades significativas en pequeños detalles circunstanciales. Y una fe que es casi un programa político: la creencia de que una vez fraguada una imagen, ésta constituye un bien público”. Borges se sueña eterno. Es el primer paso para terminar siéndolo.

Esta metamorfosis, maduración voluntariosa, implica practicar una “política de la modestia”. En palabras de Pauls: “El eclipse del yo como condición necesaria para la constitución de un clásico: borrado el autor, la obra puede ser todo para todos”. Se trata de una forma de afirmación inteligentísima, indirecta, lateral, asombrosa. El factor Borges consiste en practicar una forma de vanguardia que niega los atributos (juveniles) de la vanguardia. O mejor dicho: que descubre que lo vanguardista –en los años veinte– no es la ruptura, sino la tradición. Ser inequívocamente moderno exige convertirse –incluso fingiéndose– en un antiguo.

Alan Pauls

El mérito del ensayo de Alan Pauls, que amplía la exégesis de Borges que Ricardo Piglia hizo en Crítica y ficción, es que la narración de esta evolución no se aborda únicamente a partir de elementos biográficos, como suele suceder en el caso de la crítica historicista. Se relata a través de un análisis (profundo) de la escritura y la retórica borgiana. Esa relojería prodigiosa que, lejos de ser una réplica de las matemáticas del universo, según Pauls, está condicionada por el conflicto, sólo que a veces se expresa con la metáfora del duelo –los ajustes de cuentas a cuchillo, instantes donde la literatura crea un tiempo paralelo al tiempo mismo–, y otras a través de querellas o disquisiciones intelectuales.

Sangre y metafísica. Eso es Borges. Poesía prosaica. Narraciones que huyen de la tentación de la vehemencia –la inevitable marca española– para cobijarse en la visión distanciada de la cultura inglesa. En un ejercicio de emulación, Borges terminará identificando este rasgo como propio del verdadero carácter argentino, hecho de repliegues y silencios, ajeno a la gestualidad de la emigración (española e italiana). Así crea una atmósfera donde lo implícito –como demuestra la estructura profunda de sus cuentos– dice más que lo explícito. Donde la prosa pudorosa, a la manera de Gibbon, describe las cosas igual que una máquina omnisciente, pero dejando abiertas todas las puertas de la percepción. Una literatura milagrosa con una retórica invisible y que se acerca bastante al probable idioma que habla Dios.