El escritor Luis Mateo Díez / YOLANDA CARDO

El escritor Luis Mateo Díez / YOLANDA CARDO

Letras

Luis Mateo Díez: "Existe una España extinta, una España que murió"

El Premio Cervantes 2023, escritor y académico de la Lengua, defiende el pasado como un buen refugio antes las calamidades de la vida, reflexiona sobre la vejez y defiende la novela como una forma de penetrar en la realidad

17 febrero, 2020 00:05

Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) es, como el poeta, un hombre bueno “en el buen sentido de la palabra”. Detesta el “elitismo fatuo” de ciertos actores culturales y cree que lo más inteligente que se puede hacer a su edad es “estar tranquilo en casa”. Niño con pretensiones magnicidas, formado en Derecho, poeta, dramaturgo, guionista efímero y, sobre todo, magnífico y prolífico novelista, tomó posesión de la Silla I en la Real Academia Española el 20 de mayo de 2001, con un discurso titulado La mano del sueño (algunas consideraciones sobre el arte narrativo, la imaginación y la memoria), y ha sido galardonado, entre otros, CON el Premio Nacional de Narrativa, el Premio de la Crítica o el Premio Francisco Umbral. Su prosa es nítida como el agua de un río de montaña sin contaminar; su narración, expresionista y precisa, refulge a fogonazos; sus personajes, seres peculiares –por no decir medio zumbados– que inspiran risa y ternura, y su territorio, las Ciudades de Sombra, una geografía personal, ucrónica y recurrente a lo largo de toda su bibliografía. Le entrevistamos con la excusa de la publicación de su última novela, Juventud de cristal (Anagrama), en la que su protagonista, Mina, plasma sus recuerdos de un tiempo pasado, a saber si mejor o peor, pero sí inquieto/inquietante, trascendente y frágil.

–Señor Díez, ¿la realidad supera a la ficción, o es un tópico falso?

–La realidad supera a la ficción, pero hay que tener en cuenta que son dos cosas bastante distintas. La realidad va por un conducto, la ficción por otro, y lo que pasa es que una es espejo de la otra. O sea, la realidad es incontenible, imprevisible, y la ficción es más controlable, y no deja de ser, con frecuencia, un espejo en el que podemos ver algo si no de las cosas que pasan, por lo menos, del sentido que tienen las cosas que pasan.

–¿Qué le proporciona su realismo, digamos, irrealista?

–Tengo la idea de que la ficción, la literatura, la novela, el arte, en general, se pueden ver desde otra realidad paralela. Esa otra realidad tendría puntos de aprecio como más irrealistas, irreales, más liberados, no tan constreñidos. Para mí es un buen periscopio. Me permite hablar de la vida, no digo ya de lo real, desde esa perspectiva a veces expresionista, extorsionadora, humorística, tragicómica, y me da una gran libertad.

El escritor Luis Mateo Díez / YOLANDA CARDO

–Su patria literaria son sus Ciudades de sombra. A veces España se parece tanto a sus obras, con su realismo irrealista y sus territorios sombríos.

–(Risas) Sí. Lo bueno es que una novela es siempre una construcción de otro tipo. Como te digo, es un buen periscopio para ver las cosas que le suceden al ser humano en su profundidad, desde esas otras perspectivas. Me ha gustado siempre la mirada que ha quedado de España desde el esperpento, desde la deformación, desde ese tipo de espejos surrealistas, expresionistas, extraños. Al final, te das cuenta de que cuando pretendes saber algo de la España del XIX o de la España del arranque de siglo…, no sé, puedes leer en Valle-Inclán algo inquietante. Hay una sobrecarga de lo misterioso que, probablemente, da más complejidad a la mirada que podemos tener de lo que nos pasa.

–¿De qué refugia el pasado?

–Del exceso de actualidad. Vivimos en un mundo en el que los medios de comunicación y las nuevas tecnologías nos han permitido, de manera maravillosa, de acuerdo al desarrollo del progreso, un exceso de actualidad. Estamos acorralados por lo que está sucediendo en el instante y con conocimiento de ello. Eso es una sobrecarga bastante dura y, a veces, cruel. Entonces, hay que refugiarse. Hay que estar ahí, con todos los medios, faltaría más. Eso nos da muchas posibilidades de decidir con libertad, eso está claro. Pero hay que refugiarse. Y un refugio puede ser el pasado. No es sólo decir que el pasado hay que conocerlo para no repetirlo: hay que conocerlo para refugiarse en él, para distanciarse del presente. El presente hay que vivirlo, es así, y el futuro… mejor no pensarlo.

–¿La juventud es “una enfermedad que se cura con los años”, como dijo Shaw?

–Irremediablemente (risas). Todas las edades del hombre, como bien sabes, Jesús, se curan con los años. El tiempo es inmisericorde. Lo que pasa es que la juventud es un espacio de la edad muy peculiar, donde se substancian muchas cosas y es muy importante. Por eso me fascina y escribo mucho sobre ella.

–Y, como Oscar Wilde, ¿haría cualquier cosa por recuperar la juventud, salvo practicar “ejercicio, madrugar o ser un miembro útil de la comunidad”?

–(Risas) No, no. Oye, yo no la recuperaría. No tengo una visión nostálgica de mis edades anteriores. Soy alguien que está en el extremo de la madurez y en el inicio de la vejez. O en la vejez misma, vete a saber. Y estoy comprobando que esto de la vejez es terrible, que es llegar a un punto de la edad absolutamente penoso y miserable, en el que todos los días te levantas con que te duele algo y nunca es lo mismo, pero yo no volvería para atrás: no soy nostálgico y voy aceptando el paso del tiempo. Mi única explicación, a estas alturas, sería la tranquilidad: ¿qué placer mayor hay en la vida? Estar tranquilo y estar bien. Entonces, la perspectiva hacia el futuro en alguien ya muy mayor, que ha ido acumulando todas las edades, bueno, si es tranquilizadora, es estupenda. Aspiro a mi propia liquidación por derribo.

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–Por cierto, cuénteme eso de que fue o quiso ser un niño magnicida.

–Qué triste es eso (risas). He descubierto un secreto de esos lejanos de mi infancia, sí. Yo era un niño especial, raro, malo, recovecoso, en fin, tenía mal carácter. Mis padres tuvieron que lidiar conmigo, era llorón, daba mucha guerra, y tuve una conciencia temprana, pero no ya de índole política… Yo era un niño que tuvo la imagen de que vivía en un mundo donde mandaba un señor que se llamaba Franco. Y, por lo que yo veía, percibía o inventaba, causaba grandes desgracias. Y era el culpable de la mayor desgracia que había existido en este país, o, al menos, uno de los coadyuvantes. Entonces, yo quería matar a Franco. Quería asesinarlo. (Risas) Y me lo he callado siempre. Últimamente lo he contado como una anécdota que ha dado pie a algún cuento o a algún relato, pero sí, me di cuenta de que era un niño magnicida, es verdad.

Juventud de cristal es una fábula sobre la fugacidad de la vida.

–Sí. Sobre todo, desde la perspectiva de la fragilidad. Fugaz, frágil, extremadamente frágil. Y, a la vez, esa fugacidad conlleva un gran impulso de vitalidad. Esto se acaba y hay que vivir intensamente, conocer todos los resortes de la vida para hacer que esto, que se va a terminar pronto, tenga un sentido lo más intenso y fuerte posible.

–La protagonista es una mujer, Mina. La novela está escrita en primera persona. ¿Le ha costado cambiar de sexo –literariamente, quiere decirse–?

–El otro, probablemente, me hubiera venido muy bien. A saber qué me he perdido (risas). No, mira: hay muchas mujeres en mi vida. Como llevo tantas novelas, tengo muchísimos personajes femeninos. Y creo que hay retratos interesantes digamos de niñas, de chicas jóvenes, de adolescentes, de ancianas… Asumir la voz de Mina ha sido algo que he hecho con una naturalidad absoluta, porque al contar la historia de Juventud de cristal necesitaba contarla desde la voz de ella. Entonces, tuve una compenetración enorme desde que pensé cómo hacerlo, y me fluyó con una naturalidad absoluta. No he notado el mínimo cambio en hacerlo en tercera persona, desde otra voz, o en hacerlo con esa voz confesional de esa Mina un poco mayor que recuerda los avatares de la juventud. Me he sentido Mina. Tengo la mirada que ella pudo tener. Y además, veo que en las lecturas que va habiendo de la novela es algo que se valora mucho. Me dicen: “Oye, esto te funciona”.

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–Ese personaje sólo puede ser suyo.

–Ahí barro para casa (risas). Es una chica de cabeza alborotada, y en eso es un personaje mío. Tiene muchos elementos, diríamos, de extravío, de extrañeza, como pasa en casi todos mis personajes. Nadie podrá decir: “Este es el primer personaje femenino que Luis Mateo hace en su voz, pero qué distinto resulta”. No: está compatibilizado con todos los otros personajes. Hombre, tiene algunas sobrecargas mayores, una manera de ser y de mirar, y tiene su lado oscuro, su punto secreto. No descubro nunca la totalidad, porque les tengo mucho respeto y no entro a saco en ellos. El mayor elogio que me han dicho es: “Es un personaje tan fascinante como inquietante”. Bien.

–Como en su anterior novela, El hijo de las cosas (Galaxia Gutenberg, 2018), en el pueblo de Juventud de cristal, aparecen los mutilados, los heridos.

–Desde el comienzo, en mis novelas, esta especie de problemas físicos tenían para mí una cierta connotación de problemas morales o metafísicos. No era que yo me dedicara a ver las carencias de ese tipo en el ser humano con mala voluntad. Todo lo contrario.

–Hay mucho simbolismo.

Mucho simbolismo, sí. Me parece que todos estamos mutilados, no somos el total de lo que debiéramos. Pero no se trata de mutilaciones puramente físicas, sino de carencias. Hay también muchas enfermedades que se repiten demasiado, y ya me han llamado al orden algunos amigos y voy a tener que ir variándolas un poco (risas).

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–Y los enamorados se matan, pero no se mueren.

Porque el amor, vamos… El amor es una pasión fundamental, trascendental y tremenda, pero un poco caricaturesca. O sea, tenemos que rebajar un poco la conciencia que tenemos de que el amor es el sentimiento más sublime, grandioso y grandilocuente que existe. Yo pienso que el amor es una pasión extraordinaria y maravillosa. Se puede morir de amor, pero matarse ya es un fastidio. Entonces, en Juventud de cristal, amores, amoríos y decisiones radicales, continuamente, nunca llegan a buen puerto. Mina dice: “Aquí, todos estos se suicidan y no hay ninguno que se mate”. Y sí, el intento es ver un poco la frustración de un desamor, de que la chica a la que querías no te quiso, el chico que tú querías quiso a otra… Todo es un poco quimérico y disparatado. Creo que, en la novela, esa idea del amor en la juventud como uno de las grandes ensoñaciones y demás está puesta en su medida. Luego hay unos deslizamientos que me interesaba contar: los deslizamientos que hay entre amistad y amor; cómo, a veces, esas cosas se confunden. Ese territorio de ambigüedades a mí, literariamente, me gusta mucho.

–Uno de sus personajes, Odesa, dice una frase maravillosa: “Los corazones están alterados, y yo me muero de envidia”.

(Risas) Ese sí que es un sentimiento muy de las envidias juveniles y adolescentes. Es verdad. Odesa ahí tiene toda la razón. Es una chica un poco más relegada, no está en el término donde se substancian los grandes protagonistas. Esos juegos de amor del Baile de los Corales, donde se rememoran tiempos donde el baile tenía un punto ritual, Odesa dice: “Es verdad, hay mucho alboroto y yo estoy relegada”.

–¿Suscribe a su Nacho Cedal cuando dice que escribir es “encontrar sentido al galimatías de sus sentimientos”?

–Lo firmaría. Ahí Nacho está bien. Entre otras muchísimas cosas, eh, no es la más importante. Pero escribir es encontrarle un sentido a lo que vives, ver las contradicciones, los contrapesos que hay en la existencia, y encontrar un sentido a la vida. Las novelas ayudan a encontrar un sentido a la vida.

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–Si su lápida estuviera en el Baile de Corales –donde “los nombres no garantizaban la identidad de los difuntos, sino las consecuencias de sus muertes incompletas y de los sucesos que les habían hecho merecedores de aparecer allí”–, ¿qué le gustaría leer en ella?

–Aquí quedó Mateo. No sabemos lo que hizo, ni lo que supo, ni lo que quiso. Porque no se le entendía (risas).

–¿Hay que bombardear o hay que conservar las avenidas de las Tradiciones?

–Las tradiciones conviene conocerlas para saber que están ahí, que uno tiene mucho que ver con la herencia de las mismas y, a la vez, hay que saber separarse y distanciarse de ellas, y tener la conciencia de que puede haber otras tradiciones detrás de la que se acaban. Es como el tema este que estamos viviendo tan intensamente de los pueblos vacíos. No sólo es verdad que los pueblos estén vacíos y que haya una España vaciada. Es que es mucho peor: es que existe una España extinta, una España que murió. Entonces, el rescate de los pueblos vacíos puede ser una pretensión ecológica un poco tontorrona. Lo que muere, muere. Lo que hay que inventar son elementos de vida.