Sergio Ramírez, la voz perseguida
El escritor centroamericano, Premio Cervantes, es hostigado en Nicaragua por Daniel Ortega, ex compañero durante los años de la revolución sandinista
14 julio, 2021 00:10En su novela El Fiscal, Augusto Roa Bastos describe el exilio bajo la dictadura del mariscal Francisco Solano López y de su amante, Magdalena Elisa Lynch, que llegó a ser la “virtual emperatriz de Paraguay”. Con su mejor obra, Yo, el Supremo, el escritor paraguayo se instaló en la tradición de las llamadas novelas de dictador, imantadas por el Tirano Banderas de Valle-Inclán y seguidas por los grandes del boom, como Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Arturo Uslar Pietri, García Márquez, Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa. Desde luego, en esta lista merece estar el nicaragüense Sergio Ramírez por muchos de sus escritos, en clave de ficción o de ensayo.
Solano y Magdalena, los personajes de Roa, viven hoy simbólicamente en el istmo centroamericano. Son Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, presidente y vicepresidenta del país. Ellos mandaron capturar a Dora María Téllez, la mítica sandinista a la que Sergio Ramírez dedicó su libro Adiós muchachos, el resumen de la militancia del escritor en los años de la lucha contra Anastasio Somoza, Taxo el chigüín. También ha caído en manos de la policía política Hugo Torres, el guerrillero que liberó a Ortega de la cárcel de Somoza el 27 de diciembre de 1974. El último golpe de mano del poder ha limpiado a la oposición: Cristiana Chamorro, Arturo Cruz, Félix Maradiaga, Juan Sebastián Chamorro y Miguel Mora, Medardo Mairena o el líder estudiantil Lester Alemán, entre otros. Todos están entre rejas.
Nadie los ha vuelto a ver. Permanecen en celdas de aislamiento como Dora María; no pueden hablar con sus abogados, no pueden recibir a sus familiares. Nadie puede callar. Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2017, no puede ni quiere. Antes de salir de su país, al que no ha regresado, fue llamado por la Fiscalía. Trataron de humillarle; no le tocaron, pero dejaron muy claro el aviso. El poder injusto siempre tiene a mano a un Svidrigáilov, el policía de Crimen y castigo, la novela de Dostoyevski, que trata de infundir miedo a los inocentes con el objetivo de acercarles al delito, no a la verdad.
En el Gran Sur, el río Paraná crece selva adentro “como la maldición de las tiranías”, pensaba Maqrol, el gaviero, el personaje de Álvaro Mutis; y ahora, al gran meandro del estuario de la Plata le ha salido un hermano, el Rama, el río que atraviesa Nicaragua desde el lago de Managua hasta el Atlántico, tierra de misquitos, los auténticos desheredados. Es el Rama de los huracanes y las inundaciones, el que se precipita a menudo sobre las comunidades de sus orillas; el que discurre arbitrariamente, como las tiranías.
Su descorche marino se desparrama por el Caribe, melting pot de todas las literaturas americanas; una tierra cuya dimensión cultural es la gran matriz americana. Para Ramírez, los ríos cobran una vida transnacional cuando desembocan. El escritor cree en el Caribe del Pacífico, el de Guayaquil (Ecuador), de riqueza tonal todavía no descubierta, y otro Caribe, naturalmente el del Atlántico, como ocurre en las corrientes incesantes de Salvador de Bahía, algo que va más allá de la geografía. Ramírez ha llegado a verlo así: “Me aventuro a decir que la misma Yoknapatawpha de Faulkner es caribeña y que el Missisippi es un río del Caribe”. Por no entrar en la Aracataca de García Márquez, una exageración legitimada que confirma la caribeneidad de toda Hispanoamérica.
Hace pocos días, Ramírez recibía todavía a sus amigos en su cálida casa del Reparto de Los Robles, en Managua; Sergio es el niño de Masatepe; el hombre con refugio en Masachapa, frente al mar, cerca de la ciudad de León, donde el escritor y su esposa, Tulita, acogían Julio Cortazar, amigo de la Nicaragua descalza, el inventor de cronopios y famas, el vanguardista que homenajeó al país centroamericano con aquel libelo poético titulado Nicaragua, violentamente dulce.
Aquel fue un giro anticastrista del maestro argentino; una manera de decirle a La Habana que “hay otra forma de cambiar el mundo sin convertir el país en un campo de concentración”. Pero Cuba encaraba ya el último tramo del cesarismo despótico de dos hermanos (Fidel y Raúl), que se mantiene en la isla. Los Castro han marcado a la postre el camino de Ortega, Murillo y los hijos del matrimonio; el éxtasis populista del titán con piel de cordero, del asesino que mata dulcemente a los que llama traidores, camino de imitar a Stroessner o a Leónidas Trujillo.
El Ramírez de hoy, un escritor absolutamente completo, entronca por la dificultad del momento con textos de juventud en el marco de las luchas políticas. El compromiso ético de sus tiernos comienzos puede verse en Nuevos Cuentos (1969) y Charles Atlas también muere (1976), dos libros en los que revisa la postura en torno al arte y al intelectual, como autofiguraciones del autor. El Sergio narrador entraría en juego mientras militaba en el Frente Sandinista. Así llegó ¿Te dio miedo la sangre? –publicado ahora de nuevo por Biblioteca Cervantes–, escrito en Berlín en los primeros años setenta
Fue el libro que oficializó al escritor en el mundo de habla hispana; una historia que mezcla a un vendedor de piñatas, perseguido por sedicioso con la cabeza de Rubén Darío guardada en formol, con beisboleros, boxeadores, tahúres, prostitutas o curanderos. Y, por supuesto, con aquel sombrío Taxo, el hombre que vertebró desde la sombra a un país sumido en el hambre y la violencia. El lector tuvo que profundizar para descubrir en Ramírez a un escritor volcado sobre su sociedad y verificar la secuencia institucional de sus relatos, que sin embargo cobran vida lejos de la política.
En los años noventa se fueron desgranando otras entregas, empezando por Oficios compartidos (Siglo XXI, 1994), comunión entre la autobiografía y la historia vivida, seguida por Un baile de máscaras (Alfaguara, 1995), sobre el nacimiento de un niño en Masatepe, su ciudad, mientras se celebra una fiesta tradicional. Tres años después, en 1998, Ramírez obtuvo el Premio Alfaguara con Margarita está linda la mar, una novela con dos historias que se cruzan: el regreso de Rubén Darío a Nicaragua en 1907 y la muerte de Anastasio Somoza García, el padre de Taxo, en 1956. También en esa época llegó la citada Adios muchachos, resumen de los hechos tras la derrota sandinista en las elecciones de 1990, cuando se difuminaron las esperanzas de cambio. Casi de inmediato, Sombras nada más (Alfaguara), un alarde de historicismo ficcional con la vida de Alirio Martinica, un ex somocista sometido a un juicio popular, cuyo tribunal es un pueblo reunido en asamblea al aire libre. Cuando Alirio expone las razones por las que debe perdonársele, aparecen los abusos e injusticias que quedan en el olvido durante un cambio armado, cuyos auténticos actos heroicos se pierden en la memoria colectiva.
En los años noventa se fueron desgranando otras entregas, empezando por
Después de su inmersión en la fábula a través de El reino animal (Alfaguara, 2006), Ramírez se sumergió en un mundo metropolitano, concernido por el crimen y la droga. Fue en El cielo llora por mí (Alfaguara 2008), donde dos ex guerrilleros, el inspector Morales y el subinspector Dixon, investigan en Managua a los cárteles de Cali y Sinaloa, en plena expansión de la cocaína en la sociedad centroamericana. Flores oscuras (Alfaguara) fue un puente del alma humana tendido entre Nicaragua y Costa Rica, su segundo país y La fugitiva (Alfaguara), la lucha de Alma Solano, una mujer que se enfrenta a las convenciones conservadoras de un país que ha mudado su epidermis, pero que debajo de las apariencias mantiene la conciencia pía de un conservadurismo anclado. Es Ramírez en estado puro; el escritor de la denuncia y la verdad, el que ahora levanta la voz contra un Ortega que ha recuperado lo peor del pasado, los complejos de la América india y colonizada, como herramienta para disciplinar a un pueblo.
Daniel Ortega y Rosario Murillo no han respondido por la represión que provocaron durante la llamada primavera nicaragüense de 2018 contra estudiantes y manifestantes. El detonante que desató la acción policial, con el resultado de 300 muertos en las calles, fue la reforma a la baja del sistema de pensiones, debido al agotamiento de los recursos del Gobierno tras el desplome del precio del petróleo que arruinó las arcas de su gran proveedor: Venezuela. La caída económica de Venezuela significó para Nicaragua la parálisis del aparato productivo energético y agroalimentario.
Para entonces Ortega ya se había agigantado: accedió al ALBA, el mercado bolivariano, exportó a precios favorables carne, azúcar y granos básicos; disciplinó a los sectores más empobrecidos del país, pactó con las élites empresariales, facilitó la difusión de evangelios heréticos en miles de sectas diseminadas por el país y apoyó un aluvión de ideas conservadoras. Contó con el aval de los pobres a base de programas sociales con la ayuda de Caracas –digámoslo todo– hasta que la fuente de recursos se agotó y la austeridad provocó una luctuosa primavera. Ortega ha ganado tres veces consecutivas las elecciones a la presidencia de la república, saltándose la Constitución,, que prohíbe más de dos mandatos seguidos. Durante la crisis del Covid, ha aprobado en la Asamblea Nacional una nueva legislación represiva que ahora –a pocos meses de las elecciones del 7 de noviembre– está aplicando a los disidentes.
Mucho antes de los difíciles momentos actuales, Sergio Ramírez entró en la narrativa policial, fuente de la mejor crítica social y política como ha demostrado el cubano Leonardo Padura, como autor de serie negra alejado de lo genérico. La primera inmersión de Sergio fue Castigo divino, una historia emplazada en los años treinta en la ciudad de León, donde las extrañas muertes de varias mujeres señalan al joven Oliverio Castañeda. En medio de una intriga de venganzas políticas e intereses económicos imposibles de descifrar se levanta la figura del inexperto juez Mariano Fiallos. Aparece la figura de un dictador guatemalteco y la larga mano criminal de los poderes corruptos, así como el temor de los sátrapas a que sus cadáveres sean ultrajados después de muertos y sometidos a las exhibiciones que sufrió Santos Banderas, aquel tirano de Valle Inclán.
Los escenarios de Ramírez se entrecruzan; saltan en el tiempo y sobrepasan los límites de una geografía, la de su país, que el escritor parece haberse impuesto el deber moral de no desbordar. Pero ninguna gran pluma puede circunscribirse a una frontera física. La capacidad de contar ficciones, metáforas de lo real, es ubicua y viaja a través del tiempo. Lo vimos en 2004, con la aparición de Mil y una muertes (Alfaguara). El ojo de la cámara del fotógrafo Castellón, un personaje casi hipnótico, conduce al lector a través de una historia en la que se cruzan figuras tan dispares como George Sand, Napoleón III, Flaubert, el archiduque Luis Salvador de Mallorca y el Rubén Darío de Azul. En esta novela, el escritor centroamericano construye un apasionante viaje desde la utopía hasta el horror. Es el mejor Ramírez: brocha gorda en los estampidos del pasado y finísimo pincel en el trazo de los personajes.