Liberalismo humanista, capitalismo innoble
Lo que ocurre en Francia se parece a lo que pasa en el Reino Unido, Alemania, Chile, Bolivia, España o Hong Kong: se percibe el fin de una era. La que empezó en 1945
16 febrero, 2020 00:05Emmanuel Macron ganó las presidenciales francesas de 2017. Era la gran esperanza blanca del nuevo liberalismo humanista y transversal, se decía. Menos de dos años después, sus anuncios y decisiones tienen a Francia en pie de guerra. ¿Qué ha pasado? Apenas nada. Lo cierto es que Macron no ganó ilusionando sino por ser el mal menor frente a Marine Le Pen. En la primera vuelta obtuvo el 24% de los votos. En la segunda, el 66%. Muchos lo votaron tapándose la nariz. Intuían lo que se les venía encima. El escritor Régis Jauffret, que pidió el voto para Macron, afirma en el penúltimo número de la revista francesa Les Inrockuptibles que su mandato se ha caracterizado por el desprecio a los perdedores sociales y la admiración por los “héroes de las finanzas”. Coincide con los sociólogos Monique y Michel Pinçon-Charlot, autores del libro El presidente de los ricos. Bajo su gobierno, el número de milmillonarios franceses se ha multiplicado por cuatro.
Ya Josep Fontana sugirió en Por el bien del imperio (Pasado & Presente) que Europa, tras vencer al fascismo en la Segunda Guerra Mundial se mostraba llena de esperanza en un mundo mejor. Ilusión que se daba tanto en los países del Este como en los del Oeste. Pero esta esperanza se ha ido diluyendo. Lo que hoy queda es, en el mejor de los casos, resignación. Explica bien lo que está ocurriendo en Francia, pero no sólo en Francia, un anuncio de 1988. En la mitad izquierda de las vallas aparecía una pareja de jóvenes sesentayochistas bajo la consigna: 1968: cambiar la vida. A la derecha, los mismos jóvenes 20 años después y una nueva leyenda: Cambiar la cocina.
Desde entonces, las expectativas no han mejorado. Mayo del 68 fue una explosión de confianza en las posibilidades de transformación y progreso social; los movimientos de protesta que hoy vive el país vecino reflejan, en cambio, sólo voluntad de resistencia. Los chalecos amarillos, los agricultores que protestan, no buscan mejoras, se conforman con que las cosas no empeoren: que no bajen las pensiones, que no suban los carburantes, que se mantengan los servicios sociales, que no desaparezcan las ayudas a la agricultura. No miran hacia el futuro, sino hacia el pasado. No buscan el bien, se conforman con reducir el impacto del mal, con el mal menor. Y Macron ya no es ni eso. El cineasta Antonin Peretjatko dice que representa no ya el capitalismo humanista sino el capitalismo “innoble”. Un adjetivo que puede extenderse a otros dirigentes del primer mundo en retroceso.
Lo que ocurre en Francia se parece a lo que pasa en el Reino Unido, en Alemania, en Chile, en Bolivia, en España, en Hong Kong. Los conflictos que el pasado año sacudieron a diversos países tienen elementos comunes. El más importante: el malestar de una población que atisbó la posibilidad de la sociedad del bienestar y a la que ahora se le niega la miel que tuvo en los labios. Antonio Pau resume en Manual de Escapología (Trotta) algunas de las causas de ese malestar: “Hay una sensación generalizada de degradación ambiental, de burbujas que se pinchan, de inoculación de virus (biológicos e informáticos), de aumento de la violencia, de evolución desbocada de la tecnología, de tambaleo de la estructura política de la sociedad. En definitiva: se percibe confusamente el fin de una era”. La que empezó en 1945.
La mayoría pudo resignarse mientras creyó que la Tierra era un valle de lágrimas y que el paso por ella sería compensado con la salvación eterna. Pero un día toda esa gente descubrió que las lágrimas no son imprescindibles y que la salvación es una hipótesis ni confirmada ni confirmable. Y decidió que tenía razón uno de los filósofos más importantes del siglo XX, Antonio Machín, porque “se vive solamente una vez”. Cuando los poderes de siempre intentaron recortar derechos en esta única vida, la gente salió a la calle dispuesta a evitarlo. No se pide más; tampoco menos.
La revuelta en Francia muestra que el caos puede empezar por algo nimio, como la subida del combustible, una medida tal vez incluso razonable. Similar decisión está detrás de otras dos sublevaciones: la ecuatoriana, relativamente apaciguada, y la chilena, que prende por el aumento del precio del transporte y que ha pasado de cuestionar esa medida a cuestionarlo todo. Tanto esos movimientos de protesta como los de Irán e Irak, Hong Kong y Bolivia carecen de líderes reconocidos. Y coinciden también en cuestionar al conjunto de la clase dirigente.
En el caso de Francia, se añade la falta de sensibilidad de Macron al anunciar el aumento de las tasas de los carburantes. Esa misma semana se había tramitado en el Parlamento una rebaja al impuesto sobre las grandes fortunas. Los afectados se vieron, además, agraviados. Y el agravio es un acelerador de la combustión social. Ni siquiera es necesario que sea real: basta con que sea verosímil. En él se basan ácidos conflictos territoriales: desde la Lega italiana al Brexit británico, pasando por el independentismo catalán. Todos presentan elementos compartidos: son territorios que se proclaman expoliados por los vecinos. Y tienen también en común con los de raíz económica su conservadurismo.
Las protestas persiguen paralizar los cambios o, si deben darse, que sean hacia un pasado imaginario que fue necesariamente mejor. Esta fijación en el pasado no es nueva. Los estudiosos de las utopías han visto que hay dos tipos de paraísos: los situados en el futuro, que conllevan un proyecto de transformación social y de mejora colectiva pero exigen la actuación del hombre, y los que sitúan el paraíso en el pasado (1714, en el caso catalán; antes de integrarse en la UE, para el Brexit), de modo que el presente es una degradación del paraíso.
En las últimas semanas se ha producido la protesta del sector agrícola comunitario. Empezó en la Francia de Macron y se extendió casi de inmediato a Alemania y España. Los manifestantes denuncian que el precio del producto en origen se multiplica por mucho cuando llega al consumidor. ¿Contra quién se dirige la protesta? Contra los gobiernos, que son quienes deben reducir estos desequilibrios. ¿Cómo? Interviniendo en el mercado. Pero es una abierta contradicción pedir que los gobiernos intervengan en el mercado y que se mantenga, a la vez, el libre mercado. Quienes prefirieron a Macron frente a Benoît Hamon (procedente del Partido Socialista) o al más izquierdista Jean-Luc Mélenchon, votaban el libre mercado que ahora exigen regular. Es posible que lo hicieran desengañados por una izquierda que se ha dedicado más a gestionar que a transformar, que se ha ido vaciando a base de promesas incumplidas. Pero lo llamativo es que ahora pidan a Macron que actúe como si fuera socialdemócrata.
El problema es que el rechazo al capitalismo liberal es un movimiento que no propone nada en su lugar. Es hijo de la rebelión, distinta de la revolución: ésta ofrece un proyecto y aquélla sólo niega sin mostrar caminos hacia alguna parte. Aunque en realidad, no es exacto que el rechazo del presente sea un movimiento ciego y sin futuro. Los que salen a la calle a defender sus derechos lo hacen porque saben que esos derechos existen y fueron suyos.
El problema es que el rechazo al
En los años ochenta y noventa, buena parte de la población occidental participó del reparto de la riqueza, gozó de amplios derechos. Los primeros pasos para recortarlos, lo recordaba hace unos días el pensador francés Jacques Rancière, los dieron Margaret Thatcher y Reagan. En España, donde los sindicatos se instalaron tardíamente, el ataque lo protagonizó, sin complejos, el Partido Popular, cuya reforma laboral incluía medidas que anulaban la capacidad de negociación de los asalariados. Pero aunque el miedo al despido y al paro atenace e inmovilice, la memoria retiene que un mundo mejor es posible.
No es una idea nueva. Immanuel Kant, en un folleto dedicado a explicar qué es la Ilustración, ya señalaba que, a veces, se producen retrocesos en el progreso. Pero el futuro no está escrito en las estrellas, depende de la acción humana. Lo deciden los que salen a oponerse a los recortes, a la laminación de los valores universales. Esto escribió Kant: “El progreso (de la humanidad) hacia lo mejor jamás retrocederá por completo”, los avances registrados, aunque se pierdan momentáneamente, “ya no se olvidan”, porque “una vez que la naturaleza ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura (...) siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos”. Y frente a esa memoria de libertad y bienestar no hay Macron, Trump, Johnson, Rajoy o Putin que valga, aunque temporalmente pueda el miedo doblegarla.