Placa a Miguel Delibes en la Calle Santiago de Valladolid

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Letras

Delibes, un clásico sin épica

Nueve años después de su muerte, el escritor castellano, uno de los autores clásicos de la literatura española, será el protagonista (ausente) de los actos de su centenario

14 marzo, 2019 00:00

“Donde dos (o más) se juntan en mi nombre, ahí estoy yo”. La cita del evangelio de Mateo es el consuelo pálido de todos aquellos que se han ido de este mundo. El único remedio a nuestro alcance para lograr eso que los cristianos llaman inmortalidad. En literatura, en cambio, la vida eterna es que te sigan leyendo mucho después de haber abandonado la Tierra, aunque a veces esta suerte (esquiva) se confunda con el hecho --tan prosaico-- de que te organicen un centenario. Raros son los casos en los que ambas circunstancias coinciden. Uno de ellos es el de Miguel Delibes, de cuyo fallecimiento, nonagenario, se cumplen nueve años, justo 19 meses antes de que comience oficialmente la celebración del centenario de su nacimiento, previsto para el 17 de octubre del todavía incierto 2020. 

La Fundación que lleva su nombre, propietaria de su archivo personal, tiene previsto celebrar en esa fecha una magna exposición en la Biblioteca Nacional de Madrid, que después pasará por Valladolid, al amparo de la declaración oficial de la efeméride como acto de interés público. Salamanca, que acoge el próximo año el Congreso de la Lengua Española, incluirá en su programación un seminario internacional dedicado a su figura. Habrá producciones audiovisuales --nuevas y clásicas-- sobre sus novelas y libros sobre su obra, parte de ellos basados en los documentos de su archivo, íntegramente digitalizado. El 2020 va a ser el Año Delibes, aunque ninguna de estas actividades, bienintencionadas, puedan resucitarlo. Sobre todo porque Delibes, al contrario de otros autores de su generación, no está muerto, aunque el ciudadano que llevaba su nombre se marchase de aquí hace casi una década. 

Delibes

Continúa vivo en los estantes las librerías --sus libros siguen leyéndose con más o menos fortuna-- y pervive en la memoria de todos aquellos --los españoles que hemos superado la cuarentena-- que aprendimos a leer con sus novelas, que nos acompañan desde el lejano bachillerato. Hay escritores de iniciación y otros de vinculación sentimental. El viejo cazador castellano es de ambas estirpes. Los escritores sobrios, por lo general, gozan una fama discreta: no son enfants terribles, ni poetas malditos, sino tipos corrientes. En lugar de convertirse a sí mismos en personajes, al modo de los grandes histriones de las letras, crean caracteres ajenos para contar sus historias, sacándose inmediatamente del plano, quedándose detrás de la tramoya y cediendo su protagonismo a sus criaturas. No parecen grandes y, sin embargo, son los auténticamente invencibles ante el tiempo. 

Hay quien piensa que Valle Inclán era mejor escritor que Baroja, pero el prosaísmo del segundo ha sobrevivido literariamente mejor al genio del primero. Otro tanto sucede con nuestros dos mayores autores de posguerra: Cela, tras unas primeras obras deslumbrantes, se transformó en personaje; Delibes, en cambio, se consolidó como el escritor clásico de la segunda mitad del siglo XX. Desde los años 80 figura por méritos propios en los libros escolares como un escritor de referencia. Aunque el tiempo desde el que escribió ya no exista, sus historias continúan hablándonos de asuntos eternos: la muerte, el desamparo, la injusticia. Decía de sí mismo que era un autor más bien triste, aunque sus libros están llenos de una infinita compasión y ternura, a la manera cervantina. 

El camino delibesSu estilo conserva el canon del habla castellana, natural y precisa, sin imposturas. No es escaso mérito para un aprendiz de novelista que, tras sacar las oposiciones a la cátedra de Derecho Mercantil, igual que su padre, y trabajar como periodista de provincias en El Norte de Castilla, comenzó como un escritor existencialista incapaz de diferenciar entre la expresión propia y la retórica. Su primera novela, imperfecta, ganó el Nadal, pero él admitía que en realidad no valía gran cosa. Su madurez narrativa llegó más tarde, cuando --libro a libro-- desveló su proyecto narrativo: inmortalizar la Castilla (rural y urbana) de su tiempo con un lenguaje que a algunos --los que no conocen la riqueza del español-- hoy les parece arcaico, pero que aún sostiene la arquitectura de su mundo de ficción. 

Su estilo conserva el canon del

No ganó el Nobel, pero fue académico y Cervantes sin que en su valoración social influyeran lo más mínimo las preferencias políticas. Delibes siempre mostró, dentro de una pauta general de moderación, una indudable independencia de criterio. Escribió más de 60 libros, casi todos publicados por Destino, la editorial del catalán Josep Vergés. Supo innovar sin caer en el ridículo, tan frecuente en aquellos años lejanos en los que sufrimos la epidemia de quienes, imitando a Joyce, creían haber encontrado la piedra filosofal en algo tan antiguo como el monólogo libre, que procede del primitivo teatro griego.

Mostró un compromiso social con los demás sin incurrir en el maniqueísmo del realismo socialista, siempre al borde de lo panfletario. Criticó al franquismo sin ponerse medallas ni militar en escuadra alguna. Se diría que, en casi todo, fue ejemplar y constante. Tal y como se le exige a un caballero católico que amaba la caza, el campo, y a los otros, aunque pasase buena parte del año en su refugio de Sedano. Siempre fue a su aire: si Cela hacía tremendismo y mostraba fascinación por los personajes primarios y convulsos, Delibes trataba a sus criaturas --niños, jubilados, mujeres, hombres de campo-- con piedad, pero sin ahorrarles la honda tragedia del mundo, como sucede en Los santos inocentes

portada el hereje miguel delibes Probablemente su mejor libro sea, igual que el Persiles cervantino, el de su crepúsculo: El hereje (1998). Aquí condensa el oficio y la madurez de un narrador meticuloso --basta ver las correcciones de sus originales-- con una teoría y práctica de la novela que equilibra la innovación con la tradición, donde el novelista ejerce la libertad pero no el capricho, y donde el lenguaje es real, no un caballo desbocado. En ellas lo importante es la historia, el estilo es un tono básicamente moral y la fórmula compositiva consiste en saber seleccionar, focalizar y descartar todo aquello que entorpece el relato. 

Probablemente su mejor libro sea, igual que el

Delibes mayor

Sus novelas son un ejercicio de contención. De la frondosidad de las primeras camina hacia la sencillez poética de las posteriores, practicando el consejo musical de no escribir partituras con demasiadas notas. Ninguna cuenta hechos trascendentes, sino hazañas menores, cotidianas. Sus personajes, su gran creación, son voces singulares, retratos de individuos, nunca de arquetipos del destino. Y, como fondo de sus tragedias, está Castilla, ese otro nombre de España. Un territorio ya sin idealización posible donde no encontramos la mística del 98, ni la épica imperial del tradicionalismo, sino la sequedad y la dureza de la vida cierta. La que, como escribió Gil de Biedma, siempre va en serio.