El cantaor Enrique Morente  visto por Daniel Rosell

El cantaor Enrique Morente visto por Daniel Rosell

Letras

Enrique Morente, impureza flamenca

El legado del gran cantaor granadino, una década después de su muerte, es una senda fecunda para la renovación del arte flamenco desde la estricta fidelidad a la tradición

23 enero, 2021 00:10

Entre las voces que fundaron el flamenco está, sin duda, la de Enrique Morente. No el flamenco actual, sino el flamenco, desplegado así al completo como la escuela de vida que es. Porque él llevaba alojada en la garganta una sabiduría que todo lo movía de lugar, que todo lo cantaba distinto, que salía volando sin tregua. Entre el paisaje de cantaores del siglo XX, el granadino trajo un linaje propio arropado por la divisa de la autenticidad, el acierto repentino de la intuición y el eco multiplicado de la libertad. Conocía la tradición y la reconocía. Supo que es sustancia verdadera, destino, aventura, y nunca cárcel. Mucho de lo que interpretó, también lo más alejado de los patrones jondos, supuso a la larga un apasionante modelo de exactitud flamenca.  

De ahí que, transcurridos ahora poco más de diez años de su muerte, se pueda concluir que toda su vida artística fue un modelo de fidelidad y, al mismo tiempo, de voluntad renovadora. Creó nuevas variantes estilísticas a partir de los cánones tradicionales. Heredó un caudal flamenco admirable y supo ir aprovechando ese legado para elaborar nuevas formas rigurosamente jondas. En ningún momento se apartó de las más exigentes pautas musicales del cante, pero las fue adaptando en cada caso a sus propias necesidades expresivas. A su modo, fue siempre un cantaor del futuro sin dejar de pertenecer al pasado. Fue, en este sentido, como lo fueron los máximos intérpretes del flamenco –Silverio, Chacón, Marchena–, un renovador memorable (e implacable).

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Enrique Morente, con Paco Cortés, en una instantánea de Paco Manzano incluida en la exposición Morente Siempre / SUMA FLAMENCA

Quienes lo trataron aseguran que, a corta distancia, empleaba una erudición sin euforias, didáctica, cercana. No fue, por tanto, un flamenco con pañuelo de lunares ni tampoco de los que lucen el meñique con uña larga. Enrique Morente (Granada, 25 de diciembre de 1942- Madrid, 13 de diciembre de 2010) encarnó el flanco más innovador de lo jondo. A su modo, fue el más punk de los cantaores, como lo definió su hija Soleá. Conocía la tradición, el sabor añejo del oficio, y desde ahí alcanzó una libertad de búsqueda por la que era capaz de bordar una taranta acompañado de una gaita o entonar poemas de Lorca mezclados con guitarras eléctricas sin perder el compás. “Tengo un guante de mercurio y otro de seda”, se oye en la apertura de Omega (1996), acaso su trabajo más transgresor; de seguro, el patrón oro del flamenco contemporáneo.  

“Yo creo que sí soy un poco radical. Incluso alguna vez puedo haber sido esclavo de ello. Pero todo lo que he ido haciendo nace de la curiosidad, la pasión, el respeto a las raíces y de mis ganas de avanzar en el cante. Aunque no sé si eso quiere decir que sea el más innovador. El arte va según corre el aire”, dijo el cantaor granadino, quien llegó a la órbita jonda casi por intuición. No tuvo más antecedentes para ello que ese premio rotundo de haber nacido en El Albaicín, frente a la Alhambra, y escuchar a los viejos aventar sus fatigas en las tabernas granadinas. Ya en las peñas y los tablaos madrileños, allá por los sesenta y tantos, conoció a Manolo de Huelva, a Pepe el de La Matrona y a Bernardo el de Los Lobitos, a los quien siempre reconoció como sus maestros. 

La revolución de Enrique Morente tuvo sus detractores. Muchos. También partidarios, varios de ellos entre los más acaudalados de prestigio jondo. Antonio Mairena, otro clásico que no se ajustó al patrón estético y musical de su época, atisbó que el cante que ejecutaba el granadino podría ser “el flamenco de mañana”. El crítico y flamencólogo Manuel Ríos Ruiz acabó por atribuirle “la invención del cante del siglo XXI”. “Ha sido uno de los pilares de su tiempo”, le reconoció el guitarrista Manolo Sanlúcar, con quien compartió escenarios y estudios de grabación en los setenta a partir de una actuación conjunta en el Ateneo madrileño, institución que abría así sus puertas al quejío. La resonancia del recital les llevaría juntos al Lincoln Center de Nueva York. 

“El cante de Enrique Morente quedará como un punto de referencia ineludible para conocer a ciencia cierta en qué consiste el flamenco contemporáneo. Sus aparentes heterodoxias no fueron más que tentativas para fijar una nueva ortodoxia, que es lo que siempre ha ocurrido en los anales del flamenco gracias a sus grandes creadores históricos”, valoró José Manuel Caballero Bonald al conocer su fallecimiento en un hospital de Madrid, donde había ingresado para ser intervenido de una dolencia en el esófago. “Vendría a ser como un heterodoxo que defendió una nueva ortodoxia”, aseguró el escritor jerezano, quien vislumbró que en la discografía y en los espectáculos del granadino abundaban las incursiones de riesgo.

Ese camino de primicias, que comenzó con Despegando (1977), y poco antes en una doble aparición junto al sitar de Gualberto (A la vida y al dolor, 1975) y que remataría en el trabajo discográfico titulado El pequeño reloj (2003), hizo cumbre en Omega (1996). Sin duda. El álbum, que contó con Lagartija Nick, Vicente Amigo, Tomatito y Cañizares, pretendía ser un tributo al Poeta en Nueva York de Lorca y acabó por convertirse en un fino destilado de rock y flamenco que abrió surcos nuevos en la música española. Además, participó en aventuras con Leonard Cohen, Pat Metheny y Max Roach, se mezcló con la Orquesta Andalusí de Tetuán y las Voces Búlgaras y se internó con compás jondo por el gregoriano, el son cubano, las melodías negras y la música sinfónica, tal como demostró con Fantasía del cante jondo para voz flamenca y orquesta, estrenada en 1986 en el Teatro Real de Madrid. 

Otras veces el derrape consistía en explorar, a contracorriente, las raíces jondas. Sucedió así en el primero de sus vinilos, Cante flamenco (1967), donde incluyó un repertorio inusual con cantes de Pedro El Morato y Frasquito Hierbabuena, además de soleás y seguiriyas. Otro tanto pasó con la segunda de sus entregas, Cantes antiguos del flamenco (1968), y, años más tarde, con el Homenaje a don Antonio Chacón (1977), ambos con clara intención reivindicativa. A la vista de este currículo, no cabe duda de que si a Camarón de la Isla se le ha atribuido la popularización del cante, a Morente cabría endosarle el mérito de su renovación porque, tal como alguna vez ha apuntado certeramente el artista Pedro G. Romero, “el flamenco tiene la virtud de trabajar con lo nuevo como si fuese tradición”. 

Por ese mismo carril se le puede descubrir a la trayectoria del granadino otra de sus lecciones: su persistente voluntad de emparentar el cante con la poesía. En variadas ocasiones Morente demostró un olfato fino para darle lumbre flamenca a los versos de autores clásicos o contemporáneos. Es el caso del Homenaje flamenco a Miguel de Hernández, que se convirtió en 1971 en uno de los más rotundos desafíos jondos contra la dictadura de Franco. Y de ahí a fray Luis de León, a san Juan de la Cruz, a Lope de Vega y Juan de la Encina en aquel disco necesario, Misa flamenca (1991), que viene a ser la formulación más exacta hasta la fecha del maridaje de los poetas cultos con las coplas de los cantes.

Lo hizo también con Fernando de Rojas. Con Quevedo y con Dámaso Alonso. Con Nicolás Guillén y con Pablo Neruda. Con Rafael Alberti. Con Al Mutamid y los hermanos Machado. Y con Picasso, en Pablo de Málaga (2008). Pocos cantaores asumieron como Enrique Morente el elixir flamenco de los poemas no flamencos. Ninguno le dio nueva voz de esa manera. Ni siquiera a Lorca, tan de uso común para dotar de prestigio cultural a las propuestas jondas como si el flamenco no fuera por sí mismo una academia. Al hablar de Enrique Morente lo hacemos, por tanto, de un creador que asimiló el cante como raíz y enigma. Podría decirse que el flamenco pasó por él y que, de aquella combustión, ya nunca más volvió a ser igual. Seguramente le quedó la perdurable impureza del que siempre busca.