El surrealismo como mercancía
El CaixaForum de Barcelona explora en una exposición la relación entre el diseño y la vanguardia en el último siglo, cuando el consumo se impuso a los principios estéticos
8 septiembre, 2020 00:00En esa primavera mental que fueron las vanguardias cuajaron varias revoluciones estéticas. Una dio paso a otra, la última interrumpía felizmente a la próxima. Y así tomó forma el músculo de un mundo nuevo donde el arte salía de la vitrina para asumir otros perfiles: más activo, más dinámico, más autónomo, volado, hirviente, lúdico. La pintura, la fotografía, el cine y la música adquirieron una nueva forma de aplicación; todo aspiraba a ser parte del renovado signo de las cosas. Empezaba así la revuelta contra los cánones clásicos. Contra la ortodoxia. Contra lo establecido.
El surrealismo, sin ir más lejos, tuvo su origen en el movimiento dadá, que acabaría por expandirse por todas las esquinas de Europa desde un cobertizo de Zúrich llamado Cabaret Voltaire. Después se cristalizó de un modo imprevisible en las catorce cartas que escribió Jacques Vaché desde la habitación de un hospital de Nantes antes de achicharrar sus pulmones con opio. Y, por último, llegó André Breton a sintetizar todo eso para dar fuego y destino a una aventura artística excepcional que libró la batalla entre el sueño y la intuición, las obsesiones, el azar y las emociones.
Una de las salas de la exposición
Aupado como urdidor, estratega, comisario, juez y estrella, Breton fijó en tres manifiestos el esplendor y la deriva de aquella expedición, a la que se sumaron algunos de los mejores creadores de la primera mitad del siglo XX: Picasso (con timidez), Duchamp (por poco tiempo), Dalí (hasta el final), Éluard, Louis Aragon, Buñuel, Man Ray, Artaud, Desnos, Prévert y hasta Bonnefoy. Pero el padre del surrealismo quería la droga del arte purísima. Y así se fue quedando solo, entregado a la fatigosa tarea de mantener la pureza de su ismo contra todas las inclemencias y la adulteración.
Pese a su empeño, el surrealismo acabó por alimentar la caldera del nuevo consumo que exigía la sociedad de modales capitalistas surgida a partir de la II Guerra Mundial. Al tiempo que sus modelos comenzaron a ser fácilmente reconocibles y muchos de ellos se multiplicaban en cientos de hogares, el movimiento fue perdiendo filo hasta ser desactivado por confortable, por su presunta falta de conflicto, por su condición de producto de masas. En una cruel paradoja, su éxito terminó por desactivarlo: lo que nació como una protesta contra el arte comenzó a aceptarse, ella misma, como arte.
La mesa
Ahí, precisamente, se asoma la exposición Objetos de deseo. Surrealismo y diseño, 1924-2020, que agota sus días en el Caixaforum Barcelona antes de visitar los centros de la fundación bancaria en Madrid, Sevilla y Palma. Si esta vanguardia siempre había demostrado un especial interés por los instrumentos cotidianos y los alteró para hacerlos más fantasiosos, irónicos, oníricos o terroríficos, ¿por qué no iban muchos diseñadores a encontrar en él la inspiración para incorporar las emociones humanas, las formas orgánicas y el mundo irracional a algunas de sus piezas domésticas?
Coinciden en la muestra Magritte, Chirico, Matta y Oppenheim con Ray Eames, Isamu Noguchi, Frederick Kiesler y Le Corbusier, quien diseñó para el excéntrico coleccionista Carlos de Beistegui un ático de líneas puras en los Campos Elíseos que Dalí llenó de esculturas de arqueros, pirámides de porcelana y facsímiles de pintores renacentistas. Esas colisiones y encuentros fortuitos son, a juicio del comisario Mateo Kries, uno de los motivos de interés de su propuesta: “El surrealismo le enseñó a los diseñadores que no son únicamente proveedores de servicios y que los objetos pueden tener una relación muy estrecha con el inconsciente y las emociones”.
La tetera con forma de cráneo de cerdo de la diseñadora Wieki Somers / VITRA DESIGN MUSEUM / ANDREAS SÜTTERLIN
En este sentido, la exposición no quiere ser, aunque incluya excelentes ejemplos de ello, una muestra de artes decorativas, sino un desafío a la añeja y estricta separación, tanto en la modernidad como a partir de las vanguardias, entre las bellas artes y las artes decorativas y aplicadas, tan propia de nuestra moderna (y musealizada) conciencia estética. La exhibición cuestiona, de paso, la casi total ausencia del diseño en la historia del arte y en sus manuales más básicos y reivindica no sólo su belleza, sino el interés y la complejidad cultural y artística de su particular carácter contemporáneo.
Pinturas, esculturas, dibujos, objetos, carteles, revistas, libros, fotografías, películas históricas y mobiliario... Todo puede ser asimilado, vuelto del revés, concebido para ser pieza de consumo, reinterpretado con una libertad alejada de su costumbre. Así, la arquitecta Gae Aulenti se inspira en Duchamp a la hora de confeccionar una mesa que se puede desplazar sobre sus ruedas de bicicleta, mientras que la diseñadora Wieki Somers concibe una tetera que se asemeja al cráneo de un cerdo, una creación que altera el confort de los objetos domésticos como antes había hecho Meret Oppenheim.
Imagen panorámica de uno de los espacios de
El viaje de esta exposición dura noventa y seis años. Casi un siglo en que el mundo se contagia: desde EEUU a Roma. De París a Viena. De los escaparates de los almacenes Bonwit Teller a la galería Art of this Century de Peggy Guggenheim. De la escenografía de la película Recuerda de Alfred Hitchcock al videoclip Hidden Place de la cantante islandesa Björk. De ahí que su corriente alterna lleve del diseño de asientos (como el sofá La Mamma de Gaetano Pesce con la forma de una mujer voluptuosa) a la publicidad de los automóviles japoneses Datsun que creó Dalí en los años sesenta.
En buena medida, la propuesta de esta exhibición coorganizada por La Caixa y el Vitra Design Museum no es desplegar las bondades plásticas del surrealismo, sino confirmar su éxito y, en consecuencia, su muerte. Si como corriente de vanguardia planteó ciertas utopías, el diseño le introdujo la pauta del pragmatismo a algunas de sus cualidades, como el azar, el sueño y el absurdo. Es decir: el movimiento acabó convertido en una mercancía dependiente de su valor de uso y de mercado. Aunque quizás, por esa misma razón, esa locura, que lo fue todo, nunca ha dejado de estar.