'King Juan Carlos'
Los paralelismos entre ‘King Lear’, de Shakespeare, y el exilio del rey emérito nos ilustran, irónicamente, sobre el rostro humano oculto tras la máscara de los monarcas
18 agosto, 2020 00:00“En cuanto a nos, mensualmente, / con reserva de cien caballeros / a vuestro cargo, / por turnos con vosotros moraremos. / Nos quedamos tan sólo el nombre / y los honores propios de un rey. / El dominio, las rentas y el gobierno / de todo lo demás, amados hijos, vuestro es, / partíos como firma esta corona”. Estas son las palabras con que el rey Lear certifica su precipitada abdicación en el primer acto, justo después de haber repudiado a Cordelia por su negativa a entrar en el juego hipócrita que el soberano propone al principio, antes de dividir el reino entre sus tres hijas. En su primera aparición, Lear anuncia su intención de retirarse, pero antes quiere expresar his darkest purpose, su propósito más oscuro o secreto, que consiste en obligar a las herederas a competir en el amor por su padre, conminándolas, antes de determinar su porción de reino, a glosar su devoción por él en los mejores términos. Como sabemos, Goneril y Regan se prestan al espectáculo, describiendo su amor filial con un lenguaje impostado y florido, gracias a lo cual se llevan un buen pedazo de tierra. Cordelia, en cambio, se niega a hablar y sólo dice aquel terrible: “Nothing, my lord” (“Nada, mi señor”) que desencadena la ira de Lear y provoca el destierro de la más pequeña y querida de sus hijas.
Al abdicar en vida y dividir su reino en dos –después de descartar a Cordelia–, Lear comete una enorme frivolidad que pone de manifiesto su carácter caprichoso y pueril. Cuando cede la potestas y el imperium a Goneril y Regan y se reserva sólo la auctoritas, más una dotación de cien hombres y el derecho a vivir en casa de las herederas, Lear se desacraliza a sí mismo, es decir, deja de ser un dios para convertirse en un pobre viejo jubilado que no hace más que incordiar en todas partes. Muy pronto, esos cien hombres que se había reservado empiezan a parecerles demasiados a sus hijas, que se impacientan con su barullo, a la vez que no tardan en mostrar su verdadera calaña de harpías. Lear comienza entonces a notar que los criados de Goneril y Regan le contestan mal y no reconocen su autoridad, mofándose incluso de él. Poco a poco, el viejo rey se va quedando sin casa hasta salir al páramo, ya en el acto tercero, acompañado por unos pocos fieles y transformado en un mendigo.
Los paralelismos con el caso de don Juan Carlos son obvios e ilustrativos, aunque sea irónicamente. Una abdicación –es decir, una renuncia voluntaria a una dignidad vitalicia– es siempre un gesto dramáticamente muy complejo. Shakespeare recreó el problema en sus obras –no sólo en King Lear sino también en toda la Henriada, así como en La tempestad, que termina con la abdicación de las abdicaciones– porque le servía para investigar lo que más le interesaba. Como antes Plutarco, Shakespeare saca a la luz el rostro humano que se oculta tras la máscara política. Tras el cobarde Ricardo II, el ambicioso Bolingbroke, el ambiguo Hal o el melancólico Hamlet se esconden hombres afectados por pasiones comunes, descarriados de sus obligaciones o de sus destinos para averiguar otra cosa, más allá de los dictados de la historia, a solas con su frágil mortalidad.
Hamlet pospone indefinidamente la acción en favor de la memoria y el pensamiento, obedeciendo al pie de la letra el mandato del espectro paterno: “Adieu, adieu, remember me”. Lear, cegado por la ira y el sentimiento enfermizo de posesión que tiene por Cordelia, a quien en realidad no quiere soltar, se sacrifica a sí mismo, provoca una guerra civil y acaba desterrado en su propio reino para descender a lo más bajo, experimentando un proceso de despojamiento que le obliga a asumir la esencia de la condición humana así como a descubrir una nueva forma de amor, aunque para entonces ya tiene el cadáver de Cordelia en brazos.
Portada de 'King Lear' en una edición facsímil en inglés
El caso de don Juan Carlos es dramáticamente muy jugoso. Toda la historia de los borbones en el siglo XX, de hecho, daría para un ciclo teatral muy intenso. Desde la renuncia de Alfonso XIII al trono, la dinastía no ha conocido ninguna transición pacífica. Don Juan vio impotente cómo se iba desintegrando su autoridad sobre su hijo, entregado de niño a un dictador que mantenía en vilo al país acerca de sus planes sucesorios, en virtud del poder absoluto que le confería un estado de excepción que había derogado la Segunda República sin restaurar la monarquía, cuya corona permanecía vacante. Desde aquel momento en que don Juan Carlos se negó a apoyar a su padre en Portugal y se quedó al lado de Franco, se abrió una brecha entre padre e hijo que se tradujo en un conflicto entre legitimidad dinástica y sucesión militar. Cuando en julio de 1969 se decidió al fin a nombrar a don Juan Carlos sucesor “a título de rey”, designándole, a partir de entonces, príncipe de España –y no de Asturias, como le hubiera correspondido si su padre hubiera sido rey–, Franco acabó de golpe con las pretensiones de don Juan, a la vez que obligaba al hijo a matar al padre.
Al ser proclamado, en 1975, rey de España, don Juan Carlos estaba recibiendo, en contra aún de la voluntad de su padre, un poder emanado de la victoria en la guerra civil, un imperium y una potestas de naturaleza totalitaria en la que el título de rey escondía el de dictador. No fue hasta 1977 cuando don Juan, en un acto bastante deslucido, cedió sus derechos dinásticos –que él a su vez había recibido por la abdicación de su padre en enero de 1941, exiliada la familia real en Roma– a su hijo, reconociéndole así como rey histórico, más allá de la proclamación militar por las cortes franquistas. El proceso de legitimación culminaría con la aprobación de la Constitución en 1978, la ley en virtud de la cual el rey Juan Carlos cedía la soberanía al pueblo español y liquidaba así aquel imperium dictatorial, aunando a un tiempo la legitimidad dinástica, la militar y la democrática en un solo cuerpo. Don Felipe se convirtió entonces en el primer Príncipe de Asturias plenamente democrático. Todo al fin parecía haberse resuelto.
Retrato de Juan Carlos I / ANTONIO AGUDO
El final del reinado de Juan Carlos, sin embargo, no ha podido ser más lamentable. Poco a poco, su figura épica se fue ensombreciendo por los desmanes de un alma que se reveló más bien hortera, con esa fascinación por los millonarios, las rubias operadas, la caza mayor y la velocidad. De los dos cuerpos del rey, según la clásica definición de Kantorowicz, fue imponiéndose el mortal y corruptible, mientras que el político se iba degradando. El hieratismo ideal del monarca se fue resquebrajando hasta dejar ver a un pobre viejo mal enamorado, enfermo, despistado, que de pronto se veía obligado a pedir disculpas frente a las cámaras, avergonzado como un niño, vencido por su frivolidad y su prepotencia.
Hay en Ricardo II un monólogo que podría haberse puesto entonces en su boca. Depuesto ya por el ambicioso y severo Bolingbroke –el futuro Enrique IV–, un derrotado Ricardo empieza diciendo: “Let’s talk of graves, of worms and epitaphs” (“Hablemos de tumbas, gusanos y epitafios”) y acaba preguntándose: (“I live with bread like you, feel want / Taste grief, need friends. Subjected thus / How can you say to me I am a King?” (“Me alimento de pan como vosotros, siento necesidad / saboreo el dolor, quiero amigos. Subyugado de esta manera / ¿cómo podéis decirme que soy rey?”).
Ha sido, paradójicamente, la monarquía parlamentaria que él instituyó la que ha acabado por poner contra las cuerdas a Juan Carlos, que ahora emprende un incierto exilio motivado por causas simbólicas, ya que no se ha pronunciado aún ningún reproche penal contra él. A pesar de las transformaciones sociales y políticas, los reyes cifran su dignidad en un ámbito muy difícil de acotar, el mismo que les permite desarrollar su acción política de una forma que sería impensable en un presidente de República. Y esa es una contradicción imposible de solventar en las monarquías parlamentarias, que por otra parte se benefician de ese anacronismo.
La inviolabilidad del monarca es un residuo teológico muy elocuente al respecto. Felipe VI ha tenido que repudiar a su padre, que antes abdicó en él, para salvar la corona, como antes don Juan Carlos había tenido que enfrentarse a don Juan para conseguir el trono de España. En una y otra generación, lo que estaba en juego era el cuerpo político, pero al mismo tiempo se trataba de algo mucho más complejo. Como dice Enrique V en la obra de Shakespeare: “We must bear all / oh hard condition / twin-born with greatness / subject to the breath of every fool” (“Debemos soportarlo todo. Oh dura condición, nacidos gemelos con grandeza / expuesta al aliento de cualquier idiota”. Los reyes nacen gemelos por los dos cuerpos que encarnan.
Cuando sale al páramo, donde llega a quedarse completamente desnudo, Lear, acompañado por unos pocos fieles, experimenta un proceso de desposesión que le permite acceder a un conocimiento mucho más hondo de su doble condición. A pesar de sus delirios y de su aspecto desastrado, conserva el nombre de rey y unos pocos le reconocen todavía una autoridad espectral, indefinible, más allá de las leyes terrenales. La deshonra y el destierro le han liberado de su egoísmo y eso le ha permitido recuperar la majestad que él mismo había mancillado, descubriéndose como mortal y reconociéndose como soberano sin reino, mientras avanzan los lobos de Hobbes. Hay un momento en el acto cuarto en el que Gloster, ya ciego, oye a Lear delirando y comenta:
“Bien reconozco el timbre de esa voz / ¿No es el rey?”, a lo que el propio Lear, cubierto de maleza y vestido con harapos, contesta orgulloso: “Un rey de pies a cabeza” (“Every inch a King”). Gloster, luego, quiere besarle la mano, pero Lear la aparta diciendo: “Dejad que la limpie antes, huele a mortalidad”. (“Let me wipe it first, it smells of mortality”).