Borges, narrativa sagrada
El escritor argentino, que publicó ‘El informe de Brodie’ hace ahora medio siglo, reunió en sus cuentos un catálogo de perplejidades que auguran nuestro presente
10 abril, 2021 00:10Hace tiempo recordábamos aquí, aunque no hacía falta, pues siempre está presente en los más exigentes lectores de poesía, que Jorge Luis Borges fue autor de una rica obra poética, potenciada durante los últimos años de su vida, cuando ya dejó de ver y hubo de confiar la creación literaria a cauces fácilmente recordables –y memorables en su caso, además–. Ahora, cuando se cumplen los cincuenta años de la publicación de El informe de Brodie, parece oportuno completar aquel acercamiento poniendo la atención en su cuentística. ¿Cuáles son sus ejes? ¿Qué temas se repiten una y otra vez? ¿Cuáles fueron las recurrentes obsesiones del argentino y en qué terreno su obra sigue siendo insuperada, a pesar de la legión de imitadores? Porque Borges es de los que dejan huella (recuérdese que borgeano o borgiano son de los escasísimos adjetivos que el diccionario reconoce a partir de la impronta de un autor determinado).
Su primer volumen de cuentos es Historia Universal de la Infamia (1935), que ya contiene el conjunto de sus intereses. Abundan las pinceladas metafísicas: del destino escribe: “Tal es el nombre que aplicamos a la infinita operación incesante de millares de causas entreveradas”. Le interesan los malevos de toda geografía. Eso hace que aparte de historias de compadritos recree la de Billy, the Kid. Fino falsificador de bibliografías, él, que tantos libros leyó, también tuvo mano para la impostación de un lenguaje, como en “Hombre de la esquina rosada”, cuento narrado en primera persona con el coloquialismo de las clases bajas. En el momento en que el libro apareció, Borges ya era sobradamente conocido en el medio argentino, pero fundamentalmente como poeta, traductor y crítico, tareas de las que da buena fe el primero de los tomos que componen sus Textos recobrados, que cubre estos años.
Retrato de Jorge Luis Borges (1965) / ADOLF HOFFMEISTER
La confirmación absoluta llegaría con el siguiente libro. Ficciones (1944) se compone de dos colecciones integradas bajo ese epígrafe: El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y Artificios (1944). En la primera se encuentra una de sus piezas más conocidas y absoluta obra maestra, “Pierre Menard, autor del Quijote”. Nadie que haya leído la transposición de un párrafo con las mismas palabras en el mismo orden podrá olvidar la diferencia entre Cervantes y este apócrifo Menard. ¡Pero si escriben lo mismo! No, no escriben lo mismo, observa Borges, y se pone a explicarlo.
No es el único cuento imprescindible, sin embargo. En la segunda parte se hallan, por ejemplo, “Funes el memorioso” o “Tema del traidor y el héroe”. Y qué decir de “La Biblioteca de Babel”, siempre de actualidad. Hace tiempo leíamos que una mutación de una sola letra de las 30.000 del genoma del Covid-19 había hecho que este se torne más infeccioso. Es, en concreto, la posición 23.403, donde una A (de adenina) ha pasado a una G (de guanina). Borges escribe: “No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido”. En los años cuarenta Borges escribe muchos cuentos. Si el libro anterior encerraba 16, El Aleph (1949) incluye 17 (la suma de ambos números roza la mitad de su producción en el género). Recupera temas y hasta una frase de los ya escritos. Como un Pierre Menard él mismo, el narrador de “La Biblioteca de Babel” anhela: “Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno”. “Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno”, leemos ahora en “Deutsches Requiem”, monumento al fatalismo germánico.
No es el único cuento imprescindible, sin embargo. En la segunda parte se hallan, por ejemplo, “Funes el memorioso” o “Tema del traidor y el héroe”. Y qué decir de “La Biblioteca de Babel”, siempre de actualidad. Hace tiempo leíamos que
En otro cuento uno de los protagonistas, “versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos”. A Borges le interesan más los valores estéticos de cualquier obra que su interpretación, y lo que le fascina aparece una y otra vez en el catálogo de perplejidades que encuaderna su obra. En “Utopía de un hombre que está cansado”, el narrador anota bastantes años después: “Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento”
Sigue El informe de Brodie (1970), en cuyo prólogo confiesa: “Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo del tiempo; soy decididamente monótono”. Aquí, los cuentos carecen del brillo de los mejores de otras colecciones, salvo cuando se convierten en un fulgor que ciega y quema: “El Evangelio según Marcos”. Pocos cuentos hay tan turbadores. Por lo que hace al cuento que da título a la colección, parte de Swift y de los pueblos prodigiosos que este recoge en los Viajes de Gulliver, libro y autor de los que siempre se mostró devoto. Ningún autor en lengua española ha mostrado tal predilección por los clásicos ingleses, que en él se manifiesta hasta en el hecho de estudiar la tosca y refinada lengua anglosajona.
El arte del homenaje se hace presente en El libro de arena (1975), donde hay sendos guiños a Stevenson (¿por qué no también a Poe?), con el tema del doble (con el propio Borges como protagonista), y a Lovecraft, en un relato con caserón gótico que inevitablemente prefigura los bonaerenses, pero fantasmales inmuebles ominosos de Nuestra parte de noche, la novela de Mariana Enriquez.
La memoria de Shakespeare (1983) es ya un breve epílogo. Aquí, “Agosto 25, 1983” retoma el tema del doble (de nuevo él mismo) pero con una melancólica mirada a la juventud. ¿Se acaba aquí el número de sus cuentos? Sí y no, porque su obra se compone de vasos comunicantes. En un artículo publicado en Vuelta en 1986, tras la muerte del argentino, Octavio Paz escribió: “Cultivó tres géneros: el ensayo, la poesía y el cuento. La división es arbitraria: sus ensayos se leen como cuentos, sus cuentos son poemas y sus poemas nos hacen pensar como si fuesen ensayos”.
Si setenta piezas en total componen el volumen de sus Cuentos completos, distribuidos en seis colecciones, no acaba ahí el conjunto de cuentos de Borges. A los anteriores hay que agregar las páginas heterogéneas de El hacedor (1960). Predomina aquí la brevedad, son prosas de un par de páginas, cuatro a lo sumo. En “Borges y yo” vuelve a aparecer el tema del doble: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel”. Luego, como inmejorable estrambote, un puñado de poemas que se cuentan entre los mejores suyos. Borges llama a este libro “miscelánea”, “silva de varia lección”, y le atribuye, no injustamente, el estatus de libro personal.
Pero aún los tentáculos de estos cuentos se extienden a libros como Inquisiciones (1925) y Otras inquisiciones (1952), pues los ensayos de Borges, como viera Paz, no son muy diferentes de sus cuentos. Finalmente, no hay que olvidar las narraciones policiales que escribió con su amigo Adolfo Bioy Casares, atribuidas a un tal Bustos Domecq. También redactó el prólogo a La invención de Morel, de su amigo. Allí sentencia: “En español, son infrecuentes y aun rarísimas las obras de imaginación razonada”. Las suyas lo son.
Borges es, además, un prodigio de la retórica: “Las ruinas circulares” se abre con una frase que evoca un verso de Virgilio, pero en el de Borges la hipálage es aún más perfecta, por chocante. En latín, el hexámetro dice: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram (“iban oscuros entre las sombras bajo la noche sola”). Él escribe una variación: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”, donde el adjetivo “unánime” califica a “nadie”, el colmo de la paradoja. Entre los gentilicios que privilegia su narrativa están el judío y el irlandés. Varias veces aparecen personajes de estas naciones en sus cuentos. Con el tiempo, le cansó que siempre se le vinculara a Buenos Aires (tenía otras patrias) y al tango (del que en todo caso le interesaba su origen con Evaristo Carriego, las “casas malas”, el arrabal, los guapos, los cuchillos).
Leopoldo María Panero trufaba de citas sus escritos por el temor patológico de no ser creído. Borges alude a mamotretos y enciclopedias, a veces reales, para hacer lo contrario: no ser creído y apuntalar con ellos su ficción, a veces detectivesca y siempre fantástica. ¡Qué bien sabe citar! Parafraseando lo que dijo de Gardel: cada día cita mejor.
A pesar de que lo vemos como algo novedosísimo, un tipo de cuento que antes de él no existía (basta leer un cuento de Borges para saber que es de Borges), la estructura de los suyos es muy clásica, prácticamente siempre abrochada por un final cerrado. ¿Tendrá que ver en ello la obsesión por el duelo y la muerte, la simetría, las estructuras laberínticas que, no obstante su aparente caos, tienen una entrada y una salida y, sobre todo, un centro? Borges cuida especialmente esos finales con un alarde sorpresivo. En el rigor que ahí vemos hay un paralelismo con la forma también clásica de sus versos, en los que tantos sonetos isabelinos hay. En estos, el cierre consta de dos, un pareado en el que se condensa un pensamiento y a menudo una sorpresa.
Borges (1967) / ANNEMARIE HEINRICH
Pero si el final de los cuentos es cerrado, jamás incurre el autor en la grosería de cargar la lectura con un significado. Este lo deja abierto. Como al cumplir los setenta años anotó en el prólogo a la Nueva antología personal, tras mencionar a Kipling: “A un escritor” –nos dijo– “le está dado inventar una fábula, pero no la moralidad de esa fábula” (entiéndase, por moralidad, moraleja). Borges confesó que todos sus cuentos son autobiográficos, pero en el sentido más íntimo del término: no es que él viviera esas vicisitudes y sucesos, sino que estos obedecen a sus obsesiones y se nutren de sus lecturas y de los temas que le preocupaban.
Fue el primer editor de Cortázar al publicarle en 1947 nada menos que “Casa tomada” en una revista de la que era secretario de redacción. Conocía perfectamente el arte del cuento y prologó colecciones de su paisano, de Kafka, Chesterton, Arreola, Poe, Voltaire, los japoneses cuentos de Ise del siglo X. A pesar de su cultura transoceánica, sus páginas no empachan porque están hechas con el mismo molde de sus otras prosas, incluidos los cuentos: entretener convocando asombros. Como en la Biblioteca de Babel, releídos son siempre inabarcables, nuevos.