El gran Casavella (y III)
Las presencias que más recuerdo de esos días en Nueva York son las de la mujer que me había dejado y el amigo que se acababa de morir
18 enero, 2021 00:00Navidades de 2008. Estaba haciéndome la bolsa para viajar a Nueva York al día siguiente cuando sonó el teléfono. Me llamaban del diario en que colaboraba, El Periódico de Catalunya, para pedirme una necrológica de urgencia de un escritor barcelonés que se acababa de morir de un infarto fulminante y que creían que era amigo mío, un tal Francisco Casavella. La noticia me sentó como un tiro, pero mentiría si dijera que me sorprendió: desde que recayó y volvió a los desfases de tres días fue como si hubiera entrado en una fase de autodestrucción que podía durar más o menos antes de cumplir con su objetivo.
Escribí la necrológica --que luego sería voluntariamente malinterpretada por algunos imbéciles de esos que disfrutan subiéndose encima de un muerto para parecer más altos--, me fui a dormir y a la mañana siguiente partí para Nueva York, un viaje que me podría haber ahorrado perfectamente: mi mujer, M., con la que tan buenos momentos había pasado en la Gran Manzana, me había plantado en verano, así que había algo de masoquismo en esa voluntad de volver a recorrer a solas los sitios en los que tan feliz había sido acompañado. La nostalgia y la sensación de pérdida no me abandonaron durante toda mi estancia. Y cuando me olvidaba de M., era para asistir a la aparición de Francisco, que tomaba el relevo. De hecho, las presencias que más recuerdo de esos días son las de la mujer que me había dejado y el amigo que se acababa de morir: habría ahorrado dinero y momentos de tristeza si me hubiese quedado hablando con ambos ectoplasmas en casa, francamente.
La idea que más me venía a la cabeza con respecto a Francisco era la de si no podría yo haber hecho algo para intentar sacarle del camino que había emprendido en sus últimos meses. Lo habíamos hablado con Ignacio Vidal-Folch, argumentando que, en nuestra condición de exdipsómanos, estábamos muy cualificados para darle un toque de atención al muchacho, pero llegando a la conclusión de que éste ya tenía una edad y no necesitaba ni nuestros consejos ni los de nadie. No sé si lo nuestro fue lucidez o vagancia, pero siempre me he quedado con la impresión de que debería haber hecho algo más que asistir desde una prudente distancia al suicidio de Casavella.
Unos días antes de diñarla, Francisco habló por teléfono con un amigo común, el músico Pedro Burruezo, quien luego me resumió la conversación mantenida: Casavella se había pulido la pasta del Nadal, no sabía cómo salirse del alcohol y las drogas y experimentaba algo muy parecido a la desesperación. Cuando las falsas viudas a las que aludí unas líneas más arriba intentaron buscarme la ruina enviando una carta al director de El Periódico para que me despidiera --si supieran lo que el difunto pensaba de ellos, se les habrían quitado las ganas de ejercer de viuda--, se apuntó algún espontáneo para ponerme verde y acusarme de envidioso y pintar un retrato de Francisco como alegre beodo que no tenía nada que ver con la realidad. Se trataba de ocultar ese lado oscuro que aparecía en mi artículo y que algunos tomaron por el juicio moral de un rencoroso. Me llegó que su novia --que estaba a punto de plantarlo-- iba echando pestes de mí. Como su madre, que aseguraba que me había echado varias veces de comer en su casa, aunque yo no la había visto en mi vida y era evidente que me confundía con otro.
Francisco nunca había estado en Nueva York. Viajar era algo que le traía bastante sin cuidado. Me alegra haber estado con su fantasma en algunos bares de Manhattan, ayudándome a relativizar las consecuencias de mi divorcio con algunas reflexiones suyas que tenía guardadas en mi disco duro. Me gustó que Destino creara un premio literario con su nombre, pero me cabreó que dejaran de convocarlo al cabo de pocos años, como si la cosa fuese un trámite ya cumplido. Me gusta que aún se le lea y soporto estoicamente a todas esas viudas que le salieron al morir con la esperanza de crecer unos centímetros al encaramarse a su cadáver: lamento tener que decirles que no lo han logrado.