Las nuevas guerras políticas son culturales
Las sociedades occidentales han sustituido el debate político por la confrontación cultural en términos morales, obligando a los ciudadanos a asumir su semántica
12 enero, 2020 00:10“Felón”. A la derecha le encanta la palabra. Es el dardo que lanzan contra Pedro Sánchez. La izquierda se arroga la palabra progresista para dejar claro que la bancada contraria es "conservadora y retrógrada”. El debate de investidura del líder del PSOE constató este duelo cargado de retórica, pero que hiere y deja de lado lo más importante: no hay política. No existe un debate de ideas y sobre políticas. Todo gira alrededor de la moralidad, del escándalo basado en el comportamiento individual.
El debate sobre los contenidos, sobre qué se debería hacer para asegurar las pensiones en los próximos veinte años, o sobre cómo se establece un plan que, teniendo en cuenta los compromisos medioambientales, dé tiempo a industrias como la automovilística a abordar una transición posible y realista, brilla por su ausencia. No hay nada. Los dirigentes políticos en España, y en la mayoría de democracias occidentales, han sustituido este necesario diálogo por una guerra cultural abierta, una guerra civil –en el caso de España– que no será bélica, pero sí conceptual, y que obliga a los ciudadanos a asumir distintos cuerpos semánticos que son, en el fondo, insustanciales. Es la muestra de una impotencia, la de buscar sólo la victoria en las urnas, sabiendo que pocas cosas reales se podrán cambiar, porque tampoco se dispone ni de fuerzas ni de voluntad para intentarlo.
El comentario del portavoz del PP en el Senado, Javier Maroto, es ilustrativo. Para bien, en este caso. Tras comprobar que el alcalde de Madrid, Jose Luis Martínez-Almeida, quería sumarse a las protestas que ha organizado Vox hoy domingo en las plazas de los ayuntamientos contra el Gobierno de Pedro Sánchez, Maroto dijo que su partido no iba a llevar “el Parlamento a la calle, sino la voz de la calle al Parlament”. La primera parte de la frase significa que en el Congreso impera ya el teatro y la confrontación, y que la realidad ha quedado en un segundo plano. La segunda parte llevaría al PP, en cambio, a la frustración, porque no se ha producido el grado de confrontación en la calle que sí se ha dado en la cámara parlamentaria.
También el PSOE ha entrado en esta espiral con toda la crudeza. Pedro Sánchez, en su intervención en el segundo debate de investidura, comenzó con un ataque frontal: exigió a la derecha a que aceptara su “derrota” en las urnas, y se arropó en la guerra cultural que a la izquierda le suele dar buenos resultados, sobre todo en España, por la influencia sociológica que todavía tiene entre la población española el recuerdo de la Guerra Civil y la dictadura franquista. El mensaje de que se debe parar a la derecha lo ha utilizado el PSOE durante los dos últimos decenios, y el PSC, con resultados más que satisfactorios, con campañas como la de si tu no vas, ellos vuelven, que ideó el ahora diputado en el Congreso José Zaragoza.
Las democracias parlamentarias de corte liberal, las que existen en todo Occidente, funcionan con la lengua afuera. Lo explicó en el contexto de Estados Unidos Thomas Frank, en el libro ¿Qué pasa con Kansas? (Acuarela, 2008) Desde entonces todo ha ido en esa dirección. Las clases populares, los trabajadores de la industria, perdían su identidad, con los sindicatos cada vez más debilitados. Y, cuando el debate ya no se centra en una alternativa socioeconómica, porque hay una aceptación generalizada de cómo se debe regular la economía o, más bien, sobre cómo no se debe intervenir en los asuntos económicos, lo que queda es el debate moral, es la guerra cultural entre dos opciones. En el caso de Kansas, han sido los republicanos los que se han llevado el gato al agua, porque hablan a esos extrabajadores de la industria desde la perspectiva moral, de ganadores y perdedores, y desde el apego al terruño y a las tradiciones, algo siempre fructífero, y que la izquierda ha minusvalorado.
En España eso lo ha entendido a la perfección Santiago Abascal. Habla de la “dictadura progre”. Y el PSOE lo acepta porque sabe que es una oposición beneficiosa. Se trata de tensar la cuerda. ¿Un ejemplo? El Gobierno del PSOE ya ha recuperado el proyecto de Rodríguez Zapatero –un campeón en las guerras culturales– para permitir a las jóvenes menores de edad abortar sin contar con el permiso paterno. En esa misma línea está Unidas Podemos, con Pablo Iglesias, que será vicepresidente del Gobierno. En el caso de la formación morada, el énfasis se ha situado en el propio lenguaje de género, para marcar esas diferencias políticas. Ya no hay “portavoces” o “miembros”, hay “portavoces y portavozas” y “miembros y miembras”. El acento de Podemos es mayor, porque ha renunciado a su proyecto inicial: la transformación social. Abraza, aunque con pequeños matices, la ortodoxia económica, y el elemento diferenciador es una cierta estética, el lenguaje, y el debate moral.
Eso lo señala Ricardo Dudda, en su libro La verdad de la tribu (Debate), donde cita a la experta Deborah Cameron. La autora de Verbal Hygiene, The Politics of Language, explica cómo opera esta higiene verbal: “Está motivada políticamente y asume que el lenguaje no solo es un medio para las ideas, sino un formador de ideas; que siempre e inevitablemente es político; y que la verdad que dice alguien puede ser relativa al poder que tiene. Este conjunto de asunciones, más que la simple intención de sustituir unas palabras por otras, es lo que hace que la cuestión del lenguaje políticamente correcto sea tan explosiva”.
El bloque contrario ha interiorizado esa idea y ha doblado la apuesta: se aferra a la identidad. Es el caso de Vox, pero también del PP, que se ve arrastrado y olvida su huella liberal. Se habla de España, se grita “Viva el Rey” y se lanzan mensajes a favor de tradiciones y costumbres. Es la defensa de lo cotidiano y lo próximo, frente al ideario cosmopolita liberal. En la Europa del Este eso es capital en estos momentos, con el auge de los partidos iliberales.
Ocurre lo que ha señalado el pensador francés, Alain Brossat, que se inspira en la noción de Foucault sobre la biopolítica. Su interpretación es valiente, porque desnuda al poder poder político. A su juicio, se ha producido una especie de evacuación, en las sociedades occidentales, del conflicto. Se rechaza el choque, no se entiende ya que haya intereses sociales contrapuestos, y, por tanto, es mejor dedicarse al llamado cuidado, sea moral, político o cultural. Se intenta 'salvar' al ciudadano del otro, con apelaciones morales. Es la guerra cultural, porque ya no se quiere entrar en la batalla política, en la contienda entre diferentes grupos sociales. Lo apuntó el historiador Tony Judt, en Algo va mal, al atribuir la decadencia de la socialdemocracia a la falta de un modelo alternativo real al sistema económico basado en la economía de la oferta que se impuso en los años ochenta en el Reino Unido y en Estados Unidos.
¿Toda esta dinámica tendrá un final? Los medios de comunicación incentivan la guerra cultural, hablan de situaciones que forman parte de la esfera individual o de detalles que se consideran políticos, pero que no lo son de forma estricta. O sólo lo son en la medida en la que afectan a políticos en activo. Estos asuntos generan el interés del lector, y las redes sociales los amplifican. Y tendrán cada vez más éxito porque el ciudadano se informa cada vez más a través de esos nuevos canales y dejan la televisión, el gran medio que ha servido para informarse de la política, en un segundo plano.
Lo destaca el politólogo Oriol Bartomeus, a partir de los datos del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat (CEO). La influencia de la televisión es cada vez menor, en relación a las generaciones más jóvenes. Los nacidos a partir de 1976 utilizan tanto la televisión como los medios de Internet. Y entre esos últimos, la gran mayoría visitan webs de medios de comunicación. Pero los nacidos a partir de 1996 utilizan por igual esos medios y redes sociales como Twitter o Instagram.
¿El futuro? Bartomeus se refiere a las proyecciones que ya se vislumbran. En 2030, es decir, mañana mismo, los nativos digitales serán el 23% del censo, cuando ahora sólo representan el 6%. En cambio, las generaciones que conocieron la televisión y para las que todavía resulta un referente como medio, sumarán menos del 20%. Será el momento culminante de Instagram, señala Bartomeus, o de lo que pueda surgir en ese momento.
Y esto para la deliberación política no resulta una buena noticia. Las guerras culturales, el debate moral sobre los actos individuales –¿defraudó en una declaración de renta; ¿voló con el avión oficial para un acto familiar?, ¿se drogaba de joven?, ¿le gusta cazar animales?– se intensificará.
Otra cosa es que esas guerras culturales sirvan para ganar elecciones, para movilizar al que consideramos más cercano, y, tras esas victorias, se decida gobernar con criterio, buscando consensos y olvidando la polarización. Sin embargo, ¿cómo se ganarán los próximos comicios o se mejorará la posición al poco tiempo? En esa dinámica han quedado atrapadas las democracias liberales.