'Tríptico Bladelin' (1445), obra de Rogier van der Weyden

'Tríptico Bladelin' (1445), obra de Rogier van der Weyden

Letras

Música para el principio y el fin del mundo

Los cantos de Navidad recogen una antiquísima tradición de alabanza que va más allá del monoteísmo y nos vincula con la irrupción de lo sagrado en la conciencia humana

29 diciembre, 2020 00:00

“Qué obra. El coro del Aleluya todavía me resuena en los oídos. Me di cuenta por primera vez de lo maravilloso que es el Nos ha nacido un niño. El cristianismo tuvo sus buenos aspectos. El Aleluya sólo puede entenderse teniendo en cuenta el texto Nos ha nacido un niño. La verdad profunda de esta parte de la leyenda de Cristo se cifra en que todo comienzo es salvación, por mor del comienzo, por mor de la salvación, Dios creó al hombre dentro del mundo. Cada nacimiento nuevo es como una garantía de la salvación en el mundo, es como una promesa de redención para aquellos que ya no son un comienzo”. 

Así describía Hannah Arendt a su marido, en una carta escrita en 1952, la impresión que le había producido una representación del Mesías de Händel en Munich. A pesar de ser judía, Arendt se había doctorado con una tesis sobre el concepto de amor en San Agustín, de quien había adoptado como leyenda la frase: “El hombre fue creado para que hubiera un comienzo” (“Initium ut esset creatus est homo”). Y es que la Navidad es en parte una experiencia del inicio, una celebración del milagro del renacimiento de la luz que los hombres nos hemos ido explicando a través de distintos mitos, de los que el cristianismo es la última y más poderosa manifestación. 

El nacimiento virginal del niño Dios no es por supuesto un mito exclusivo de los Evangelios sino que en su concepción se entreveran distintas tradiciones vinculadas a la celebración del solsticio. Por ejemplo, la noche del 25 de diciembre en que se fijó el nacimiento de Cristo era la fecha en la que se festejaba el alumbramiento de Mitra, el salvador persa que, como manifestación de la luz eterna, nacía en la medianoche del solsticio de invierno, que entonces se databa ese día. Cuando el papa Benedicto XVI, en su libro sobre la infancia de Jesús, quiso desmentir que en el pesebre hubiera habido alguna vez un buey y un asno, como se venía representando desde tiempos inmemoriales, probablemente estaba intentado borrar, de una forma por cierto bastante asnal, una simbología heterodoxa y para él impura. Como advirtió Joseph Campbell, en el mundo del siglo IV d.C. muchos hubieran reconocido que esos animales representaban la rivalidad, en la mitología egipcia, entre los hermanos Seth y Osiris. La impureza sin embargo se coló en el Belén para apoyar la idea de que en Cristo se reconciliaban todos los opuestos. Dejemos pues tranquilos al buey y al asno. 

Gracias a Epifanio, el clérigo y santo del siglo IV, sabemos que en Alejandría se celebraba un festival anual que tenía lugar el 6 de enero, fecha de la epifanía, pero también, al principio, del nacimiento y el bautismo de Cristo. En esa fiesta pagana se conmemoraba el nacimiento del Dios Aión, hijo de la diosa virgen Koré, que a su vez era una versión helenizada de Isis. Los fieles se reunían la noche del día 5 en el templo de la diosa, el Koreion, para cantar himnos hasta que, al amanecer, bajaban a la cripta con antorchas y sacaban a la diosa, desnuda, sentada y con los signos de una cruz y una estrella de oro marcados en la frente, las manos y las rodillas. Con Koré a hombros, los celebrantes daban siete vueltas alrededor del templo, mientras seguían cantando, hasta que volvían a depositar la imagen en el templo. 

Los cantos que se entonan en Navidad en las iglesias recogen así una antiquísima tradición de alabanza que va más allá del monoteísmo y que nos vincula con la ancestral irrupción de lo sagrado en la conciencia humana. Este año que ahora termina hemos comprobado de forma dramática hasta qué punto no somos, como nos habíamos creído, los señores de la creación, sino que seguimos expuestos a una fragilidad infinita que nos ha devuelto el miedo frente a lo desconocido así como la familiaridad con la muerte. Por primera vez en mucho tiempo, la Navidad ha sido despojada de la grosera banalización comercial y gritona a la que estábamos acostumbrados. Quizá sea un buen momento para volver a pensar nuestros fundamentos y prestar oído a algo que no sea cuantificable. Giorgio Agamben dice estos días que la Iglesia ha cambiado la idea de salvación por la de sanación. No hay por qué elegir, de todos modos, entre los indudables beneficios que nos van a traer las vacunas y la necesaria celebración de esa salvación implícita en todo nacimiento que conmovía a Hannah Arendt. 

No hay en todo el año momento más excitante que el solsticio de invierno, cuando al fin dejan de acortarse los días y la luz empieza a remontar las horas, ganándole espacio poco a poco a la oscuridad, que comienza a retraerse y a incubar lo que será la furia que estalle en la maravillosa noche de San Juan. Es lo único que los humanos, por mucho que lo intentemos, nunca podremos alterar. A través del cristianismo, nuestra música habla a lo largo de los tiempos de esa espera y de ese alumbramiento, que es una oportunidad para el espíritu. Uno de los más antiguos cantos de adviento, atribuido al místico Johannes Tauler, se titula Es kommt ein Schiff geladen (Llega un barco cargado), metáfora de la Virgen María que aparece preñada para traer al niño salvador. 

Si uno tiene en cuenta todos los cantos desaparecidos que celebraban lo mismo en tantas culturas, la audición se convierte en una forma de escucha más allá de nuestros límites, en un estremecimiento purificado. Lo mismo ocurre si escuchamos cualquiera de los O mangnum mysterium compuestos a lo largo de los siglos, el canto responsorial de los Maitines de Navidad propio del arte gregoriano que luego adaptaron compositores como Tomás Luis de Victoria, William Byrd o Giovanni Luigi Palestrina. El de Victoria, sobre todo, es de una belleza y una complejidad arquitectónica verdaderamente pasmosas. “Oh magno misterio, que los animales vieran al Señor nacido, yacente en un pesebre”. De nuevo el asno y el buey simbolizando la fusión de opuestos en Cristo.

La vinculación entre el natalicio cristiano y el renacimiento de la luz está presente de forma explícita en el himno latino titulado O nata lux, que Thomas Tallis, el maravilloso compositor inglés del siglo XVI, autor también de una extraordinaria misa navideña (Puer natus est nobis), adaptó en una versión prodigiosa en la que las voces van creando la ilusión de lento alumbramiento. Este año, los cantores de cámara de Zurich, dirigidos por Christian Erny, han editado un disco, titulado precisamente O nata lux, que recoge diversas variantes del canto de invierno, desde el Renacimiento hasta el siglo XXI. Hay por ejemplo una pieza, con el mismo título del disco, obra de la jovencísima compositora inglesa Rhiannon Randle, en la que resuenan tanto Tallis como Tomás Luis de Victoria e incluso los motetes de Bruckner. “Oh nata lux de lumine, / Jesu redemptor saeculi, / dignare clemens supplicum / laudes precesque sumere”. (“Oh luz nacida de la luz, / Jesús, redentor del mundo, / dígnate, clemente, a aceptar / las alabanzas y súplicas / de quienes te imploran”). 

El disco trae muchas otras piezas maravillosas, como el himno protestante Es ist ein Ros’ entsprungen (Ha nacido una rosa), según la versión del compositor renacentista Michael Praetorius, el Himno a la Virgen de Benjamin Britten –autor también de bellísimos villancicos– o el precioso In the Bleak Midwinter de Gustav Holst, basado en un poema de Chrisina Rossetti, cántico victoriano donde los haya. 

Esa tradición auroral, que culmina de algún modo en el gran oratorio navideño de Bach (Brich an, o schönes Morgenlicht), tiene su contrapartida en una pieza medieval que se prohibió en el Concilio de Trento y que sólo logró sobrevivir en muy pocos lugares. El Canto de la Sibila se ha escuchado en las iglesias de Mallorca casi sin interrupción desde el siglo XIV, durante la Misa de Gallo, siendo uno de los restos litúrgicos más poderosos del repertorio musical del sur de Europa. La sospecha de sincretismo pagano que denunciaron los tridentinos es precisamente uno de sus elementos más elocuentes. 

La sibila, profetisa romana adoptada por los Padres de la Iglesia, anuncia el nacimiento de un rey que celebrará el juicio final, que no es sino un juicio sumarísimo: “Un rei vendrà perpetual / vestit de nostra carn mortal / Del cel vindrà tot certament / per fer del segle jutjament / Ans que el judici no será / Un gran senyal se mostrarà / Lo sol perdrà lo resplandor / La terra tremirà de por”. Suele ser cantado por una niña –un niño a veces–, ataviada con una túnica blanca y empuñando una espada, acompañada por el coro. En su Tríptico Bladelin, que puede verse en la Gemäldegalerie de Berlín, Roger van der Weyden representó al emperador Augusto arrodillado ante la Sibila Tiburtina, que le muestra en una ventana la visión de la Virgen con el niño, la escena que ocupa el lienzo del panel central. 

El Canto de la Sibila anuncia el inicio del tiempo mesiánico y evidencia a su vez el inevitable nihilismo que la fe cristiana soporta. Como vio muy bien Agamben en su imprescindible y deslumbrante comentario a la Carta a los Romanos de San Pablo, el tiempo mesiánico es el tiempo que resta. Al resolver el problema de la muerte gracias a su resurrección y ascenso a los cielos, fiando la felicidad al ámbito ultraterreno, Jesucristo vació fatídicamente la vida de su contenido mortal. Desde entonces, el sujeto mesiánico sabe que el mundo salvado es el mundo perdido y que el Dios que lo salva es al mismo tiempo el Dios que lo abandona. 

Así es como el cristianismo pasó a ser una variante más del nihilismo que ha gobernado Occidente desde Platón, llegando incluso a constituir un problema político, pues, como observó Walter Benjamin, la idea marxista de “sociedad sin clases” no es sino una secularización del vacío implícito en el tiempo mesiánico. De ahí que el mensaje de la Sibila, en la noche sagrada en que nace el Salvador, sea tan terrorífico y apocalíptico. La luz engendra oscuridad.  El Dios niño es también el rey verdugo. La posibilidad infinita asociada al inicio del nacimiento en la que Hannah Arendt cifraba su teoría de la libertad queda al mismo tiempo cancelada por la irrupción terminal del tiempo mesiánico. Esa es la razón por la que nuestra cultura religiosa canta en estas fechas tanto el principio como el fin del mundo.