La lección del maestro
En un mundo donde se derriban estatuas, se borran lápidas, se mutilan libros y se censuran obras de arte, Jordi Llovet reivindica la autoridad intelectual de los maestros
7 julio, 2020 00:00“Con la desaparición del magisterio, ha desaparecido también la transmisión de una larga y fastuosa tradición”. Así de rotundo se muestra Jordi Llovet en el elegíaco postfacio de Els mestres (Galaxia Gutenberg), el homenaje que ha tributado a sus maestros Miquel Batllori, José Manuel Blecua, Martín de Riquer, José María Valverde y Antoni Comas. A cada uno de ellos les dedica un retrato afectuoso y nostálgico que describe tanto los principales rasgos de sus personalidades como su particular forma de entender los estudios humanísticos o su manera de ejercer la autoridad, que es probablemente el concepto protagonista de estas páginas, como lo era en Adéu a la Universitat (Galaxia Gutenberg), su polémico ensayo sobre su experiencia docente. Como recordaba siempre Hannah Arendt, auctoritas procede del verbo augere, que significa aumentar, y remite a la capacidad de quien ostenta autoridad para ampliar los cimientos de la tradición. La auctoritas se contraponía en Roma a la potestas, que era sólo el poder concedido legalmente a los magistrados, que en su más alta dignidad podían ejercer también el imperium, consistente en la fuerza militar y el privilegio de interpretar los auspicios divinos.
Jordi Llovet lleva a cabo en este libro un emocionado ejercicio de reconocimiento, nombrando señores a una serie de profesores y eruditos de quienes se sintió vasallo y denunciando al mismo tiempo la desaparición de esa forma de reconocimiento, en su sentido crítico más complejo, en la sociedad del siglo XXI. En un mundo que se dispone a derribar estatuas, borrar lápidas, mutilar libros y censurar obras de arte en aras de una presunta manumisión ideológica –lo que podríamos llamar la iconoclastia de la ignorancia–, el encuentro de Llovet con el fantasma de sus maestros, como el de Eliot con el de Yeats en las calles muertas del Londres destruido por los bombardeos, no puede ser sino un acto de disidencia.
Jordi Llovet / LENA PRIETO
Es verdad que la conversación póstuma con el maestro, de larga tradición literaria y filosófica, ha sido siempre una escena compleja, a menudo tensa, transida de admiración pero también de sufrimiento y muchas veces de rencor y de discrepancia. Toda nuestra tradición filosófica surge del parricidio que Platón cometió contra Parménides en el Sofista. Y Eliot, para reconciliarse con Yeats en el inolvidable pasaje de Little Gidding, recrea tanto el episodio de Dante con Brunetto Latini en el Infierno –unos versos del cual Llovet utiliza como epígrafe para su libro– como la escena de despedida entre Hamlet y el espectro paterno en las almenas de Elsinor.
No hay, en Els mestres, ni rastro de esa angustia de las influencias, sino simplemente un tributo de amor y agradecimiento. Tan sólo las referencias siempre mordaces contra Joaquim Molas o el silencio con respecto a Antonio Vilanova –que fue su director de tesis– nos permiten imaginar lo que hubiera podido ser la otra cara de este libro. Significativamente, tampoco hay aquí menciones a otros profesores con los que Llovet se formó, como por ejemplo Julia Kristeva, y que en un principio podrían parecer más cercanos a lo que ha sido su trayectoria intelectual. Aunque se doctoró en hispánicas, Llovet en realidad cursó su carrera en el extranjero, en Frankfurt, París y Bolonia, especializándose, a lo largo de la década de 1970, en la vanguardia crítica del momento, que utilizaba herramientas de la hermenéutica y el psicoanálisis, una corriente que luego él, siendo ya profesor, quiso implantar en la Universidad de Barcelona, precedente de su ímprobo esfuerzo por crear en su facultad el departamento de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada.
La elección, por tanto, de esos y no de otros maestros es también elocuente. Batllori fue historiador, Riquer medievalista y Blecua hispanista. Los más afines a su genealogía intelectual fueron sin duda José María Valverde, que se dedicó sobre todo al estudio de la literatura moderna y contemporánea, con una vocación claramente comparatista, y Antoni Comas, fallecido prematuramente y quizá la figura más llamativa de este retrato coral, puesto que de alguna manera encarna todo aquello que podría haber sido y no fue con respecto a la concepción y enseñanza de la literatura catalana en la España democrática. En una de las escenas más impactantes del libro, Llovet recuerda a Martín de Riquer recitando de memoria el Dies irae en la capilla de la universidad durante la ceremonia en recuerdo de Comas, que en 1981 había muerto con tan sólo cincuenta años. Teniendo en cuenta que su sustituto en la cátedra fue Joaquim Molas, el Requiem parecía ir dedicado no sólo a su persona sino también a los valores que representaba y que fueron luego liquidados en la Cataluña de Pujol.
Por supuesto, la figura escondida en esta Conversation Piece es el propio discípulo, que con gran elegancia apenas habla de sí mismo. Durante cuarenta años, Jordi Llovet ha sido maestro de varias generaciones de estudiantes de letras, entre los que me cuento. Hasta que ganó la cátedra –en el ejercicio de oposición más deslumbrante e insólito que jamás se ha visto, tanto por el respeto del tribunal como por la exposición de Llovet, a quien por cierto un anciano y frágil Blecua quiso apoyar con su presencia en lo que seguramente fue una de sus últimas salidas de su domicilio–, Llovet impartía tan sólo una asignatura de primero que se llamaba Teoría de la Literatura, común a todas las filologías. Como he dicho en más de una ocasión, virtualmente nunca he salido de esa aula.
Con el ánimo de introducirnos en la literatura universal, Jordi nos obligó a leer e interpretar obras como Los muertos de Joyce, A una que pasa de Baudelaire, Tal y como en los días de fiesta de Hölderlin, El infinito de Leopardi o La metamorfosis de Kafka. Su lectura, sobre todo, de Hölderlin y Kafka me dejó completamente fascinado. Nunca nadie me había demostrado que la inteligencia, de viva voz, podía sobrevolar un texto literario de esa manera. Hablando de La transformación –así defendía él, como antes Gabriel Ferrater, que debía traducirse la narración de Kafka–, nos dijo un día: “La semana que viene os llevaré todavía más lejos”. Y así, clase tras clase, Llovet fue tejiendo un tapiz de comentarios y exégesis donde tan pronto aparecía Homero como Horacio, Shakespeare, Dante, Samuel Johnson, Dickens, Flaubert, Antonio Machado o Carles Riba.
Su dominio de la alta cultura estaba lleno de libertad, pasión y humor. En sus largas digresiones, Jordi podía pasar del comentario severo al disparate imprevisto, de la profundidad religiosa a la travesura pueril. En un rapto de entusiasmo era capaz de subirse a la mesa de la abarrotada aula 303 y ponerse a cantar, con su voz de barítono, Là ci darem la mano de Don Giovanni, cumpliendo con la maravillosa vocación de histrión que siempre ha conservado, a despecho del mundo y sus convenciones. Una de las tantas cosas que le agradezco, por cierto, es que me introdujera, cuando yo apenas tenía veinte años, en las óperas de Mozart, que desde entonces han sido una fuente inagotable de placer y alegría.
La aportación de Jordi Llovet a la vida cultural –política, en un sentido lato– de este país está aún por evaluar y honrar como merece. Además de su heroico ensayo de dignificación universitaria, a la postre tan ingrato, hay que destacar su labor como miembro fundador y director del área de literatura del Institut d’Humanitats, donde también creó, a imitación del New York Institute for the Humanities, al que asistió en la década de 1980, la inolvidable Sociedad de Estudios Literarios (SEL), que una vez al mes reunía a los mejores intelectuales de Barcelona para debatir sobre literatura. En la SEL fue donde Martín de Riquer, por ejemplo, expuso por primera vez su teoría de la autoría única del Tirant lo Blanc.
Jordi Llovet, durante la presentación de
Admira también repasar la lista de obras que Jordi ha traducido. Su versión del Félix Krull de Thomas Mann o de El archipiélago de Hölderlin son sencillamente dos obras maestras de la prosa y el verso en catalán. Ejemplar es también su edición en castellano de la obra completa de Kafka, publicada por Galaxia Gutenberg. Y en sus artículos y ensayos, como en este libro de los maestros, Jordi siempre es dueño de una prosa hipotáctica, muy difícil en catalán, tan eufónica y bien articulada como su propia persona, la única que yo he conocido capaz de hablar con notas al pie. En los últimos tiempos, cada vez que trato de animarle para que traduzca alguna obra más de Hölderlin o de Rilke, Jordi indefectiblemente me contesta: “¿Y para quién quieres que lo haga? Todas mis traducciones han sido guillotinadas. El país está acabado”. Él se conforma con cultivar la amistad, de la que es un virtuoso, y con seguir completando su fastuosa biblioteca, trasunto, dice, de la felicidad de su vida.
Aunque tiene demasiado sentido del humor para considerarse víctima de nada, la verdad es que la talla intelectual y moral de Jordi Llovet no ha recibido el reconocimiento que él ha sabido dedicar a sus maestros. Y a pesar de que a nosotros, los más jóvenes, no nos queda más remedio que perseverar, en un mundo que ya nada tiene que ver con el de aquellos legendarios dons, no podemos sino comprender que en este libro el maestro parezca cantar con Virgilio: “Claudite iam rivos pueri sat prata biberunt” (“Cerrad las acequias, muchachos, pues ya bebieron los prados”).