José Antonio Montano, formas de leer
El columnista debuta con un libro confesional, a modo de memorias indirectas, donde reúne artículos dedicados al vicio de la lectura y homenajea a sus mitos literarios
29 octubre, 2021 00:00Leer, sin ningún género de dudas, es el acto más punk que existe. En un momentum catastrophicum en el que se habla de oídas, las referencias culturales son una forma más de atrezzo, en lugar de fuentes de conocimiento; decir la verdad molesta (especialmente a los mentirosos) y pensar por uno mismo –errores incluidos– se considera una inconveniencia, escribir un elogio de cuatrocientas páginas sobre la lectura, esa forma de vivir pensando, parece un ejercicio de impertinencia. Un soberbio gesto de rebeldía. Y, efectivamente, lo es. Porque escribir sobre un mundo que, según algunos, ha pasado a la historia –y sin embargo es nuestra historia, la de aquellos que seguimos leyendo en contra de los factores ambientales– tiene algo de vocación melancólica, sí, pero también es una manera de resistir, de no dimitir de nosotros mismos. De perdurar, en suma, hasta que el tiempo nos pase por encima.
No es pues extraordinario que la reivindicación de la lectura como escuela de educación sentimental, forja del carácter, reconstrucción de uno mismo (algo que, si se ha vivido de verdad, toca hacer con demasiada frecuencia) se enuncie en primera persona del singular. Leer (como escribir) es un acto estrictamente individual, aunque a posteriori se compartan los libros y también la huella que éstos han dejado en nosotros. Nada resume mejor una existencia única que una biblioteca o una lista de lecturas. Es como abrir el gabinete (secreto) de nuestra intimidad. El cofre contiene, igual que el Aleph de Borges, todo lo humano: hechos, desengaños, ensoñaciones, frustraciones, manías, desafueros. Obstinaciones.
José Antonio Montano (Málaga, 1966) / EL ESPAÑOL
Con este material de acarreo, que es el único tesoro que nos ofrece la vida, ha escrito un libro maravilloso José Antonio Montano (Málaga, 1966), elegante columnista de prensa –Jot Down Magazine, El Español, Revista de Libros, Zoomnews, Factual–, esforzado polemista en twitter, donde todos los días anuncia un suicidio social que rara vez consuma, porque es un hedonista sostenido, inconstante ser de lejanías –preferentemente brasileñas–, socialdemócrata agónico y eterno aprendiz al sol.
Inspiración para leer (Jot Down Books), que así se llama su primer hijo, reúne una selección (de autor) de sus columnas y crónicas dedicadas a la lectura y a sus héroes literarios, que es la manera más prestigiosa que tiene cualquier escritor genético –es su caso– de justificar la falta de disciplina necesaria para sacar de la imprenta con regularidad eso que antes –de los podcast– se llamaba una obra. Una de las maravillas del mundo analógico que, a pesar de los profetas del algoritmo, nunca dejará de existir porque, nos sonría o no la fortuna, es la única realidad infalible que existe.
Hombre leyendo un libro / CARL SPITZWEG
En apariencia, se trata del libro de un debutante. Un eterno adolescente que ha retrasado sus anhelos artísticos. Montano se ha pasado toda la vida –en el Madrid de los ochenta, como estudiante; en Málaga, donde lidera el selectísimo club de las catacumbas que ha logrado convertir la capital de la Costa del Sol en una Nueva Atenas– leyendo (por placer) y escribiendo guiones, artículos, cosas, “algo hay que hacer coño, algo hay que hacer”, como diría su deslumbrante (y después cuestionado) Francisco Umbral. Pero –lo confiesa con rubor en el (auto)prólogo– nunca había perpetrado un libro propiamente dicho. Hasta ahora.
Si fuéramos posmodernos –que no es nuestra condición– o incluso tiernos postulantes a la academia como esos monjes que escriben papers que no lee nadie, lo justificaríamos con la socorrida tesis de que un libro es simplemente un formato físico, que los artículos puntúan más en la ANECA; o acaso diríamos que el paradigma intelectual ha invalidado los grandes relatos. Pero como ni lo somos, ni Montano ha incurrido en esta galería de espejismos, nos ceñiremos a la bendita verdad poética: se puede ser escritor sin haber escrito un libro o, como es el caso, debutando cuando se decide hacerlo. Y el resto, como diría el clásico, es literatura. Basta con acordarse de Bartleby o leer el relato Escritor fracasado de Roberto Arlt.
Fernando Pessoa pintado por el pintor José Sobral de Almada Negreiros
El columnista malagueño, dotado de un sentido del humor colosal, convierte esta aparente falta –la ausencia de bibliografía– en su sintaxis y, con ella, muestra la condición de su alma: quien aún no ha hecho su obra, o recién comienza a hacerla, cuenta con la ventaja de que sigue buscando al genio de la escritura, lee de forma distinta a quienes ya descifran los libros de forma de mecánica y, en fin, hasta el postrero suspiro está a tiempo de remediar la tardanza. Porque, en realidad, no hay tal. Simplemente se trata de una gozosa espera.
El autor de Inspiración para leer es un escritor profundamente liviano, cristalino y delicioso. Por supuesto, habla esencialmente de sí mismo, igual que Montaigne miró el mundo a través de su subjetividad. Pero conviene recordar que no existen dos miradas idénticas –tampoco dos interpretaciones exactas de un texto– y que la lectura, igual que la escritura, no es tanto un acto solemne cuanto un perpetuo proceso de cambio. “Una transformación”, dice él. De ahí que este libro hecho con artículos, fragmentario, caprichoso (según el único mandamiento que rige la soberanía de los lectores), arbitrario incluso, transmita una poderosa sensación de unidad y coherencia. La devoción por ese momento mágico en el que se descubre a determinados autores, las razones para mantener viejas fidelidades (aunque todo lo demás, trabajos, oficios y mujeres, muden) y algo sobre lo que no se ha escrito lo suficiente: el impacto que causan los libros que no hemos leído, esa particular forma de fábula (sobre la que proyectamos nuestras fantasías) basada a su vez en ficciones (imaginarias).
Una pintura del escritor austriaco Thomas Bernhard en su casa de Salzburgo / MAYER BRUNO
Montano, que se presenta como un lector perezoso, inconstante (que no es lo mismo que inconsistente), de cortísimo aliento, fatigado o entusiasmado según sople el terral, nos narra su vida (admirable) a través de sus lecturas. Se confiesa, expone sus juicios y muestra sus inquisiciones. Del espectáculo, vero, è ben trovato, se sale con una sensación maravillosa de hermandad –“We few, we happy few, we band of brothers”–, desacuerdos, identificaciones, fascinación y una curiosidad tan intensa que nos induce a revisar lo que hemos leído –y cómo lo leímos–, a leer aquello que aún no hemos probado (como le ocurrió a él durante mucho tiempo con el Libro del desasosiego de Pessoa) o resucitar los libros que hemos olvidado.
No es un mérito menor. Diríamos que se trata más bien de un logro mayúsculo, conseguido gracias a la limpieza y fluidez de la escritura, cuya sencillez (aparente) oculta muchas tardes en terrazas del Sur puliendo la partitura, una frase de Bob Dylan (a quien el autor denostó hasta que le dieron el Nobel). El columnista aquí se disfraza de novelero. Cambia de juicio sin dificultad. Se contradice o se enmienda con titánico entusiasmo teatral. Pero en su elogio a la lectura no hay un gramo de impostura, sino el reconocimiento –léase sabiduría– de saber que una cosa es la imagen que un escritor o un libro proyectan culturalmente y otra, asaz distinta, el alma de quien encierra en sus escritos su literatura. Y este tesoro, descubierto un día lejano por un Montano adolescente (que cortésmente nos ahorra la chapa costumbrista sobre la niñez perdida), es la llama que sigue alimentando su tradición.
Fernando Savater / JAIMEFOTO
Su jerarquía literaria está presidida por Fernando Savater, Eugenio Trías, Nietzsche, Thomas Bernhard, Javier Marías, Pessoa, T.S. Eliot (por supuesto, en la versión de Sanz Irles, aviador acrobático y traductor culto y de culto), Cioran (“ese santo sin fin y con humor”) o García Calvo. Escritores con ideas, poetas (como el Machado de Juan de Mairena) con sustancia, prosistas contenidos y antirretóricos (Cernuda), ensayistas prodigiosos (Octavio Paz), clásicos contemporáneos (Trapiello), ilustres tramoyistas del misterio (Agatha Christie), metafísicos existenciales (Jünger), periodistas sin pomposidad (Camba) o capricci como Luis Antonio de Villena. El canon de los grandes darwinistas melancólicos que todavía se dirigen a sus iguales como Baudelaire: “¡Hypocrite lecteur, –mon semblable–, mon frère!”.