Trieste, paseos y libros
La urbe italiana, bisagra del Adriático, encarna un paisanaje cultural sin la prepotencia melancólica de los venidos a menos y con la sabiduría de haberlo visto todo
9 octubre, 2019 00:00Cuando el viajero afronta, al fin, la visita a Trieste, tras la huella de Claudio Magris, de Svevo (sobre todo), y hasta del Joyce que habitó en ella dando clases de inglés con su envidiable mal humor, recibe una recomendación unánime: debe leer el libro de la británica Jan Morris. Una vez conseguido, la sorpresa es doble: define la ciudad con eficacia (Trieste o el sentido de ninguna parte, Gallo Nero) y se topa con la dualidad de una escritora que había conocido la ciudad cuando era soldado –en masculino– en la Segunda Guerra Mundial. Absténganse morbosos: la autora poco cuenta de los efectos que el cambio de sexo pudiera ejercer en su mirada. Con otro nombre y otra identidad sexual, es la misma persona la que cuenta esa ciudad también de identidad mestiza, contradictoria, magníficamente indefinible.
El libro de Morris aúna en una misma mirada las impresiones que aquel soldado, del servicio de Inteligencia por cierto, recogió en la antigua villa imperial, pura huella austrohúngara, y su regreso en 2001. Es un viaje que sirve de guía para cualquiera que se acerque a este enclave del Adriático. Como viajar implica tejer un hilo si uno se pertrecha de libros, guías, recomendaciones y vivencias, lo cierto es que la vida de Morris resulta tan deslumbrante como la propia ciudad. El mejor souvenir que uno puede traerse (si tiene pudor a compartir los selfies de hoy, álbum de fotos ayer) es la experiencia particular y el sendero de su experiencia, los libros que leyó durante el viaje, los nombres que descubrió en el viaje, la historia que entendió gracias al viaje.
Esto lo hacen magistralmente Javier Reverte o Eduardo Jordá, sin ir más lejos, pero puede estar al alcance de cualquiera que siga pensándose viajero y, a la manera de Ulises, volver siendo otro. Así que al paseo por la plaza de la Unitá, el palacio Miramare, la catedral y sus ruinas romanas, su curiosa basílica de Monte Grisa estilo años sesenta, y sus cafés, se le añaden las ganas de releer a Svevo y a Magris, sin duda, y la figura de la nonagenaria Morris. Porque resulta que este otrora soldado y periodista, casado y con cinco hijos, cambia de identidad en Marruecos a principios de los setenta, pero no de profesión: la escritura de viajes. Tampoco de esposa, que le acompañará desde toda su vida y ya van noventa y dos años.
Esto lo hacen magistralmente
Morris recorre con glotonería perezosa la piel de una ciudad que se vierte desde una colina y desde el fin del imperio austrohúngaro. Desde 1919 fue italiana y, tras la Segunda Guerra Mundial, durante más de una década, una suerte de Estado Libre intervenido por el imperio británico y Estados Unidos, a la manera de Berlín, pero con menos socios. Sin embargo, por encima de todas las banderas los triestinos manejan su dialecto con soltura inalterable, a la par que conjugan en todas las lenguas posibles: inglés, alemán, croata, esloveno y, por supuesto, un impecable italiano.
Su fisonomía de bisagra del Adriático (a vuelo de pájaro parece como si Italia fuera una figura geométrica movible y la región de Friul el gozne que le da soltura) es el mejor retrato de un paisanaje cultural mixto y altivo a la vez, sin la prepotencia melancólica de los venidos a menos, pero con el resabio de haberlo visto todo o, al menos, mucho. El paseante y el lector –a veces son la misma persona– descubrirán la humildad del museo Svevo, apenas un par de salas en la biblioteca municipal pero que causan un enorme impacto, y la vigencia del latido que el Café Tommaseo mantiene aún vivo, con el rescoldo de las tertulias de progresistas y revolucionarios que hubo y alguna vez regresen. Pudiera ser.
Su fisonomía de bisagra del Adriático (a vuelo de pájaro parece como si Italia fuera una figura geométrica movible y la región de Friul el gozne que le da soltura) es el mejor retrato de un paisanaje cultural mixto y altivo a la vez, sin la prepotencia melancólica de los venidos a menos, pero con el resabio de haberlo visto todo o, al menos, mucho. El paseante y el lector –a veces son la misma persona– descubrirán la humildad del museo Svevo, apenas un par de salas en la biblioteca municipal pero que causan un enorme impacto, y la vigencia del latido que el
Hay además de la literatura más incuestionable una muleta que al viajero puede venirle de perlas si es amante de la novela negra y de los tipos moralmente dudosos. Se trata del comisario Proteo Laurenti, héroe de la serie del triestino de adopción, alemán de origen, Veit Heinichen, unas novelas que Siruela lleva editando desde hace años y que, por su actualidad y su escenario, resultan absolutamente útiles para reconocer las tensiones intimas de esta ciudad que ha vivido convulsiones de todos los colores.
Su proximidad a dos países distintos como Croacia y Eslovenia (de reciente pasado comunista, aunque fuera a la manera yugoslava del listísimo Tito) hace que los personajes se muevan con normalidad en estos ámbitos geográficos, sociales y políticos. Ser la puerta, y el puerto, de Europa da para muchas ambiciones y pasiones, la materia con la que se tejen las menores novelas de este género.
Lo mismo queda Laurenti con una fiscal eslovena en la singular ciudad de Palmanova (icono renacentista, primorosamente encerrada en una octaedro perfecto) que en el muelle de Koper, donde un bandido amante del arte tiene un yate gracias a sus trapicheos con el café. Sin olvidar que el lector puede visitar Aquilea y su magnífica basílica paleocristiana o perderse bajo en el templete lombardo de Cividale. Buscar a un asesino que maquine sus fechorías desde una terraza (a la manera de las altanas venecianas) de la bellísima Udine tiene un plus. Alternará el viajero la singular personalidad de alguien que muy moral (estrictamente) no parece con un mapa de lugares hermosos e interesantes que lo pueden llevar desde la más vetusta historia a la majestuosidad de los Alpes Julianos, que tan austriacos nos parecen.
Hay viajeros que aman la arquitectura de nueva planta y hay quien más allá del siglo XV todo le parece ordinario. Hay quien ejerce de patriota paisajístico y todo le recuerda al lugar del que viene (mira, como el Tibidabo) o quien presume de Phileas Fogg y a todo le saca un parecido (la plaza de L’Unitá será inevitablemente la Praça do Comércio de Lisboa, con un dique que permite contemplarla mejor). Y hay quien prefiere que sea la literatura quien le marque la emoción de lo hallado. Y Trieste y la región de Friul Venecia Julia dan para todo. Hasta para preguntar si hay Instituto Cervantes y una vacante de profesor o de director, en su defecto. Pero no.