'José y sus hermanos'

'José y sus hermanos' JULIUS SCHNORR VON CAROLSFELD

Letras

La catedral invisible: 'José y sus hermanos' de Thomas Mann (y V)

La fábula, al igual que la condición humana, levanta mediante la imaginación el escenario propicio para que la emoción pueda resonar y liberarse, creando así una caja de resonancia que permite al individuo percibir y reparar en una experiencia que, de otra manera, no podría vivir con esa profundidad

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“Que los hermanos me desgarraran y me arrojaran a la fosa y que ahora vayan a comparecer ante mí, eso es la vida”. En José el proveedor, Thomas Mann reunió, como en estado de gracia, todos los motivos desplegados en su novela con una felicidad propia de una imaginación de otro tiempo, a salvo de todos los agotamientos, rupturas y negaciones que conformaban la modernidad en la que había nacido. José en Egipto se cerraba, según veíamos, con la segunda caída en el pozo del protagonista, acusado falsamente de estupro por la despechada mujer de Petepré. Pero, como siempre, José se crece en la adversidad y aprovecha su encierro para seguir transformándose, sobrevivir y desafiar a la muerte, manteniendo con vida la bendición de su padre Jacob. En prisión, José utiliza su facultad hermética –la capacidad de interpretar las señales de los dioses– para descifrar los sueños del copero y del panadero del faraón.

Años más tarde, cuando el faraón tiene sueños que nadie puede entender, el copero se acuerda de José, que consigue interpretarlos en términos de una sucesión de siete años de carestía y siete de abundancia. La adivinación impresiona al faraón, que lo nombra entonces gobernador, en lo alto de la ley, por tanto. Y es justamente la carestía de grano lo que lleva a los hermanos de José a viajar a Egipto, donde son recibidos por el gobernador –ya casado y padre de dos hijos, Efraím y Manasés– que, en lugar de darse a conocer de inmediato, decide aplazar el reconocimiento, demorarlo todo lo posible y obligar a los hijos de su padre a sufrir una serie de pruebas antes de la reconciliación.

Se trata de un mecanismo narrativo y dramático que Sánchez Ferlosio denominó el procedimiento fabulador. En 'El caso José', un apéndice de Las semanas del jardín (1974), su ensayo sobre narratología, Ferlosio analizó el episodio bíblico a la luz de esa extraña dilación de los acontecimientos. Por qué, se preguntaba el escritor, José aplaza una y otra vez su desenmascaramiento, aun a costa de no poder aguantarse el llanto hasta en tres ocasiones. Cuál es la razón o la motivación que lleva al bendito a organizar toda esa tramoya cuando en realidad podría haber resuelto el problema en un santiamén, diciendo de inmediato “soy yo, José, el hijo de Jacob, que vosotros vendisteis a los ismaelitas y que mi padre cree que murió devorado por una bestia”.

Rafael Sánchez Ferlosio

Rafael Sánchez Ferlosio EFE

En una de sus características, brillantes e hipotácticas especulaciones, aquí plenamente convincente, Ferlosio acierta a describir uno de los fundamentos de la fábula –y por ende de la misma condición humana– que consiste en levantar mediante la imaginación el escenario propicio para que la emoción pueda resonar y liberarse, convirtiendo el aplazamiento, el disimulo, el disfraz y la morosidad en una caja de resonancia gracias a la cual el sujeto toma plena posesión de algo que, en bruto y de forma anárquica, no podría haberse vivido con la misma profundidad; o que ni siquiera podría haberse experimentado propiamente. Antes de sacar sus últimas conclusiones al respecto, Ferlosio hace un conmovedor y luminoso excurso acerca de la esencia de las ceremonias, basadas a su juicio en la necesidad de proyección:

“Solo la imagen proyectiva, reflexiva, puede incoar y propiciar el llanto, y éste jamás se conmesura, por lo tanto, en modo alguno, a la virulencia del dolor en sí, sino a la expresividad y a la elocuencia –a la fuerza retórica, incluso, si se quiere– de la representación: no llora más el que se afecta más, el que más 'muere' en el dolor o el que más 'nace' o 'renace' en la alegría, sino el que más plásticamente acierta a imaginar, el que más diáfanamente consigue percibir”.

Ferlosio advierte también que José es a la vez agente y paciente de su ficción, pues “no por saber o, si se quiere, por creer saber” logra el autor de la fábula verse “más fuera de ella que su padre y sus hermanos, menos prendido en las estrechas espiras de una trama a la que ni él mismo sabe por qué se ve impelido de modo irresistible”. Para conocer y conocerse, podríamos añadir, a José no le queda más remedio que hacerse protagonista con sus hermanos de un cuento que al final los reunirá a todos en algo que ya no dependerá de la voluntad de nadie.

Portada del 'First Folio' con el retrato de William Shakespeare grabado por Martin Droeshout.

Portada del 'First Folio' con el retrato de William Shakespeare grabado por Martin Droeshout.

(Ese procedimiento, por cierto, es el mismo que se observa en muchas grandes obras literarias, por ejemplo en todo Shakespeare, cuya evolución podría describirse como un progresivo perfeccionamiento de ese mecanismo fabulador que en su teatro va creando una serie infinita de matrioshkas dramáticas gracias a las cuales el estatuto existencial de los personajes, al principio de la trama, sufre una sacudida que redunda en una revolución de su estatuto ontológico y a la postre en una nueva experiencia de ser humano. El juguete, de hecho, del doble con el que empezó a entrenarse en las comedias –herencia seguramente de Plauto– y que se le fue complicando hasta que el travestismo implicó, por ejemplo en Como gustéis, una impugnación de la retórica y los usos amorosos heredados, no es sino un primer indicio de lo que luego será una constante y sintomática utilización del recurso fabulador como metáfora misma de la función del teatro.

A la altura de Hamlet, cuando Shakespeare ya se ha fogueado con las altas comedias y el ciclo de la Enriada –con ese teatrillo dentro de la obra que es la taberna de Sir John Falstaff y en el que Hal se prueba a sí mismo como disidente imposible de su propio destino–, la máscara fabuladora ya ha adquirido tanta maestría que se confunde con el rostro del protagonista. El príncipe Hamlet es un actor nato que no sabe hacer nada más que actuar –y por eso es prácticamente irrepresentable–, de ahí que se vea en la obligación de montar una obra dentro de su tragedia y dilatar con ella al máximo su decisión de vengar al fantasma del padre, cuya honestidad debe probar en la tierra al mismo tiempo que da forma a sus propios sentimientos de hijo inútil para la acción y el gobierno, impugnando una y otro en sus monólogos que se pronuncian una y otra vez contra el argumento.

De la misma manera, en El rey Lear, Edgar mantiene irracionalmente la ficción de su identidad de mendigo enajenado –el Pobre Tom con que ha acompañado al rey en la tormenta del páramo– frente a su padre ciego Gloster, porque eso le permite, justamente, crear la distancia necesaria, el escenario propicio, para volver a decir “yo soy Edgar, tu hijo legítimo”, afirmación, por cierto, que Shakespeare aparta de la vista del espectador y que tiene lugar off stage porque en puridad no puede verse y además causa la muerte por infarto del padre, que sucumbe así a la emoción del reconocimiento. ¿Y qué otra cosa es La tempestad sino un único procedimiento fabulador con el que Próspero, a la vez que venga la traición de su hermano, logra reconciliar a todos los personajes, librar a su hija Miranda a la incógnita del amor, renunciar a la magia y encarnar, en fin, la cifra de todo el canon shakesperiano?)

'El Rey Lear'

'El Rey Lear' PENGUIN CLASSICS

Ferlosio concluye que “el obstáculo que la fabulación tan denodada y trabajosamente pugnaba por vencer, la insoslayable distancia que había que cubrir, está representada del modo más preciso en la distancia que media entre decir “vuestro padre” y volver a poder decir verdaderamente “mi padre” a boca llena y con todo el corazón al fin desembargado, iluminado y rescatado de su oscuridad”. El procedimiento imaginativo por el que el protagonista prepara, en términos clásicos, su anagnórisis, se revela así como una forma de posesión plena del propio ser, una experiencia de autenticidad que no hubiera sido posible sin el concurso de la ficción:

“La larga fabulación del reconocimiento de José con sus hermanos es justamente el mediador reflexivo y expresivo, la caja de resonancia, que el secreto resorte anímico de la proyección sensible hubo de urdir y desplegar ante los sentidos y ante el corazón para que el acontecimiento pudiera llegar a cumplirse enteramente en la conciencia: ahora el llanto rompe y se levanta inmenso y desbordante como la felicidad que pregona y que celebra, en un clamor que resuena, llenándolo con su anuncio, por todo el palacio del faraón”.

Ferlosio no cita –ni en este apéndice ni en toda su obra ensayística– a Thomas Mann, por lo que cabe presumir que ni siquiera leyó José y sus hermanos. Pero su glosa del episodio bíblico nos permite ahora proyectarla sobre la novela, cuya última parte se ilumina gracias a ello como si fuera una reelaboración minuciosa del procedimiento fabulador. José el proveedor es en el original Joseph der Ernährer, un epíteto que en alemán no solo remite a la condición de proveedor de grano del protagonista, del que alimenta, sino también a su función de guía, de pastor y, en última instancia, de sostén de la familia.

Ya hemos visto, a lo largo de esta serie de artículos, cómo Mann, de algún modo, se anticipa a la concepción estructural del mito que luego Claude Levi-Strauss pondría en circulación. Aquella figura de la esfera como constitución de la esencia humana, gracias a cuya rotación entre lo celeste y lo terrenal el hijo podía matar al padre pero al mismo tiempo convertirse en víctima de su progenitor, ponía en jaque buena parte de las conclusiones con las que la modernidad se las había compuesto para sobrevivir. Antes de empezar a escribir José y sus hermanos, Mann hizo una lectura en profundidad de Freud que dio lugar a una conferencia de 1929 titulada 'La postura de Freud en la historia del pensamiento'.

Fotografía de Sigmund Freud

Fotografía de Sigmund Freud MAX HALBERSTADT

Recordemos que Freud veía los orígenes de la civilización como una constante repetición de asesinatos primordiales, como el que a su juicio había llevado a cabo en tiempos primitivos la horda de hijos contra el padre por rivalidad con la madre. En Totem y tabú, siguiendo a algunos mitólogos como James Frazer o Robertson Smith, Freud representaba al padre como el castrador de los jóvenes que se queda con la mujer y al que finalmente los hijos matan para comérselo. Desde entonces, la historia no sería sino la repetición disimulada de ese ritual originario. Esa línea, digamos antipatriarcal que de algún modo une al pensamiento moderno europeo, de Schopenhauer a Kierkeggard, Nietzsche y Freud, es la que Thomas Mann se atreve a poner en cuestión con una representación del mito que no es concluyente sino ambivalente.

Mediante esa actualización de estirpe estructural del mito, Mann revierte por completo la herencia freudiana, biológica, de la relación entre padre e hijo, desafiando el mito del parricidio y restituyendo la figura del padre, cuya negatividad se anula para establecer con ella un vínculo espiritual –distinto al cordón umbilical materno– que contribuye a resolver y sanar la guerra fratricida y, en última instancia, a deslegitimar la venganza. Jacob es en esta novela un padre benéfico que, de hecho, conforma la identidad del hijo. Y a su vez el padre reencontrado no es sino una metáfora de ese “Dios necesitado” (ein bedürftiger Gott) que Mann invocó en su novela escrita en tiempos de oscuridad. “Purifica a la divinidad y purificarás a los hombres”, como se dice en algún momento de la obra.

En su regresión al mito, que como vio su amigo el helenista húngaro Károly Kerényi, hace el viaje inverso de la novela griega, que partiendo de la mitología desembocó en la novela burguesa, Mann estaba en el fondo construyendo un vasto, lento y minucioso gran procedimiento fabulador mediante el que nosotros, los lectores modernos, pudiéramos reconocernos como hijos de una civilización del Libro, con todas las implicaciones teológicas, filosóficas y éticas que eso conllevaba, sobre todo teniendo en cuenta la serie de acabamientos que la modernidad había ido dictando en todos esos órdenes. Por ello Mann termina poniendo en boca de José las más hermosas palabras de perdón y reconciliación:

“¡Pero hermanos, viejos hermanos míos! –exclamó él inclinándose ante ellos con los brazos extendidos–, ¿qué andáis recitando por ahí de memoria? ¡Parece que tuvierais miedo! ¿Así es como habláis y buscáis que os perdone? ¿Soy acaso yo como Dios? Abajo estoy, es decir, soy como Faraón, y a él lo llaman ciertamente 'Dios', pero no es más que una pobre y adorable criatura. Si me venís pidiendo perdón, entonces parece que no habéis entendido toda esta historia en la que estamos metidos. No os lo reprendo. Uno puede muy bien estar dentro de una historia sin entenderla. Quizá tengan que ser así las cosas, y era condenable que yo siempre supiera demasiado bien qué escena se estaba representando en cada momento. ¿No oísteis de boca del padre cuando me dio la bendición que todo lo que había sucedido conmigo no había sido nada más que una función teatral y un eco? Y cuando se despidió de vosotros, ¿tuvo acaso un solo pensamiento dedicado a las desgracias que sucedieron entre vosotros y yo? No. Calló al respecto, pues él también estaba en la obra de teatro, en la obra de teatro de Dios”.

José y sus hermanos se confirma así como la obra de teatro de Dios y a su vez Joseph der Erzähler se descubre como Thomas Mann der Zauberer, el mago, el soñador, el gran embaucador si se quiere, el fabulador capaz de levantar en su novela la catedral invisible en la que resuena, hoy como ayer, esta apuntación seminal de su Viaje con Don Quijote: “Podéis decirme lo que queráis: el cristianismo, esa flor del judaísmo, sigue siendo uno de los dos pilares fundamentales sobre los que descansa la ética occidental, siendo el otro la Antigüedad clásica”.