El 'método Echevarría'
El editor y crítico reúne sus escritos sobre literatura y autores internacionales en ‘El nivel alcanzado’, un ensayo donde indaga sobre el sentido del juicio estético
21 enero, 2022 00:10La crítica literaria, que es una forma de impertinencia intelectual como cualquier otra, se parece mucho a la experiencia de viajar: uno elige, muchas veces al azar, un destino; dibuja un itinerario; fabula con la deliciosa eufonía de un nombre o un lugar; organiza a su manera determinadas expectativas ficticias –¿qué otra cosa, si no, es la selección de un título o un autor?– y se predispone para la singladura con esa sensación contradictoria que oscila entre la prevención (necesaria) y el entusiasmo (contenido). No se tarda demasiado tiempo en descubrirlo: la mejor experiencia de cualquier desplazamiento –físico o mental– no reside en el arranque del camino (que sin duda tiene su encanto) ni tampoco en la estación término. El viaje es, sobre todo, el intermezzo. Un interludio secundario e inesperado, como suspendido, situado entre orillas distantes.
Escribir sobre literatura, de igual manera, es una ocupación fugaz que nunca se despoja de la aspiración de permanencia que, al arribar a un sitio desconocido, sienten los viajeros devocionales. La inmersión terminará igual que comienza, porque la vida es una suerte de pasaje constante , pero nos dejará un instante de eternidad circunstancial, que es la única que existe. Ocurre hasta cuando la crítica –o el viaje– fracasan. Las palabras (lo sabemos quienes vivimos de ellas) importan. Quizás por eso uno de los rasgos para identificar una buena crítica literaria –extiéndase esto a la exégesis de otras formas artísticas– sea su capacidad para dar rodeos. Para encontrar un ángulo lateral y creativo que, además de sustentar la construcción de un juicio propio, huya de la infalibilidad sin tener por fuerza que renunciar al acierto.
Caricatura de los críticos literarios / CHARLES JOSEPH TRAVIEA DE VILLIERS
Con la crítica literaria sucede algo análogo a la política: se puede hacer de muchas maneras. Bien y mal. Con ideas o condicionado por los intereses que incumben (y afectan) a las personas. En función del material con el que se trabaje será su sentido. Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) es un editor artesanal, como los viejos carpinteros centroeuropeos que fabricaban marionetas dentro de un atelier, con una chimenea colmada de maderas ardientes, que durante quince años ejerció como crítico de libros con fama de feroz –“ésos son los imprescindibles”, dijo Brecht– en los mentideros editoriales. El rey del memento mori.
Le tocó en suerte trazar el itinerario de la narrativa española desde comienzos de los noventa hasta 2005, fecha en la que fue cancelado en el diario El País por haberse permitido el lujo –la libertad siempre está rodeada de lobos con cara de santos– de enmendar (con argumentos; todo un agravante) una de las apuestas comerciales del conglomerado empresarial que editaba el periódico. Su salida del gran sanedrín puso fin a su carrera como crítico y, al modo de su admirado Walter Benjamin, inauguró otra, centrada en su tarea como editor de mesa. Sustituyó, por así decirlo, la prescripción razonada por el columnismo cultural.
El cambio implicó una recapitulación que es el origen de dos libros: Trayectos (narrativa española) y Desvíos (antología de autores y libros latinoamericanos). Junto a la elegía brevis dedicada a Claudio López Lamadrid (Una vocación de editor) ambos forman su escueta bibliografía como autor, desplazada por su dedicación a los libros ajenos. Se consagró pues a la edición, sumada a sus incursiones en la divulgación ilustrada, y parecía haber pasado página a sus propios libros. Hasta ahora. Felizmente, y cumpliendo uno de los mandatos de Benjamin sobre el ejercicio de la crítica –“para el crítico, sus colegas son la instancia suprema, no el público y menos la posteridad”–, una conspiración formada por Andreu Jaume, Mónica Carmona y Miguel Aguilar han conseguido que defienda (con muchos reparos) en la plaza pública su tercera antología crítica –El nivel alcanzado (Debate)–, dedicada esta vez a autores y libros internacionales.
En la dedicatoria del libro, Echevarría se exculpa por haberse rendido ante las sirenas de la amistad y tolerar que otros, también críticos y editores, practiquen con su persona la gimnasia que él solía perpetrar con los demás: enjuiciar su legado, por decirlo a la antigua manera. El ejercicio, sin embargo, resulta fascinante por varias razones. La sustancial es que esta antología se presta, por parte de todos los implicados, a una segunda lectura en clave irónica que, sin desmentir la principal –el libro es la evidencia de cómo cabe concebir el ejercicio de la mejor crítica literaria– siembra de dudas su propia práctica. En este sentido es fiel a la idea del oficio de Echevarría, que se asienta por un lado en la tradición cultural y, por otro, la horada y corroe desde la necesaria confrontación con las obras contemporáneas. El vaivén de esta barca, usualmente inestable, arroja luz sobre una de las grandes preocupaciones de Echevarría: ¿cómo refundar el juicio literario en un momento en el que la noción de autoridad,y en consecuencia la propia idea de jerarquía cultural, parecen haber pasado a la historia?
El libro no ofrece una solución, pero sí aporta un método: el cuestionamiento creativo de su propia naturaleza. Paradójicamente, esto es lo que más se echa en falta en el momento presente, cuando el habitual galpón de reseñistas woke confunde la cultura con las tendencias, defienden que ya no importa el pretérito; sólo las nuevas voces y los susurros, especialmente si son incapaces de articular un discurso intelectual propio. Sin duda, se trata de un perfecto dislate. Sobre todo si tenemos en cuenta que la condición intrínseca de lo moderno –da igual la época a la que nos refiramos– consiste justamente en dejar de serlo. The shock of the new, por usar el título de la famosa serie de documentales que Robert Hughes hizo para la BBC, produce monstruos que, al contrario de sus antecedentes, ahora no causan tanto asombro como risa y, en ultimo término, garantizan la fortaleza de la gran tradición literaria, que no es estanca, sino dialéctica.
Hannah Arendt dejó establecido, para escándalo de los devotos de la cancelación, que el sustento de cualquier sociedad civilizada –la clave íntima de la democracia– es la noción de autoridad, frontalmente antagónica al poder institucional. Sin una referencia moral sólo cabe aplicar –en política, en arte, en literatura– la mítica frase de Raskólnikov, el personaje de Dostoievski en Crimen y Castigo: “Dios no existe: todo está permitido”. Comparar literaturas, sin embargo, implica valorar, establecer categorías en función de un criterio y, a la postre, atreverse no ya a saber, sino a pensar.
Echevarría declara en la introducción de esta antología que sus ensayos críticos no aspiran a establecer ningún canon porque –y así lo explica– ni en la selección están todos los que son (sus reflexiones abarcan más de cuarenta autores y libros; encargos periodísticos y encomiendas divulgativas) ni sus análisis agotan la obra literaria de los que sí figuran. Y, sin embargo, su paseo por estos grandes escritores del siglo XX no puede sustraerse –salvo de forma también irónica– de esta pretensión involuntaria; entre otras cosas porque el canon no es lo que afirman sus enemigos –una jerarquía fija, partidaria, machista, heteropatriarcal– sino una forma de destilación permanente, dinámica, de la noble noción de excelencia literaria.
Lamentamos romper algún corazoncito en la infinita galaxia de los simples. Pero los títulos avalados por una determinada estirpe cultural –en nuestro caso, la occidental– no son ni deben ser obras bondadosas, cándidas, inclusivas o correctas. El canon está hecho con libros que, por su profundidad, son metáforas de la condición humana, en general en contra de la tendencia dominante en cada instante. Los clásicos –sépanlo los que creen que la historia comienza con ellos– no crean tendencias; los clásicos lo que construyen son universales.
Saber reconocer esto, buscar la verdad artística que contiene una obra literaria, diferente a su apariencia objetiva, es la función del gusto y la razón de esa cualidad que llamamos tener criterio. La diferencia, en suma, entre pensar de forma crítica y hacer el ridículo (con subtítulos). Éste es el nivel alcanzado –para algunos, inalcanzable–, al que alude Andreu Jaume, il miglior fabbro, en su prólogo, inspirado por la cita de Musil que da título al libro. Resulta pertinente reproducir un fragmento no sólo por su exactitud. También por un mínimo sentido de la piedad: para que lo entiendan los delimitadores de las primaveras y los descubridores de los novísimos Mediterráneos:
“Todos los grandes géneros [literarios] de la Antigüedad –la épica, la tragedia, la lírica, incluso la comedia– sobreviven a la modernidad gracias a su transformación teórica en lo trágico, lo poético y lo cómico, subsumidos a su vez en lo novelístico […] La novela es una epopeya frustrada que nunca puede olvidar ese fracaso y que incluso lo metaboliza para proponer una nueva promesa de iluminación”.
El arte resiste el tiempo, igual que la vida, porque se alimenta de su propia extinción. Es lo que hace Cervantes con don Quijote al impedirle alcanzar la condición de héroe trágico, escribe Jaume. Es la misma lección que nos enseña la antipoesía de Nicanor Parra, al reemplazar la voz del vate solemnis por el grito del energúmeno o convertir los poemas ingleses de Borges en un vulgar chiste de supermercado, añadimos nosotros. ¿No consistirá la refundación de la crítica literaria en estos tiempos idiotas en reafirmar su esencia mediante la negación irónica de su trascendencia?
Walter Benjamin, en sus altos estudios eclesiásticos, da algunas pistas sobre cuál debe ser la búsqueda de la palabra, el verso, la ruta, como diría Bukowski: “La crítica debe hablar el lenguaje de los artistas. Los conceptos del cénacle son consignas. Y sólo en consignas resuena el grito de combate (…) El arte del crítico in nuce: acuñar consignas sin traicionar las ideas”. Dicho en prosaico: para vencer en una guerra cultural debe dominarse la lengua (de serpiente) del enemigo y aplicarle el infalible método de la distancia irónica. “Cuando un hombre aspira a conservar una tradición, hará bien en saber primero en qué consiste”, escribió Ezra Pound. Ignacio Echevarría lo explica con talento en este libro que contiene –inteligentemente camuflado– el mapa secreto de Shangri-La.