Valores morales, política sincera
El filósofo Michael Sandel defiende que la moralidad va a convertirse en el elemento esencial del debate público, justo cuando aparecen grandes dudas en los gobernantes
17 mayo, 2020 00:10El momento iba a llegar. Una vacuna para la humanidad, o ¿para aquellos países que hayan invertido más o dispongan de los mejores medios en estos momentos? ¿Qué se puede vender y qué servicios no deberían ser mercantilizados? La moralidad llama a la puerta de los principales gobernantes, y quiere estar presente en el debate político, como un primer plato indispensable. Sus defensores no tienen dudas, pero han tenido grandes dificultades para hacerse escuchar. Uno de ellos es el filósofo político Michael Sandel, y lo plasmó en su obra Lo que el dinero no puede comprar, los límites morales del mercado (Debate). Pero, ¿con qué herramientas trabaja?
La disyuntiva no se ha hecho esperar. La multinacional Sanofi ha tocado la campana. El director general de la farmacéutica, Paul Hudson, ha señalado que si consigue desarrollar una vacuna para el COVID-19 el primer país que servirá será Estados Unidos. El argumento es el siguiente: “Ha invertido para tratar de proteger a su población”. Saltó de inmediato –la sede de Sanofi está en Francia– el presidente francés Emmanuel Macron, quien respondió sin titubeos: “Debe haber una respuesta multilateral coordinada para que la vacuna esté disponible para todos al mismo tiempo porque no hay fronteras para el virus”. Lo tenemos, sí, la moralidad entra en el terreno de juego, para jugar de líbero, en un periodo histórico en el que los cálculos economicistas deberán quedar aparcados.
La victoria no está asegurada, pero es un primer intento. Se trata de recuperar una corriente de la filosofía política que lleva décadas luchando frente a un liberalismo político que creyó haber superado todas las pruebas. Es el comunitarismo de Sandel ante el liberalismo neutral de John Rawls, es la convicción de que no podemos ser sujetos vacíos de moralidad, que compramos y vendemos servicios, con nuestras propias concepciones del bien –de carácter privado– y que debemos ser fieles a cómo interpretamos el mundo en función de nuestros valores, sin mostrar vergüenza por exhibirlos.
Sandel reivindica ahora su papel. Si la transformación de la sociedad acaba siendo una realidad, si la pandemia obliga a otras relaciones sociales, la moralidad volverá a tomar las riendas en el debate público. ¿Todo deberá responder a relaciones mercantiles o ha llegado el momento de repensar qué hacemos con lo más cercano, cómo se plantea vivir de acuerdo a convicciones morales que creíamos superadas, por añejas y poco modernas? En Lo que el dinero no puede comprar, Sandel plantea que no se puede seguir con un modelo en el que todo está en venta. Y lo señala por dos cuestiones que quedan aparcadas de forma frecuente: la desigualdad y corrupción. Si cualquier servicio se puede monetizar, los individuos con menos recursos pierden posiciones. La brecha de la desigualdad será mayor. Pero, al mismo tiempo, se favorece la corrupción.
Uno de los casos famosos que expone Sandel –es uno de los pensadores más populares del mundo, con buenas artes comunicativas– es el de las multas y las guarderías. ¿Se puede instaurar que los padres paguen multas si se retrasan cuando van a recoger a sus hijos en las guarderías? Sandel no lo duda: corrompe las obligaciones morales. Porque si acabo pagando la multa, me puedo convencer de que ya he cumplido con mi responsabilidad como padre. La puesta en práctica de esta medida provocó que se generalizara el retraso de los padres para recoger a sus hijos. ¡Ya pagaban las correspondientes multas! Así que se acabó eliminando en muchos lugares donde se aplicó.
Hay otras consideraciones que afectan, además, al propio sistema político democrático. Una de las prácticas que también analiza Sandel es todo lo relativo con hacer colas. En Estados Unidos se ha generalizado. Se hace cola durante toda una noche ante el Congreso de Estados Unidos para guardar el sitio a un miembro de un lobby que desea asistir a una sesión del Congreso. Se cobra entre 15 y 20 dólares por hora. El lobista paga a una empresa que se dedica a alquilar a personas sin hogar o en otras circunstancias difíciles para guardar la plaza.
Ilustración de una cola de pacientes en un hospital / BROTHER UK
¿Qué dice un economista? Si las largas colas para adquirir un bien o para usar determinados servicios es algo antieconómico e ineficiente, –con otros ejemplos más allá del lobista frente al Congreso– será una señal de que el sistema de precios ha fallado en su tarea de equilibrar la oferta y la demanda. Por tanto, permitir que la gente pueda pagar por un servicio más rápido en aeropuertos, parques de atracciones o autopistas mejora la eficiencia económica al permitir que se ponga precio al tiempo empleado.
En el caso de los lobistas la cuestión llevó a The Washington Post a publicar editoriales contra esa práctica, al entender que se trataba de algo “degradante” para el Congreso y “despectiva hacia el público”. Y una senadora, como apunta Sandel, tomó cartas en el asunto. La demócrata Claire McCasKill, senadora por Missouri, trató de eliminar esa práctica con un argumento claro, pero difuso para los defensores de esa eficiencia económica: “La idea de que grupos con intereses especiales puedan comprar plazas en las conferencias del Congreso igual que se compran entradas para un concierto o para el rugby me resulta ofensiva”. Sí, pero esas prácticas se mantienen.
Lo que está detrás de esa reflexión, y es la que engarza con Sandel y puede ser útil en unos supuestos nuevos tiempos tras la pandemia es que no se puede reducir la vida pública a una serie de transacciones económicas, sin ninguna implicación moral. Las democracias liberales se han acercado al ideal de John Rawls, que revolucionó la filosofía política con su Teoría de la Justicia, un libro de 1971. Rawls propugnaba un Estado neutral, que pudiera garantizar la igualdad de oportunidades. Pero donde las concepciones del bien las tuviera cada uno bien protegidas. El Estado no tenía por qué enseñar determinadas cartas morales.
Rawls se defendió frente a las posteriores críticas, entre ellas la comunitarista, con su libro Liberalismo Político. Pero Sandel, que no quiere identificarse como un comunitarista de manual, al rehuir de las identidades basadas en tradiciones, sigue cuestionando esa democracia liberal tan aseada que ha arrinconado los valores morales. Lo que denuncia es el vacío de los propios debates políticos, y lo verbaliza con convicción: “Nuestra política está recalentada porque es en su mayor parte inane y vacía de todo contenido moral y espiritual. No se compromete en cuestiones de calado, que son las que preocupan a la gente”.
Y va más allá, al entender que ese liberalismo descarnado, que tiene su traducción en la barra libre que adoptó la economía y que tuvo su gran crisis en 2008, con la explosión del sector financiero, es responsable de esa falta de moralidad. “El vacío moral de la política contemporánea tiene diversos orígenes. Uno es el intento de desterrar del discurso público toda la noción de la vida buena. Con la esperanza de evitar las luchas sectarias, a menudo insistimos en que los ciudadanos dejen atrás sus convicciones morales y espirituales cuando entren en el ámbito público. Pero, a pesar de su buena intención, la reluctancia a admitir en la política argumentos sobre la vida buena preparó el camino al triunfalismo del mercado y a la continuidad del razonamiento mercantil”.
Con muchas vidas en juego, con una pandemia que cuestiona cómo se han dedicado recursos públicos y por qué en determinados sectores y no en otros, Sandel es una fuente de donde beber con desahogo. En la vida pública no hay que esconder los valores que cada uno tenga, –reclama– aunque no deba imponerlos a nadie. Pero sí defenderlos, y mostrar que se puede construir una sociedad menos mercantilista, olvidando que todo se pueda monetizar.La primera prueba de fuego será esa vacuna, por la que compite toda la comunidad científica, pero también todas las multinacionales farmacéuticas que quieren explorar los futuros beneficios. ¿Macron lee a Sandel?