La máquina del tiempo de Boris Johnson
Los derechos de autor de los grandes escritores británicos pasarán a ser de dominio público en España una década antes de lo previsto tras la entrada en vigor del Brexit
10 febrero, 2021 00:10H. G. Wells fue popularísimo en su día y el título de una de sus novelas, La máquina del tiempo, se ha convertido en el sintagma que hoy habita en el imaginario colectivo. Según la legislación vigente, hasta el pasado 31 de diciembre, Wells, muerto en 1946, estaba ya en el dominio público en su país, el Reino Unido, y lo podía editar allí cualquiera sin tener que abonar ni anticipo ni regalías. Sin embargo y por paradójico que parezca, la ley de propiedad intelectual española le daba de gracia diez años más, equiparándolo a los autores españoles muertos antes de 1987, a los que se protege durante ochenta años.
La generosidad española en esta materia no es fruto de una rancia hidalguía o de un quijotismo innato. Sigue la jurisprudencia fijada por los llamados casos Phil Collins y Puccini que se dirimieron en tribunales alemanes. Lo que un estado miembro de la UE haga con sus ciudadanos ha de extenderlo a los de los demás países integrantes. De la música, la protección de esos derechos se ha trasladado también a la literatura, y de hecho esas sentencias fueron aducidas por la agencia editorial A. P. Watt, la más antigua del mundo, cuando la editorial Pre-Textos sacó en 2010 la Poesía reunida del W. B. Yeats interpretando que el plazo para hacerlo libremente comenzaba a los setenta años (el autor de Los cisnes salvajes de Coole falleció en 1939, un día muy frío como recordó W. H. Auden en el poema que le dedicó).
Pre-Textos pagó lo reclamado y no llegó a juicio a pesar del sinsentido de que la obra del Nobel de 1923 estuviera más protegida aquí que en su país natal. No fue lo mismo lo que sucedió unos años después con Valdemar y Chesterton, del que la editorial madrileña había publicado varias traducciones. El Royal Literary Fund, titular de los derechos, demandó a Valdemar y esta fue condenada en primera instancia, sentencia ratificada luego por el Tribunal Supremo. No solamente tuvo que retirar los ejemplares; también hacer frente a una cuantiosa indemnización. A Chesterton, muerto en 1936, se le ha podido editar luego a placer desde 2017, como ha hecho la propia Valdemar.
Hoy el ámbito legal queda claro en nuestro país merced al artículo 199, puntos 1 y 4, del Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, en su versión consolidada que incorpora numerosas modificaciones. La disposición transitoria cuarta establece: “Los derechos de explotación de las obras creadas por autores fallecidos antes del 7 de diciembre de 1987 tendrán la duración prevista en la Ley de 10 de enero de 1879 sobre Propiedad Intelectual”. Y a los autores comunitarios, como quedó expuesto arriba, hay que tratarlos como a los españoles. Para no vulnerar derechos adquiridos con la ley de 1897, la ley de 1987 prorrogó aquel plazo hasta la entrada en vigor de la nueva norma. Un lío, como presagia el anagrama de dígitos 1897-1987. Para complicar aún más las cosas, hubo además un ignominioso paréntesis, de 1987 a 1996, durante el cual se contaban solo sesenta años desde la muerte del autor.
Lo que ha sucedido con la definitiva salida del Reino Unido de la UE es que, como en la novela de Wells, ha habido un viaje en el tiempo, y el reloj de la literatura en lengua inglesa ha adelantado nada menos que diez años: los que por arte de birlibirloque han envejecido sus autores. Esto hace que ipso facto los derechos de autor de muchos escritores británicos hayan pasado en España al dominio público. No son moco de pavo: James Joyce (que a pesar de ser irlandés decidió seguir siendo británico hasta su muerte, como Samuel Beckett), G. E. Trevelyan y Virginia Woolf, fallecidos en 1941; la autora de libros infantiles Beatrix Potter (1943); lord Alfred Doublas, Bossie para su amante Oscar Wilde y discreto poeta que tiene como dudoso mérito haber inspirado el De profundis (1945); el ya citado Wells y Mary Sinclair (1946); el autor de relatos góticos Arthur Machen (1947); y en 1950, George Orwell y George Bernard Shaw (aunque este salvará el copyright porque tuvo doble nacionalidad británica e irlandesa desde 1934). Eso, por lo que hace a los derechos ya caducados. En los años próximos, los damnificados (o sus herederos) serán Josephine Tey, muerta en 1952, y Hillaire Belloc, Dylan Thomas y T. F. Powys, desaparecidos en 1953. A todos ellos les corresponderían diez años más si Albión no hubiera puesto su mohín despreciativo al Continente declarando que no quiere seguir formando parte de la UE anymore.
Un caso singular que estos días ha trascendido es el de Stefan Zweig, judío austriaco que al huir de Alemania en 1934 tras la anexión de su país por el Tercer Reich obtuvo un salvoconducto británico y se trasladó a vivir a Londres y luego a Bath, adquiriendo la nacionalidad británica en 1940, dos años antes de sus suicidio. A esto se agarra Jesús Blázquez, el editor de Ediciones 98, para considerar que desde principios de año el autor ha pasado a dominio público y, por lo tanto, puede publicar a su antojo sus Diarios con independencia de que también planee hacerlo la editorial Acantilado, que compró los derechos y ha tratado de paralizar la distribución del primer tomo de los Diarios alegando que posee la titularidad. Acantilado debería reclamar a Boris Johnson y, antes que él, a Cameron y todos los que han metido en un berenjenal a autores, editores y traductores con este cisma tan tontorrón como el de Enrique VIII.
En El mundo de ayer, uno de los grandes e inopinados éxitos de Acantilado, sello que tanto ha hecho por difundir la obra de Zweig entre nosotros con buenas traducciones y ediciones atractivas, el escritor austriaco narra cómo él, que se consideraba apátrida y anhelaba el tiempo en el que no hacía falta viajar con pasaporte, tuvo que recurrir al británico para salvarse de la debacle nazi varios años antes incluso de la Segunda Guerra Mundial. Es este un asunto interesante que atañe al derecho internacional privado y a las leyes de ciudadanía, no solamente las de propiedad intelectual.
Al adquirir Zweig la ciudadanía británica ¿renunciaba a la austriaca o la alemana? ¿Qué legalidad amparaba al Anschluss que le despojó de su país? Reino Unido, que admite la doble nacionalidad, ¿permitió a Zweig mantener la ciudadanía austriaca (en esos años subsumida en la alemana) aunque no renovara el pasaporte expedido en Viena? ¿Se pierde la condición de austriaco al esfumarse tu país por un capricho de Hitler, amante de lo esotérico, mediante un truco de magia como quien hace desaparecer una paloma?
Juan Cruz escribía recientemente en El País un reportaje acerca de la disputa sobre Zweig. De la confusión imperante sobre estos temas habla el hecho de que otro periodista del mismo diario escribiera unas líneas más abajo que este año se liberan los derechos de Francis Scott Fitzgerald y Mijaíl Bulgákov, de quienes se cumplieron los ochenta años de su muerte en 2020 (la legislación establece que el dominio público entra en vigor el 1 de enero del año siguiente al del deceso; es decir, ahora). Pero se trata de un error. El primero fue estadounidense y el segundo compatriota de Stalin a su pesar, de modo que el periodo aplicable es el de setenta años.
El Brexit va a multiplicar, sin duda, las traducciones de autores británicos cuyos derechos expiraron en su país durante los últimos diez años. Pero eso no lleva aparejado que esas traducciones sean necesariamente de la misma calidad que se presume en las editoriales que eligen su catálogo no en función de las gangas, sino en la calidad del producto. Habrá de todo, como veremos.