Monumento en recuerdo a Yiyo al lado de la plaza de toros de Las Ventas, en Madrid / Carlos Delgado; CC-BY-SA

Monumento en recuerdo a Yiyo al lado de la plaza de toros de Las Ventas, en Madrid / Carlos Delgado; CC-BY-SA

Letras

Sobrado de valor

El Yiyo le metió al sexto toro la estocada entera, mortal, y le dio la espalda despreocupadamente, pero este aún alcanzó a derribarle con una cornada, y una vez en el suelo, volvió a empitonarle

4 julio, 2021 00:00

Casualmente estuvimos allí (en el tendido 7), la tarde calurosa, y vimos al Yiyo sacrificado. ¿Quién se olvida de algo así? 30 de agosto en Colmenar Viejo, cerca de Madrid. Nos invitaron los amigos, fuimos porque nos dijeron que en sustitución de Curro Romero toreaba un joven carismático, sobrado de valor, elegante y prometido para la gloria, y así fue como por casualidad asistimos a la tragedia, tan conocida. El Yiyo le metió al sexto toro la estocada entera, claramente mortal, y le dio la espalda despreocupadamente, pero este aún alcanzó a derribarle con una cornada en la pierna, y una vez en el suelo volvió a empitonarle.  

La foto del joven torero elevado graciosamente, espantosamente en el aire, clavado en un cuerno que le traspasa el corazón, en el esfuerzo último de Burlero (que a su vez estaba herido de muerte y segundos después se desplomó, sin necesidad de puntilla), es hipnótica y preside mi escritorio, como otros tienen en la pared un crucifijo y les parece que oyen los suspiros del ajusticiado.

José Cubero, El Yiyo, había tomado la alternativa cuatro años antes, y ahora se celebra el 40 aniversario, realzado con la publicación de Por siempre Yiyo, del veterano cronista taurino Alfonso Santiago (ed. Círculo Rojo), libro lleno de datos, en fin, los que puede arrojar una vida tan corta.

Como en 1985 no conocíamos a casi nadie en Madrid, no sabíamos que en los tendidos estaba el padre del torero (el hermano, hoy ya jubilado, al que podemos escuchar en la red recordando aquella tarde infausta, formaba parte de la cuadrilla), y un poco más allá también Manuel Arroyo Stephens, escritor al que admiro y de cuya existencia entonces ni siquiera tenía idea; y estaba también entre el público el torero José Ortega Cano (que mucho después sería conocido por asuntos de crónica rosa y crónica judicial), que era aquel señor que saltó a la arena y se metió por el callejón detrás de los toreros que se llevaban al Yiyo, héroe convertido ya en una especie de muñecote desmadejado, en volandas hacia la enfermería, aunque él ya sabía que todo esfuerzo era vano, pues alcanzó a decirle a un peón de su cuadrilla: “Pali, este toro me ha matado”.

Menos de un año antes, en septiembre de 1984, en Pozo Blanco (Córdoba), en la corrida en que murió Paquirri, le tocó matar a Avispado, el toro que le costó a éste la vida. Desde entonces se le quedó una sombra en la mirada, como puede verse en todas sus fotos, y tal como lo cuenta un anónimo, pero excelente, redactor de Los sabios del toreo: “La pesadumbre nunca más desapareció de su vida, como si el haberse anunciado en el cartel maldito lo hubiera condenado a la tristeza. Se le notaba la lejanía en el rostro. Si uno los observa detenidamente podrá advertirlo: los espadas siempre tienen en el fondo de la sonrisa un dejo hondo de melancolía, pero a José Cubero Yiyo se le acentuaba más”.

El redactor de Los sabios del toreo se permite la licencia de imaginar al diestro afeitándose antes de la corrida, y luego pasa a describir, con precisión exacta, la faena: “Su imagen se refleja en el espejo húmedo. Levanta la barbilla y pasa el rastrillo. Los toreros se afeitan a conciencia, porque conocen que la barba crece más aprisa cuando se pasa mucho miedo. […] Tras la puerta del cuarto de baño se oye la voz del apoderado, que conversa con el mozo de espadas. Son las frases de rutina. Alcanza a escuchar que en el sorteo le ha correspondido un toro jirón [o sea, oscuro con alguna mancha blanca irregular] que puede que se deje. […] Luego imagínense el cuadro. Los clarines de la plaza de Colmenar llaman a toriles y sale el sexto. Es el toro jirón. Yiyo calienta al cotarro con unos doblones rodilla en tierra de muy buena traza. Acto seguido, torea por naturales desmayados que el animal toma sin protestar. Es obediente al toque y embiste con claridad. Las tandas se suceden creciendo en armonía y ritmo. Ha bordado la faena agotando hasta el último pase y llega la hora de cuadrar al toro. Todo está saliendo a pedir de boca. Lía la muleta y monta la espada. Recreándose en la suerte se va tras ella marcando por nota los tiempos. El estoque entra hasta los gavilanes. Todo está perfectamente consumado y la corrida ha llegado al epílogo. Yiyo sale airoso del embroque. Pero de pronto, la vida que gusta de divertirse con los hombres, cambia el juego y la partida da una vuelta. El toro hace por su matador que no logra librar el derrote, lo toca en la pierna sacándolo de balance. José Cubero cae y rueda para alejarse del peligro. Sin embargo, con ello no hace más que llamar la atención del astado que acomete de nueva cuenta. El diestro está tendido en el suelo, la fiera le tira un derrote certero que entra por el costado y lo levanta para dejarlo en pie, escapa a toda prisa desplomándose junto a las tablas. Son sólo segundos, pero cuando las asistencias llegan a por él, estupefactas se dan cuenta de que casi ha muerto. Burlero le ha partido el corazón. Mientras lo trasladan en vilo rumbo a la enfermería nadie puede creerlo, sólo él que con el último aliento entiende claramente la razón de su tristeza larga. Lleva un gesto cadavérico, los ojos abiertos y apagados, y la barba crecida que le azulea el cenizo tono de la muerte”.

Arroyo da en La muerte del espontáneo, libro del que hablamos aquí hace unos meses, un relato parecido, aunque recreándose en el momento de la muerte y en la silenciosa angustia y negros presagios del público:

         “… en ese instante último en que permaneció de pie, se quiso volver, como pidiendo ayuda, y no pudo más que hacer apenas el gesto de alcanzar la barrera, que tan cerca tenía, y cayó sobre la arena al borde mismo del callejón, con esa languidez definitiva con que caen los cuerpos a los que se les va la vida. No había en el rostro del torero una mueca de dolor, ni de sorpresa; tan solo una casi dulce, resignada entereza. Como si ya hubiese comprendido que ya era suya, para siempre suya, esa gloria terrible y hermosa de morir en la plaza […] quizá para decirnos una vez más, y una vez más con sangre, como si solo con sangre pudieran decirse ciertas cosas, hasta dónde llega ese parentesco extraño de la belleza y la muerte”.

El Yiyo era muy joven, muy artista, y estaba sobrado de valor.