Desde la ventana de 'El Vigía'
Nunca supe la dirección de este medio, ni se me ocurrió visitarlo: yo había creado en mi mente la redacción ideal, que era en blanco y negro y, sobre todo, tenía vistas al puerto
23 noviembre, 2020 00:00Tras una existencia de 125 años, el diario El Vigía, dedicado a la información portuaria barcelonesa, en un principio, y ampliando sus áreas de interés al transporte y la logística, después, dejó de salir el año del coronavirus. Nunca lo compré. Nunca lo leí. Nunca visité su redacción. Para mí era como un estado mental y me gustaba imaginar unas oficinas cutres en el puerto de mi ciudad, con un despachito aún más cutre para el director, pero acogedor y con vistas al mar y una jornada laboral no muy larga. Me gustaba pensar en la doble vida que podría llevar el director de El Vigía, cumpliendo con su rutina profesional, que le permitiría mucho tiempo libre para dedicarlo a la literatura. Y podría haber averiguado en qué consistía la existencia del director de El Vigía, pues en 1985 le cayó el cargo a un tipo que había ido a la universidad conmigo y no me habría costado nada llamarlo y hacerle una visita en la redacción. Pero tampoco lo conocía tanto. Y era muy posible que la realidad no tuviera nada que ver con la imagen de El Vigía que yo me había construido mentalmente y que tanto me gustaba. Trabajar allí me sonaba a una existencia a lo Fernando Pessoa, discreta, sin ambición profesional ni social, entre segura y apolillada, lo más parecido a retirarse a un monasterio sin salir de Barcelona. Nunca supe la dirección de El Vigía ni se me ocurrió visitarla: yo había creado en mi mente la redacción ideal, que era en blanco y negro y, sobre todo, tenía vistas al puerto y al mar. Mi creación favorita era el despacho del director, con sus muebles anticuados, sus lámparas de pantalla verde, su máquina de escribir (de la que podían salir obras inmortales y seudo despachos de agencia sobre la actividad portuaria) y su ventana, a la que asomarse para fumar y mirar el mar.
Cuando le cayó el cargo de director al compañero de universidad, pasé unas semanas dándole vueltas al tema y hasta envidiándole un poco. Se me había metido en la cabeza que un trabajo así era ideal para desarrollar una carrera literaria. Y que me estaba equivocando con mi vida de colaborador en prensa escribiendo sobre música pop, cine, cómics y demás asuntos para moderniquis. Y que para construir una carrera literaria seria más me valdría optar por un trabajo de apariencia monacal que me dejara mucho tiempo libre y pasara de divertirme con la vida de tarambana intelectual que llevaba, pues no era ése el camino a la gloria. Aunque no tardé mucho en asumir la long and winding road que había empezado a recorrer en los años del underground, de vez en cuando volvía mentalmente a El Vigía y pensaba si seguiría allí de director el viejo compañero de Bellaterra.
Cuando el diario cerró definitivamente una trayectoria que empezó en 1895, me gustó imaginar que mi viejo camarada, que está en la edad de la jubilación, igual que yo, sumaba su suicidio como periodista a la muerte del medio de comunicación al que dedicó toda su vida. Lo más probable es que el director fuese otro desde hacía un montón de años, pero mi versión de los hechos me gustaba más. Por eso imagino a mi excamarada recogiendo sus cosas, apagando la lámpara de pantalla verde y asomándose por última vez a la ventana para observar el mar, los barcos mercantes y el movimiento de los estibadores mientras fuma un cigarrillo que no debería fumar porque tal vez tuvo un infarto que nadie entendió --¿con esa vida tan tranquila?-- y que le ganó la prohibición médica de echar humo. “Yo podría haber sido ese hombre”, me digo, “yo podría haber llevado esa otra vida. ¿Habría sido más feliz o mejor escritor?”
Ahora que lo pienso, el cierre de El Vigía no me afecta porque era un estado mental. Siempre conservaré, pues, el despachito de la lámpara de pantalla verde y la ventana con vistas al mar. Lo más probable es que ese despachito no haya existido nunca, ¿pero a mí qué más me da?