Marisa Díez de la Fuente, Marisa Ciento, que regentó una galería en la calle Consejo de Ciento hasta 1990 / CG

Marisa Díez de la Fuente, Marisa Ciento, que regentó una galería en la calle Consejo de Ciento hasta 1990 / CG

Letras

La adorable Marisa Ciento

Su interés por la creación contemporánea era sincero y con fundamento: con ella, Barcelona fue una ciudad mucho mejor que la de ahora

17 febrero, 2020 00:00

Me la presentó Carlos Pazos, nuestro conceptual más delirante, al que yo había conocido hacía poco a partir de aquellos Bailes Selectos que, a medias con el inefable Manel Valls, organizaba los fines de semana en el Salón Cibeles. Marisa Díez de la Fuente (Burgos, 1931 – Barcelona, 2015) estaba al frente de la Galería Ciento, que fue el principal apoyo del arte conceptual catalán en una época en que quienes lo practicaban tenían serios problemas para ser considerados miembros de pleno derecho de la sociedad artística barcelonesa. Siempre tuve la impresión de que Carlos era su favorito y su niño mimado y que entre ambos se había establecido una especie de relación materno filial basada en el afecto y la admiración mutuos.

No tardé mucho en beneficiarme yo también del afecto de Marisa Ciento, como se la conocía en su hábitat profesional; de la admiración ya no estoy tan seguro, pues a mis veintitantos años tampoco había hecho gran cosa para merecerla, más allá de disfrutar enormemente de su compañía y de su conversación. En cualquier caso, Marisa me trató ipso facto como a un sobrino apreciado y pasó por alto todas mis lagunas sobre el arte contemporáneo, que eran muchas y profundas: en sus vernissages siempre tenía un ratito para mí, que a menudo se prolongaba en la cena que se pagaba para sus ilustres gorrones y a las que siempre me invitaba a sumarme.

Sobre el papel, Marisa podía parecer un tópico andante: la típica burguesa con pretensiones intelectuales a la que un marido rico le ha puesto una galería para que se entretenga. Ciertamente, Marisa era una chica de buena familia, y su marido, el señor Ortínez, era uno de los burgueses catalanes más conspicuos de la época, pero ahí se acababa el tópico: Marisa no regentaba una galería de arte para pasar el rato y darse pisto, sino que su interés por la creación contemporánea era sincero y con fundamento. El dinero de su marido lo había invertido juiciosamente, y ella era una mujer con criterio, capaz de darlo todo por sus artistas, que jugó un papel fundamental para mi amigo Pazos y muchos otros creadores, digamos, difíciles de vender. No contenta con eso, Marisa era una mujer adorable a la que le sobraban la simpatía y el sentido del humor. No hacía distingos entre connaiseurs y pardillos y trataba por igual a los miembros de ambos colectivos si le caías simpático, como fue mi caso.

La galería de Marisa ocupó el número 347 de la calle Consejo de Ciento entre 1974 y 1990. Cuando chapó por problemas económicos -la falta de ventas suele ser la maldición de los galeristas con criterio cuyo gusto particular se impone siempre a la posibilidad de negocio-, nos quedamos sin la presentación de los jueves por la tarde y la habitual cena posterior para los amigos, costumbre que algunos habíamos adquirido y de la que nos costó lo nuestro desprendernos. La galerista vivió veinticinco años más que la galería. Nos seguimos viendo, pero ya no con la periodicidad (por mí) deseada. También se resintió la estupenda oferta 2 x 1 que te proporcionaba Marisa en sus inauguraciones, donde solía estar su hija, Luisa Ortínez, tan encantadora y con tanto criterio como mamá a la hora de ejercer de curator.

Nunca le escuché a nadie una mala palabra sobre Marisa Ciento, esa mujer que se vino desde Burgos a mejorar Barcelona con su galería y su personalidad y que hoy día igual estaría mal vista por la consellera de Cultura de la Generalitat porque nunca llegó a hablar catalán. Hizo mucho por la cultura catalana en general y la barcelonesa en particular, pero eso, en la actual circunstancia de nuestra nación milenaria (aunque sin estado propio), no encuentra ningún agradecimiento por parte del régimen. Lamenté perder a Marisa en 2015, pero la envidio por haberse librado de sufrir a auténticos genocidas culturales como Torra, Puigdemont o Colau. Con Marisa, Barcelona fue una ciudad mucho mejor que la de ahora.