Shakespeare 'in fabula'
Maggie O’Farrell deslumbra con ‘Hamnet’ (Libros del Asteroide), un cuento sobre la muerte prematura del hijo del dramaturgo inglés y su mujer, Anne Hathaway
31 diciembre, 2021 00:00Los muertos –disculpen ustedes la tristeza– nunca eligen el lugar en el que van a pasar la Eternidad. Cuando dictan sus últimas voluntades todavía están vivos, incluso si padecen esa condena (miserable) que es una agonía estéril y sin remedio. Pero tras este instante postrero nadie puede preguntarles si desean cambiar de opinión y mudar el camposanto, o el horno donde se convertirán en cenizas blancas, por otro sitio. Al final, se impone la convención social: los vivos, que tenemos la última palabra, los instalamos invariablemente en cementerios inmobiliarios donde persisten las diferencias sociales –túmulo deluxe o nicho corriente– y, como si fuera una broma cruel del destino, deben convivir con sus iguales.
No deja de ser grotesco: venimos al mundo solos y nos vamos de igual manera, pero entre medias, también después de que se cierre el último paréntesis de la ecuación, nos obligan a compartir nuestra presencia ausente con la de los demás. Una vieja fábula oriental, basada en la disolución del alma en el cosmos, sostiene que, en realidad, los vivos estamos muertos y son los difuntos quienes de verdad existen. Nacer incluye a su opuesto: lo que desde esta orilla de la Estigia llamamos desaparecer no sería más que una lacrimosa. Un paisaje visto desde un tren en marcha donde lo estable es el exterior en vez del interior.
Retrato de William Shakespeare del First Folio (1623) / DROESHOUT
Únicamente se aprecia el desajuste si quien muere es tu hijo. En el instante en que se quiebra el ciclo natural de la vida, que sitúa el final de los progenitores antes del que corresponde a los sucesores. Tiene una lógica: para la mayor parte de los otros somos, en mayor o menor medida, un suceso colateral, meros acompañantes; simple música ambiental o, en el mejor de los casos, actores secundarios en la comedia –a veces trágica– de su vida. Para los únicos que sí somos los protagonistas de la obra, además de para nosotros, es para nuestros padres, que nos ven como sujetos singulares, irrepetibles, sagrados. De ahí que no exista (en vida) dolor más devastador que la muerte temprana de un hijo. Todas son prematuras.
Si el deceso de los progenitores es un anticipo del nuestro, la partida súbita de un hijo se convierte en una sentencia capital con un efecto atómico: sigues vivo, sí, pero es como si te hubieras muerto por anticipado y para siempre. Esta herida no se cierra nunca. Es el heraldo negro de César Vallejo. De su pérfida estela trata Hamnet, la novela de Maggie O’Farrell que fabula la muerte de uno de los tres hijos naturales de William Shakespeare y Anne Hathaway, publicada por Libros del Asteroide. Una de las ficciones más aclamadas del año.
La única imagen que existe de Anne Hathaway (1555-1623) es este retrado dibujado por Nathaniel Curzon en 1708
No se trata de una frase hecha: el libro de la escritora irlandesa lo merece. Es un prodigio narrativo lleno de sensibilidad, un poema emocional sobre las densas sombras de la existencia, proyectada –de forma indistinta– sobre hechos reales y sucesos imaginarios, cosidos con el mismo hilo con el que cada uno vivimos: participando de lo objetivo, viviendo en lo subjetivo. La vida es un fenómeno polisémico: sucede de una manera, se experimenta de otra. Entre ambos planos existen muchas concordancias, puentes, una cierta identidad; pero también hay momentos en los que lo vivido y lo sentido no coinciden. Uno de ellos impone sobre el otro su exclusivo principio de realidad.
En el hiato entre estas dos perspectivas ha situado O’Farrell el cuento, entre sentimental y terrorífico, que es Hamnet. Una reflexión narrativa sobre cómo la muerte trastoca nuestra interpretación de la vida. Un diccionario de las emociones comunes sobre la trascendencia de lo cotidiano. La novela, igual que las tragedias de Shakespeare, no descubre nada que los biógrafos no hubieran señalado: la extinción prematura de un niño de once años devastado por una epidemia de peste bubónica. Otra maldita calamidad del destino. Su mérito es otro: la atmósfera. Hamnet hace sentir al lector el terremoto interior que provoca la desaparición de los únicos seres que nos consideran –y para los que a su vez somos– insustituibles. Seres únicos. Criaturas mortales que no deberíamos serlo.
Shakespeare recita Hamlet a su familia. Anne Hathaway se siemta a la derecha de su silla; Hamnet está detrás, a la izquierda. Sus hijas Susanna y Judith aparecen a ambos lados de su figura
O’Farrell consuma su historia desde un abordaje lateral, periférico, de la historia oficial. Acierta con la técnica –descripciones impresionistas sobre una vida minúscula, ordinaria, sin un gramo de idealismo– y dosifica la materia narrativa en un flujo continuo que alterna tiempos, formula incógnitas, las resuelve cuando debe (nunca antes) y administra la emoción de manera que, sin que se pierda la seducción de la trama, el libro no esté cimentado sobre la peripecia, sino en la emoción natural. Su narrador es omnisciente, pero muy selectivo: en lugar de enfocar hacia Shakespeare –aquí es un profesor de retórica latina, hijo sin oficio ni beneficio del guantero de Stratford Upon Avon– abre el fondo de escenario a los secundarios –hijos, familia, pueblo– y articula la fábula desde la percepción de Anne Hathaway (Agnes, en la novela), una mujer mágica, rebelde, rabiosamente humana.
La inmersión en la intrahistoria de los Shakespeare, dotada con puntos de fuga entre mágicos y oníricos, pero que no dejan de ser realistas, porque las mentiras de los cuentos versan sobre la vida cierta, es una melodía sutil y envolvente. No necesita O’Farrell colgar su novela sobre la deslumbrante retórica shakespereana –es cosa sabida que Hamlet es una analogía artística de la historia de Hamnet– porque su perspectiva sitúa el relato en otro ámbito: la experiencia de dolor y pérdida de unos personajes que, dentro del canon del dramaturgo británico, eran meros figurantes y ahora se tornan héroes del desamparo.
Maggie O'Farrell
El ejercicio de O’Farrell trastoca el relato tradicional sobre Shakespeare y alumbra con la antorcha de la ficción los espacios de sombra, configurando un cuadro coral y diríamos que exacto, en su verdad literaria, de las circunstancias que condicionaron la vida del bardo. Nada que no sea ordinario: el interés y la hipocresía social, la utilización de los otros –memorable es el retrato de John Shakespeare–, la dolorosa sensación de extrañeza de Agnes (Hathaway), expulsada del paraíso de la naturaleza a una vida llena de dolor innecesario, la incomunicación entre aquellos que se aman, el sacrificio y las pruebas (inconsolables) que nos depara el destino antes de la incredulidad de lo único seguro: que todos moriremos.
Ver morir a los demás aquí no es un presagio o un mal sueño que, cuando menos lo esperemos, se transformará en realidad. Es el factor que altera la narración existencial de nuestra intimidad. La vida es un cuento que tiene un principio –el nacimiento– pero que se escribe desde el final. Entonces el relato (sobre nosotros mismos) cobra sentido, aunque sea como un nonsense. Hamnet es el cuaderno de bitácora de un viaje al Purgatorio: ese espacio donde uno, aunque no sepa cómo, tiene la oportunidad de no condenarse, incluso de salvarse, pero en el que debe soportar castigos gratuitos, crueles, inmerecidos.
Como dice Agnes, se trata de padecimientos carentes de nombre. Las mujeres sin marido son viudas. Los niños sin padres, huérfanos. ¿Cómo se llaman los padres que deben sobrevivir a la extinción de sus hijos? Nadie lo sabe. Su tragedia es una voz muda en el diccionario. Igual que el silencio prehistórico de la muerte cuando pasa. El carrusel sensorial de la vida siempre termina en la leyenda, esa suma de mentiras auténticas y verdades imperfectas. Todos, como los hijos de Shakespeare, somos gemelos: nuestra hermana es la muerte. Tendemos a olvidarlo, salvo en las pandemias. Borges escribió un verso deslumbrante que enuncia que la lluvia, sin duda, es algo que sucede en el pasado. La muerte, en cambio, acontece en un presente continuo. Éste es el tiempo (imposible) de la Eternidad.