Los diarios de Imre Kertész
El Premio Nobel húngaro confiesa sus preocupaciones morales y estéticas y retrata la experiencia de la vejez en sus dietarios, testimonio de la inteligencia europea
16 marzo, 2021 00:00“Quien no ha sido feliz no sabe morir”, se lee en El espectador (Acantilado 2021), el libro de apuntes que Imre Kertész escribió entre 1991 y 2001 y que viene a completar el ciclo diarístico que conforma con Diario de la galera (Acantilado, 2004) y La última posada (Acantilado, 2016), una obra impresionante, crónica de la vejez y la decadencia, aún con toda la lucidez sublevada. Quizá en esos diarios esté lo mejor del Premio Nobel húngaro, que aquí habla de sus preocupaciones morales y estéticas con una valentía y una crudeza muy provechosas para nuestro obsecuente siglo XXI.
Después de la larga pausa de paz y reconstrucción que ha vivido en las últimas décadas, la Europa liberal asiste hoy en día al revival de sus peores pesadillas, réplicas de los populismos y los nacionalismos que acabaron en las guerras de entonces. Por eso es más importante que nunca atender al testimonio de aquellos que volvieron a pensar la tradición europea, rescatando lo mejor de sus ruinas y manteniendo viva la inteligencia que se intentó destruir durante su infancia y su juventud. Imre Kertész perteneció a esa generación y su experiencia, como la de tantos escritores y artistas del este, nos sirve para relativizar y ponderar nuestra precaria seguridad a este otro lado de lo que un día fue el telón de acero.
Kertész mantuvo una relación muy difícil con Hungría, hasta el punto de que al final de su vida se exilió en Berlín, donde se sentía mucho más cómodo que en Budapest. En sus diarios, se lamenta una y otra vez de que la sociedad de su país natal no hubiera superado la corrupción moral que hizo posible la Shoah, de la que fue víctima y que es el eje de su obra. Auschwitz y Buchenwald, los campos a donde fue deportado siendo adolescente, constituyen el centro de la meditación sobre el hombre que se despliega en sus mejores novelas, como en la estremecedora Kaddish por el hijo no nacido (1990), en la que afronta la pregunta más difícil que se ha formulado después del Holocausto, al menos desde Celan.
Quizá porque ha sufrido los estragos del totalitarismo como ningún otro país, Hungría ha dado una cultura de una inquietante complejidad a lo largo del siglo XX. Basta pensar en sus compositores, por ejemplo en Béla Bartók, que todavía en su durísimo exilio estadounidense compuso algunas de sus mejores piezas (¡el sexto cuarteto de cuerda, el tercer concierto para piano!), también en Kurtág, en Ligeti, muy amigo de Kertész, con quien estableció algo así como una relación especular, como se aprecia en muchas páginas de los diarios.
Para entender qué ha sido Europa hay que escuchar obras como el Requiem de Ligeti, en el que la polifonía renacentista parece invertirse o detenerse, además del cuarteto de cuerda de Lutoslawski, que huele aún a humo, a tierra sin grito. Extraordinarios han sido también muchos intérpretes húngaros, desde directores como George Szell, Solti o el malogrado y maravilloso Ferenc Fricsay (no se pierdan su último ensayo, disponible en la red, cuando se despide de la vida con El Moldava) o pianistas como Géza Anda o el excéntrico y siempre asombroso András Schiff.
De origen húngaro es también por cierto Adán Kovacsics, el traductor de Kertész, de quien además fue buen amigo. Adán es una de las almas literarias más sobresalientes que tenemos en este país. Ya sólo la historia de su familia daría para un gran libro. Después de la guerra, con la llegada del comunismo, sus padres, pertenecientes a la tradicional burguesía húngara, lo perdieron todo y tuvieron que exiliarse, convirtiéndose de la noche a la mañana en refugiados. Tras un periplo bastante duro, terminaron por recalar en Chile, país en el que Adán nació y en el que se educó hasta que su familia decidió regresar a Europa para instalarse en Viena.
Allí, Adán cursó el bachillerato y la carrera de filología, gracias a lo cual se convirtió en un ciudadano trilingüe, como tantos centroeuropeos. Su lengua materna fue el húngaro, mientras que el alemán acabó por ser su instrumento de estudio y el castellano su idioma de adopción. Quizás como Canetti, uno de los muchos autores que ha traducido, Adán cuenta con tres niveles de comunicación. Canetti decía que el español –el ladino, la lengua de los sefardíes expulsados– lo había utilizado sólo para hablar con su madre, el inglés para comunicarse con los demás y el alemán para dialogar consigo mismo.
Desde que se instaló en Barcelona en 1980, Adán Kovacsics se dedicó a la traducción y, bajo el magisterio de Juan José del Solar, se convirtió en la voz de prácticamente todo el canon germánico, con especial gusto por la cultura austríaca, de la que es algo así como el cónsul en España. Especialista en Karl Kraus, sobre quien ha escrito un excelente ensayo, Guerra y lenguaje (2008), ha traducido también a Kafka, Zweig, Schnitzler, Celan, Ingeborg Bachmann, Hans Lebert (la maravillosa La piel del lobo), muy pronto Rilke, una lista interminable y apabullante que se completa con su sigilosa obra narrativa, tan genuina como incitante. Su último libro, Las leyes de la extranjería (Ediciones del Subsuelo, 2019), un conjunto de relatos sobre la noción ontológica de exilio, es un buen ejemplo de su peculiar e irreductible imaginación así como de su particular mundo literario y filosófico.
Pero Adán también ha dedicado mucho esfuerzo y empeño personal en traducir a autores húngaros, en su mayoría desconocidos, como fue el caso de Kerstéz, ya antes del Nobel, o también de György Konrád, Péter Nádas, László Földényi, László Krasznahorkai, Ádám Bodor, Attila Bartis o del maravilloso Béla Hamvas, que muchos hemos descubierto gracias a él. Hamvas, condenado al ostracismo interior por los soviéticos, se pasó la vida escribiendo para sí mismo una obra ensayística de primer nivel en la que su inaudita erudición brilla con la honda simplicidad de los presocráticos. La melancolía de las obras tardías (Ediciones del Subsuelo, 2017), una recopilación de artículos sobre las más diversas cuestiones, es un libro extraordinariamente luminoso. Ojalá Adán nos descubra pronto más textos del autor. Hay además algo emocionante en esa tarea suya de mantener el cordón umbilical con el húngaro, probablemente la lengua europea más difícil.
Europa, importa recordarlo una y otra vez, no es más que ese acervo cultural. Si prescindimos de ello, no nos quedará sino un cascarón económico y legal, vacío de espíritu y corrompido por los nuevos dogmas ideológicos de origen anglosajón. Una de las cosas más impactantes de los diarios de Kerstész es su constante memento de lo que fue la inteligencia europea, un estado del saber y del conocimiento que ni siquiera los nazis pudieron destruir y que sin embargo, en sus últimos años, él veía amenazado por la imparable invasión de la trivialidad.
Al final de El espectador, Kertész dedica un apunte muy severo y muy justo a Spielberg y su tratamiento de la Shoah: “Desde que Spielberg y el capital estadounidense descubrieron el Holocausto se puede apostar a que la monstruosa historia cultural del exterminio de los judíos se perderá en la espesa tiniebla de los cuentos románticos de indios”. De alguna manera, Kerstész estaba alertando acerca de un peligro que ya impera en nuestros días. La actual dictadura de la información y de la opinión ha conseguido convertir cualquier problema histórico o social en un espectáculo y en un negocio que inmediatamente, en virtud de su explotación mediática, pervierte la pureza de su cometido, disuadiendo su virtual nobleza y poniéndola al servicio, paradójicamente, del estado de dominio que inicialmente pretendía impugnar. En ese sentido, hay en El espectador una reflexión muy severa y que impresiona mucho leída hoy en día:
“Ese racionalismo mediático impregnado de ciencia y de tecnología acabará revelándose como la misma locura que las pasiones religiosas empapadas de filosofía metafísica, aunque éstas, una vez amansadas, sirvieron en su día de fondo para un gran edificio, mientras que aquel es soso como el infierno. Al final tendré que estar agradecido a haber visto y experimentado Auschwitz, que al menos fue una realidad original y verdadera, me permitió ser partícipe de ciertas manifestaciones y revelaciones y afectó a mi vida de tal manera que tuve que reconocer su carácter extraordinario y singular; lo cual es suficiente como emoción, como contenido, como saber…”
Tal vez la lección más duradera de Kerstész, y en realidad de la tradición en la que se inserta y que no hemos querido heredar, sea la de haberse rebelado contra los dictados del destino, de la necesidad ideológica, del consenso informativo e histórico, tratando siempre, a despecho de las circunstancias, de preservar la felicidad y convertirla en la antorcha que ilumina el camino en busca de la verdad: “Yo vivía en la ilegalidad y mi obra es la expresión de esa ilegalidad. Por consiguiente, yo vivía en la verdad, y mi obra es la huella de esa verdad”.