Fotograma de una entrevista en vídeo realizada a Gabriel Matzneff

Fotograma de una entrevista en vídeo realizada a Gabriel Matzneff

Letras

En torno al escándalo Matzneff

Lo peor que le ha pasado a Matzneff es que le sonreían y vagamente le escuchaban, pero nadie le tomaba en serio, nadie le leía de verdad

12 enero, 2020 00:00

Es un caso muy significativo. Un pedófilo conspicuo, declarado, confeso y jactancioso de serlo, que se llama Gabriel Matzneff, llevaba décadas publicando en Gallimard sus hazañas y siendo más o menos celebrado por el stablishment cultural francés –digo “más o menos celebrado” porque nunca tuvo mucho éxito— cuando, a los ochenta y tantos años de edad, después de toda una vida consagrada a la literatura y a la seducción de menores, ha caído en desgracia.

Se ha convertido de la noche a la mañana en un réprobo. Gallimard cancela su contrato con él y retira de las librerías todos sus diarios y novelas; el Estado cancela la beca que venía concediéndole desde hace décadas como sostén a un escritor valioso con dificultades económicas; los jueces investigan su pasado; los colegas que le reían las gracias se arrepienten públicamente de haberle apoyado hasta ayer mismo, y ahora dicen que en realidad ni siquiera es un buen escritor…

Todo esto, esta abismal caída, le ha pasado porque una de sus amantes, o de sus víctimas, Vanessa Springora, ha publicado Le consentement”(El consentimiento), un libro testimonial de la relación que sostuvo con él, a partir del año 1986, cuando ella tenía 14, era hija de unos padres peleados y Matzneff, un bohemio cincuentón que vivía en una “chambre de bonne” de Montparnasse, escritor minoritario pero conocido y respetado, la cortejó persistentemente y la sedujo.

“Desde el primer momento, cuando le anuncié que nos escribíamos, que él me había dado una cita, mi madre le definió como un pedófilo. No me la tomé en serio porque yo era una adolescente un poco rebelde y aquella palabra no me parecía corresponder a lo que estaba viviendo. Yo estaba en ese periodo de la adolescencia en que una tiende a considerarse adulta. No me reconocía como una niña y el término pedófilo estaba asociado a la infancia. Sería falso decir que nadie me avisó. Pero en cambio no hubo ninguna tentativa de poner fin a aquella historia. Mi madre ahora lamenta no haber ido más lejos. Se encontraba en un estado mental parecido al final de los años setenta, que era: “Prohibido prohibir”.

El escritor Vladimir Nabokov, representado en un 'graffiti' en Opatija (Croacia) / HENRY KELLNER.

El escritor Vladimir Nabokov, representado en un 'graffiti' en Opatija (Croacia) / HENRY KELLNER.

Aquella relación dejó en Springora, como en casi todos los que han sido víctimas de un pederasta, una lesión psíquica permanente, un “trauma” del que, muchos años después, cuando ya tiene 47, se ha liberado exponiéndolo en su acusación pública.    

 El consentimiento, título que se refiere al miserable consentimiento en las relaciones sexuales que pueda dar una niña desvalida a un depredador sexual adulto --un “ogro” de manual como califica Springora a Matzneff--, es un best seller en Francia. Y ha “abierto los ojos” a muchos de los que hasta hace bien poco le reían las gracias al simpático Matzneff, que había expuesto claramente su apología de la pedofilia en ensayos como Los menores de 16 años.

El caso es interesante porque revela la frívola estupidez del ambiente intelectual francés, ambiente donde precisamente lo más denostado desde Flaubert es “la sottise”, la estupidez. Solo que el “intello” francés (como el español o el de Gabón) suele considerar que la “sotisse” es siempre “des autres” – de los otros.

La conciencia de la estupidez de los demás nos duele, porque a todos nos gustaría vivir en un mundo superior y estar rodeados de gente tan inteligente como nosotros; pero al mismo tiempo la estupidez ajena nos halaga porque nos permite, precisamente, sentirnos superiores a esos “sots”, a esos “tontos”.

Por eso ver ahora el programa de Apostrophes de 1990, donde Bernard Pivot bromea con su desenvoltura de cultivado hombre de mundo, con sus gafas a mitad de la nariz, con su chaqueta de tweed, sobre la “peculiar” inclinación de Matzneff hacia las “escolares”, hacia las “chiquillas”, es repulsivo pero también una alegría: el célebre Pivot, el más importante periodista cultural de la historia de la televisión francesa, ¡qué ciego, qué cretino era, qué imbécil, con su indulgente superioridad! Y su torpe justificación de ahora, apelando al espíritu de aquellos tiempos, aquellas décadas en que la literatura se consideraba más importante que la moral, qué miserable: porque en aquella época, que tampoco está tan lejos como la Roma de la Antigüedad, y cuando ya se sabía perfectamente lo que es la pederastia y el daño que causa en sus víctimas, era precisamente cuando las Vanessas adolescentes eran lesionadas entre las risitas de Pivot y sus otros invitados a “Apostrophes”.

Todos y todas rieron, salvo la canadiense Denise Bombardier, intelectual admirable que desafiando las burlas y anatemas de los demás, y el espíritu de los tiempos, y ese “je vous interdis de…” de Matzneff,  se atrevió a tomartse la coasa en serio, y a sostener que entre las hazañas sexuales con menores de las que éste se jactaba y el ogro de los caramelos que se lleva a las niñitas a la puerta de la escuela no hay ninguna diferencia sustancial.

Ahora la casta intelectual está tan confusa y avergonzada que apenas se atreve a emitir una opinión sobre este asunto; a sus miembros les repugna la idea de participar en una “caza al hombre”: caza a Matzneff, que acaso podría suicidarse como hizo en circunstancias parecidas el también octogenario Richard Hamilton, el cineasta de Las canciones de Bilitis, cuando se vio cercado por las acusaciones de pedofilia; y entonces ¡qué sentimiento de culpa!

Por eso mismo, por esa reticencia a reconocer el tremendo error de juicio que les desautoriza –porque si el intelectual se equivoca en cosas de tanta trascendencia como es la protección de la infancia y el punto de vista de la víctima, entonces ¿para qué demonios sirve? ¿Sirve acaso como decorador?—, por eso mismo, decía, valoro más las declaraciones de Frédéric Beigbeder en Europe 1.

“Pensábamos que (Gabriel Matzneff) quizá era un mitómano, que se jactaba, que exageraba la realidad. Sobre esas relaciones con Vanessa ya teníamos su libro La niña de mis ojos  (La prunelle de mes yeux),  y fue un choque tremendo leer El consentimiento sobre el mismo asunto dando fe de un traumatismo que ha durado décadas… y uno se siente horriblemente culpable, desde luego.”

Efectivamente, se trata de eso: de las relaciones entre literatura y realidad. A mí me fascina que Springora se propusiese contar su propia historia y al mismo tiempo la historia trágica que cuenta la novela de Nabokov Lolita “desde el punto de vista de la niña”.

Porque hay que ser muy romo para no entender la tragedia que cuenta la famosa novela de Nabokov, y leerla, como ha hecho entre nosotros alguna petarda del feminismo de cuota, como un canto a la pederastia. Es preciso ser literal y analfabeto para no oír la llamada de socorro de la niña desvalida bajo las frases suntuosas del desdichado y demoniaco Humbert Humbert / Gabriel Matzneff.

Los “intellos” franceses se excusan ahora como pueden por su condescendiente tolerancia con los crímenes atroces de Matzneff, diciendo que creían que todo aquello que él describía en sus diarios no era “realidad” sino “literatura”. Mitomanía, exageración. Lo cierto, lo peor, es que han demostrado que no saben leer, como cualquier petarda. O sencillamente que no leen.

No leen. También para Matzneff ése es su castigo más severo, peor que la retirada de sus libros, peor que la pérdida de la beca y peor que su muerte cívica: lo peor es comprender que todos en Saint-Germain-des-Prés le conocían y le sonreían y vagamente le escuchaban… pero nadie le tomaba en serio, nadie le leía seria, meditativamente, nadie le leía de verdad.