Olga Merino: “En la época de Yeltsin, Rusia se había convertido en el Far West”
La periodista catalana, que en ‘Cinco inviernos’ evoca el lustro que pasó como corresponsal en Rusia, relata las sombras del ocaso de la Unión Soviética
21 febrero, 2022 00:10Han pasado tres décadas desde que Olga Merino comenzó a escribir, desde una lejana Rusia que se abría a Occidente, donde esta periodista catalana fue corresponsal, los cuadernos de notas que hoy dan forma a Cinco inviernos (Alfaguara). En aquellos apuntes lo íntimo se ve invadido la Historia, su fascinación por la cultura rusa, su indignación ante la miseria, el miedo de la guerra de Chechenia y por la curiosidad ante una sociedad temerosa frente a las delaciones y que resiste a hablar de su pasado. Han pasado también tres décadas desde que aquella joven periodista comenzó a despertar como escritora, si bien tardaría años en reconocerse como tal. “Ahora por fin me reconozco y me siento legitimada de definirme como escritora”. En plena pandemia y tras ochos años de silencio, publicó La forastera, una novela en la que, reelaborando el género del western, contaba la historia de Angie, una mujer que decide retirarse en un pequeño y aislado pueblo del Sur.
–Cinco inviernos es una novela de formación, la historia de una joven que quiere convertirse en escritora.
–Totalmente. Es una especie de caja negra en la que se cuenta quién era yo en aquel momento y cómo fue creciendo mi atroz vocación por ser escritora, una vocación que sentía pero no conseguía gestionar. Cuando fui como corresponsal a Rusia era muy joven y, personalmente, creo que se necesitan tiempo y vivencias para poder escribir. Vivir para contar. No hay otra. Volviendo al libro, es cierto: esos cuadernos que he recuperado en Cinco inviernos narran una evolución. Son cuadernos que reconozco que no me habría atrevido a publicar antes.
–¿Por qué?
–Mi anterior novela, La forastera, a pesar de salir durante la pandemia, no ha ido mal y ha tenido buena acogida entre la crítica. Esto me ha hecho sentirme legitimada para desenterrar los cuadernos. Me ha costado muchísimo reconocerme como escritora, solo ahora comienzo a decirme a mí misma que lo soy. De ahí que no encontrara ni el sentido ni la legitimación para recuperar estos escritos que fueron el inicio de todo. Los escribí años antes de comenzar a publicar [su primera novela fue Cenizas Rojas, publicada en 1999].
–¿Cuánto ha reelaborado estos cuadernos? Se lo pregunto porque usted plantea un diálogo entre la joven periodista y la escritora que es ahora.
–En un inicio tenía dudas sobre cómo hacerlo. Sabía que los cuadernos estaban ahí y contenían un material interesante, sobre todo porque narraban un momento crucial de la historia y la cultura rusa. Siempre había tenido la idea de que con ellos podía escribir un breve ensayo, nada excesivamente elocuente. No se trataba de hacer una historia cultural; más bien de dejar por escrito mi mirada sobre el país. Cuando comencé a desempolvarlos, me encontré con cosas que no recordaba. Enseguida vi que no podía publicarlas así, en crudo, pero tampoco tenía sentido comenzar a recortar. Fue así cómo llegué a la conclusión de que lo mejor era entrecruzar dos miradas, la de entonces con la de ahora, y añadir reflexiones desde este presente. Esto me permitió cerrar todos los hilos abiertos que, de otra manera, hubieran quedado sueltos… Eran cuadernos de notas, no un libro cerrado. Por eso era imposible publicarlos en crudo. Solo hubiera sido posible si su autor fuera Proust, Thomas Mann o un grande de la literatura
–La corrección es lo más importante para cualquier escritor, por mucho que se llame Proust o Mann.
–Absolutamente. A mí la corrección casi me ahoga, me convierto en Bartleby.
–¿Su deseo de ser escritora nace de la insatisfacción por el periodismo?
–No exactamente. Mi vocación de escritora es previa al periodismo. Para bien o para mal, en cuanto aprendí a leer quise comenzar a contar historias. Así que la vocación, como ves, fue temprana. Tenía dos maneras de encarrilarla: estudiar filología y dedicarme a la docencia o hacer periodismo. A mí siempre me ha gustado mucho la vida y las experiencias, así que me decanté por lo segundo. Pero, te reconozco que, muchas veces, cuando he tenido que hacer la típica llamada para solicitar una entrevista complicada o para confirmar fuentes, he tenido que hacer un esfuerzo, sobreponerme y obligarme a hacer la llamada. Nunca he tenido ese impulso que se supone que todo periodista tiene, aunque creo poder decir que a lo largo de todos estos años he hecho un trabajo honesto. Siempre me ha gustado la verdad y la he buscado, pero ese prurito periodístico no lo tenía. Mi verdadera vocación siempre ha sido ser escritora.
–El periodismo siempre ha formado parte de su vida.
–He vivido escindida entre el periodismo y la literatura. Yo escondía mis textos literarios porque me daba pudor reconocer que escribía. Públicamente solo daba a conocer mi trabajo como periodista. Era consciente de que estaba viviendo un momento único y, por eso, en los cuadernos los hechos externos invaden, a veces por completo, la esfera íntima. Pero nunca pensé que nadie se interesaría por ellos. Y por esto a la hora de publicarlos he cortado cosas, no tanto las que se refieren a mí, puesto que me desnudo bastante en estas páginas, cuanto las que afectan a terceros. ¿Quién soy yo para decir ciertas cosas de los otros?
–Ya lo hará póstumamente.
–Eso, cuando sea un cadáver exquisito.
–El proceso de convertirse en escritora discurre de la mano de su descubrimiento y fascinación por la literatura rusa.
–Mis querencias pasaban entonces por otro lado. Era una admiradora de los latinoamericanos, empezando por Borges, Rulfo y siguiendo por Onetti, que me fascinaba. Al mismo tiempo era una gran lectora de literatura anglosajona, así que mis conocimientos de literatura rusa eran limitados. La literatura es la puerta de entrada para casi todo. No sabría entender el mundo sin los libros y, por esto, nada más llegar a Moscú comencé a leer literatura rusa, empezando por Bulgakov, que me impresionó muchísimo. Recuerdo El corazón de perro… ¡Una maravilla! Por no hablar de la poesía, de Ósip Mandelshtam, de Ana Ajmátova o de Marina Tsvetáyeva, entre tantos otros. Soy consciente de que todavía me queda mucho por leer, pero desde entonces no he dejado de estar al tanto de la literatura rusa. De hecho, seguí muy de cerca la apertura de los archivos del KGB por parte de Vitali Shentalinski, unos archivos esenciales para comprender la cultura, pero también la historia rusa, que es tremendamente trágica.
–Usted hace hincapié en que la melancolía que impregna las páginas de la literatura rusa es la melancolía de todo un país.
–Absolutamente. Quizás por esto me sentí como en casa en Rusia, porque soy una persona tendiente a la melancolía, sentimiento que pocos han definido tan bien como Nabokov desde su exilio en Estados Unidos. Si no recuerdo mal, desde una perspectiva etimológica, nostalgia significa: herida no cerrada. Y, en este sentido, aunque pueda resultar sorprendente, creo que España y Rusia son dos países que se tocan mucho.Tienen la historia más trágica de Europa y comparten el apasionamiento, un cierto romanticismo, la melancolía o la añoranza… Sé que todas estas características no dejan de ser construcciones culturales y tópicos, pero no puedo evitar pensar que El Quijote podría ser una novela rusa, a pesar de los palos que le dedica Nabokov en su Curso de literatura.
–Nabokov no volvió a escribir en ruso y Brodsky solo lo utilizaba para la poesía.
–Desde luego, para Nabokov fue una tragedia abandonar Rusia. Los únicos dos idiomas que conozco un poco son el inglés y el ruso y te puedo asegurar que, de la misma manera que se dice que el alemán es la lengua perfecta para la filosofía, para la poesía no hay lengua más idónea que el ruso. No me extraña que Brodsky siguiera usándola para sus poemas. El ruso es un Himalaya de idioma, es tan sonoro y dúctil.
–Leyendo ahora los relatos de Máxim Osipov sorprende ver cómo la gran literatura o la ópera forman parte de la cultura popular. ¿Es realmente así?
–Totalmente. Los personajes literarios forman parte de su mundo, funcionan como referencia, son espejos a través de los cuales mirar. La literatura está perfectamente entremezclada con la vida cotidiana. No sé ahora, pero yo nunca he visto tanta gente leer en un vagón de metro como vi en aquellos primeros años noventa. Había algo de fachada, es evidente, pero esto no quita que el sustrato cultural que dejaron los soviéticos fue enorme. La escuela de ballet, los museos, la ópera… fueron instituciones cuidadas. Lo que yo percibí estando allí es que había un gran amor por lo suyo, un amor motivado también por el hecho de que la cultura era asequible y sirvió a los soviéticos de escaparate. Era una fachada para esconder lo demás, pero lo que no se puede negar es que te podías permitir ir a un concierto, con músicos de primera, a precios asequibles, que los museos eran gratis o que era frecuente que la gente tuviera un piano en casa y no por postureo. Los adultos lo tocaban y los niños aprendían desde pequeños a tocarlo.
–Las páginas más duras de su libro tratan de la miseria. ¿La caída del sistema comunista y la capitalización del país fue tan fatídica para la población?
–Lo fue y más aún. Junto a la miseria, lo que más me impactó fue el cinismo que emplearon los grandes gerifaltes del Fondo Monetario Internacional. Recuerdo a Anders Aslund decir que los jubilados eran un daño colateral, pero que no pasaba nada, porque nunca harían la revolución. Cuando ciertos servicios, que habían sido siempre gratuitos, dejaron de serlo, fue un desastre. Recuerdo perfectamente ver a ancianas venderse la ropa y el ajuar de casa para poder sobrevivir. Se aplicó la llamada terapia de choque y se pusieron en práctica recetas que, quizás, hubieran servido para reflotar una economía occidental empobrecida, pero no un país que salía de un sistema soviético. Se liberalizaron los precios de toda una serie de servicios que, hasta entonces, subsidiaba el Estado. Esto provocó que los precios se dispararan. Cuando yo llegué a Moscú, la inflación estaba al 2500%, los ahorros de toda una vida se habían desplomado, la equivalencia dólar/rublo era falsa… La situación era terrible. Para la gran mayoría era imposible sobrevivir. He visto a tantos moscovitas revolver entre la basura tratando de rescatar comida, entre piezas de fruta podrida. Recuerdo perfectamente a un señor, ya mayor, acudir a una frutería con un billete de 1000 rublos y pedir que le pesaran una mandarina tras otra con la esperanza de que el peso de una equivaliera a esos 1000 rublos que tenía. Se fue de la tienda sin mandarina y sin nada. Lo más trágico de todo es que la historia oficial ha pasado por encima de lo que se vivió.
–Pero a Gorbachov se le dio el Nobel de la Paz.
–Los rusos lo odian: los comunistas lo consideran un traidor y los reformistas le acusan de no haber ido demasiado de prisa. En unas elecciones presidenciales, al inicio de los noventa, se presentó y obtuvo solo el 2% de los votos. En Rusia existe desde el siglo XIX el debate sobre si son europeos o asiáticos. Internacionalmente, Gorbachov proyectó otra imagen, de la misma manera que vendió como una verdadera conquista para el país la apertura al capitalismo, cuando ese proceso fue terrible para la gran mayoría. La privatización de servicios fue un auténtico latrocinio: los antiguos gerifaltes del partido se quedaron con las empresas, simulando entregas de bonos a la población que, en realidad, no valían nada. Se mataron entre sí para quedarse con las empresas. Se iba a muerto diario. Fue una lucha entre clanes mafiosos. Esto explica la figura de Putin.
–¿En qué sentido?
–La mafia rusa es el resultado de la desintegración del partido comunista y la constitución de los distintos clanes que lo controlaban todo. Para hacer cualquier tipo de negocios había que pasar por ellos. Se mataron entre sí a la vez que lo manejaban todo. Putin lo que hace es acabar con el caos de los años de Yeltsin, donde, entre borracheras y fiestas, Rusia se había convertido en una especie de Far West. Putin pegó un puñetazo encima de la mesa y asumió el control de todo. Algunos oligarcas acabaron en la cárcel.
–También acabó con esta ‘protodemocracia’ de los noventa.
–Efectivamente. Si algo hubo en aquellos años fue libertad de prensa. Los periodistas occidentales podíamos movernos con relativa facilidad incluso por zonas conflictivas como Chechenia. Ahora es impensable. Todo comenzó a declinar en 2000 y se precipitó tras el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya, que fue la que sacó toda la mierda de Chechenia y relató las violaciones de los derechos humanos. El Kremlin nunca lo reconocerá, pero se la cargaron en el rellano de su casa, a punto de coger el ascensor. Y no fue la única. Hubo otros periodistas que pagaron con su vida ejercer el periodismo.
–¿Es Rusia un país marcado por el miedo?
–No hay que olvidar que es un país que sufrió el estalinismo, que fue una atrocidad. No sé ahora, pero en los primeros años noventa todavía mediatizaba mucho las relaciones personales. Había muchísimo miedo a la delación y también a los extranjeros. Piensa que en la Unión Soviética se prohibía a los rusos tener relaciones con extranjeros. De tenerlas, se corría el riesgo de ser acusado de enemigo del pueblo o de espía. Por eso cuando yo llegué me encontré con gente a la que le costaba hablar.
–¿Está todavía presente la Revolución rusa?
–Únicamente en parte. Fue orquestada por una oligarquía intelectual con la aquiescencia del pueblo por la situación en la que se produjo, en medio de la Primera Guerra Mundial, con las tropas rusas muriendo a miles, mientras otros se dedicaban a ir a la ópera y a vivir bien. Las cosas empezaron a torcerse a partir de la colectivización del campo. Rusia era un país eminentemente agrario y la hambruna que supuso la colectivización, dada la ineptidud de los dirigentes, fue enorme. Ucrania sufrió enormemente también. El Holodomor, como ellos llaman esta hambruna, provocó millones de muertos. No sé si se puede hablar de holocausto, porque no fue deliberado. Murieron también muchísimas personas en Bielorrusia o en Rusia. Lo que sí es completamente rechazable es el ocultamiento de lo que sucedió y de todos los muertos. Se hizo como si nada ocurriera. Y este episodio sí que sigue marcando, sobre todo a un país como Ucrania. No se puede entender lo que está sucediendo ahora si no miramos hacia atrás, si no recordamos lo que pasó con Crimea, que Krushev regaló a Ucrania cuando las fronteras no importaban porque todo era la Unión soviética. El conflicto viene de lejos y en él se entremezclan muchos elementos.
–Leyéndola recordé la película Good Bye Lenin. Usted relata el desconcierto de una población que no sabe adónde se dirige o a qué debe atenerse.
–Existió esa incertidumbre, pero lo que destacaría es su pulsión de imperio, que sigue ahí. Cuando cuenta su viaje a Lituania, Ósipov siente que tiene que pedir perdón. Y, sí, hay un sentimiento de culpa, pero en parte es porque esa idea de imperio sigue presente. Al fin y al cabo, los países independientes que formaron parte de la URSS son los territorios de la infancia de muchos: Lituania, en el caso de Ósipv, pero también Crimea, donde veraneaba el Politburó. Esta idea de imperio tiene que ver también con su orgullo de su propia historia, a pesar del estalinismo y de tantas otras cosas. Por eso les gusta recordar que fueron los primeros en poner a un ser vivo en la órbita terrestre, aunque, al final, la pobre perrita Laika acabó muerta. Más allá de esto, tienen episodios heroicos que a veces olvidamos. Seguimos diciendo que la Segunda Guerra Mundial se solventó gracias a Estados Unidos, pero ¿qué hubiera ocurrido sin la participación de Rusia? No olvidemos que, durante el conflicto, murieron 27 millones de personas. Es el país con más muertos.
–No quiero dejar de preguntarle sobre Yuri, su traductor, ese hombre a través del cual comenzó a conocer Rusia.
–Al inicio desconfiaba de él. Un día se lo pregunté y, aunque no contestó de forma clara, no era difícil deducir que había pertenecido al KGB. Con el tiempo terminó siendo un buen amigo. De todas maneras, también quiero decir que entonces los periodistas nos apoyábamos mucho entre nosotros. El otro día Rosa María Calaf, que ha viajado muchísimo más que yo y que es una enorme periodista, recordaba que quizás en ningún otro país más allá de Rusia se habían establecido lazos de confraternidad tan fuertes entre periodistas. Ahí estábamos: Rafa Poch, Eva Orúe, Sílvia Odoriz, Pilar Bonet. Además, si bien siempre hubo competitividad y la necesidad de lanzar noticias, me da la impresión de que por entonces todavía había algo de tiempo para la reflexión. Pero no quiero pasar por una abuela cebolleta y pensar que todo tiempo pasado fue mejor. Quiero creer que todavía hay espacios para el periodismo bien hecho. Me consta.
–Rosa María Calaf, Eva Orúe, Pilar Bonet. Usted que fue a sustituir a Berna Gonzalez Harbour. ¿Mabía muchas mujeres?
–Sí, en Rusia estábamos varias. Eso sí, todas estábamos solas. Los hombres, por el contrario, tenían su andamiaje familiar cerca o se echaban una novia rusa.
–¿Las mujeres para hacer carrera necesitan estar solas?
–Gran tema… De lo que no hay duda es que tienes que hacer renuncias. Dicho esto, también quiero recordar que la corresponsal de TVE anterior a Rosa María Calaf, María José Ramuro, tuvo un hijo estando en Rusia. Yo era muy joven y no me importaron ciertas renuncias. Sentí que tenía mucha suerte de que me ofrecieran esta posibilidad, si bien tuve que renunciar a formar parte de la plantilla. Pero lo elegí yo. Nadie me obligó. Entonces, además, no habñia demasiada gente que quisiera ir a Rusia.
–¿Era un ambiente hostil para una mujer de 27 años?
–Las mujeres de mi generación nos creímos la igualdad haciendo un redoble de tambor. ¿Qué sucedía entonces? Que se silenciaban los hándicaps. Se los negaba. En Rusia no había taxis. Tú te montabas en el coche del primero que se te paraba. Y ya sabemos que el cuerpo de la mujer siempre ha sido y es una moneda de cambio. Tú te sentabas en el coche sin saber quién conducía. Si quería violarte o romperte la cabeza, ¿tú que podías hacer? Nada. Lo que sucede es que te subías sin pensar. Entonces reconocer los obstáculos y los machismos que sufríamos, protestar o alzar la voz iba en tu contra. Así que lo que hacíamos era asumirlos sin echar cuenta.
–Usted cuenta que, ante el silencio de sus compañeros, reconoció que tenía miedo de ir a una Chechenia en guerra.
–Cuando yo dije “tengo miedo”, noté la respiración de alivio de los demás, que vieron la posibilidad de reconocer que también lo tenían. Es un sentimiento totalmente legítimo, y más en esas circunstancias.
–¿Fue la ocasión en la que sintió más miedo a lo largo de toda su carrera?
–Sí. Estaba en un territorio rodeado de una violencia que no podías controlar. Íbamos por carreteras heladas con coches sin dibujos en los neumáticos, alquilados a un checheno o a vecinos de Daguestán. Ellos te llevaban por unos caminos que solo ellos conocían. Podía pasar de todo: te podían matar, secuestrar… Había una total impunidad y no sabías de quién fiarte, si de los chechenos o del ejército ruso. Sentí miedo físico, pero quise ir. Podría haberme negado, porque nadie me obligó. Pero quise ir, quise demostrar y demostrarme que podía ir. No tenía hijos….
–Esto me recuerda un artículo de David Gistau donde reconocía que, desde que era padre, tenía miedo a morir y a dejar a su hijo solo.
–Lo vi en algunos compañeros: la paternidad les contuvo a la hora de jugarse la vida. Y lo entiendo. Nadie quiere morir, pero cuando alguien como un hijo depende de ti, ya no es solo tu vida la que está en juego.
–Han pasado treinta años. ¿Has vuelto a Rusia?
–Volví diez años después de irme, en 2008/2009. Y fue un shock. El Moscú que me encontré no tiene nada que ver con mi Moscú. Encontré una ciudad occidental, pero con un lujo asiático. El Moscú que recordaba tenía estética soviética: grandes avenidas, bloques de hormigón, poca luz en las calles, no había apenas restaurantes, bares o tiendas. Diez años después encuentro grandes almacenes con las mismas boutiques que te puedes encontrar en Nueva York o en París. Sigue siendo una sociedad muy desigual, si bien el nivel de vida ha mejorado un poco, pero continúa sin existir una clase media fuerte. Quizás sí la hay en las ciudades, donde vive la población y se concentra la oposición a Putin, pero fuera de Moscú y San Petersburgo, nada.