José Luis Gómez: viaje a la semilla del barroco
Al actor onubense se le han dado siempre bien los días terribles de España; y eso lo ennoblece. En el teatro español lo ha sido absolutamente todo
1 marzo, 2019 00:00José Luis Gómez recitó el poema Amor constante, más allá de la muerte, de Francisco de Quevedo y lo dejó grabado en un video que corre por las redes. Fue en 2011, en la presentación institucional de Fonética y fonología, el tercer volumen de la Nueva gramática de la lengua española, en el acto en el que el actor hizo la lectura de este célebre soneto. El video es como una caja mágica; si lo abres se te hiela la sangre: “Cerrar podrá mis ojos la postrera/sombra que me llevare al blanco día…”. El poema dedicado a Lisi –el mejor soneto de la lengua castellana de todos los tiempos, como ha escrito el profesor Blecua– es un auténtico himno a la patria desterritorializada de los que aman al Amor. Si Italia tuvo en Dante, Bocaccio y Cavalcanti a sus fideli d’amore, este Quevedo de Gómez, seguidor de la inspiración petrarquista de su autor, y del mismo Garcilaso, es una excelente réplica.
Ahora que el actor-director abandona su cargo en el Teatro de la Abadía de Madrid, su voz se cuela por las rendijas hasta sujetarse a sí misma y quedarse flotando en plena calle. Lo sustituirá Carlos Aladro al frente del patronato que gobierna la institución, una fundación cultural de gestión privada, pero con financiación enteramente pública, con fondos del Ministerio de Cultura, la Comunidad de Madrid y el Ayuntamiento de la capital. Nadie le ha pedido que se vaya. Pero lo deja para hacer lo que siempre ha hecho con su propio tiempo: “dejarlo en manos de otros”.
Como la misma materia de su oficio, Gómez propone múltiples miradas; es un poliedro del que me permito escoger cuatro piezas: el famoso soneto de Quevedo, la serenidad de Unamuno en Salamanca, un toque cervantino expresado en Washington coincidiendo con el presunto hallazgo en Madrid de los restos del autor de El Quijote y la presencia en el inconsciente colectivo de Segismundo, el personaje de Calderón, que a lomos de Gómez ha sido capaz de viajar en el tiempo para acercarnos al Renacimiento, prisionero del poder teocrático de su época y del absolutismo mesocrático de la nuestra.
Gómez se expresó en aquel Unamuno al que Azaña consultó a menudo y los nacionales alabaron brevemente. Ambos lados recibieron su acerada respuesta; él supo ponerlos a caldo a los “hunos y a los hotros”, como solía decir el filósofo utilizando la característica coña hierática del Nervión. No empecinado, simplemente obsesivo. Así era don Miguel de Unamuno, bilbaíno de origen y rector universitario en sus últimos días, aquellos de los que pende exageradamente el epitafio dirigido a los sublevados, tan celebrado como probablemente inexacto: “venceréis pero no convenceréis”.
El día histórico de autos de 1936, en el paraninfo de Salamanca, Unamuno se retorció por dentro cuando José María Pemán remató la faena en forma de exordio: “Muchachos de España: hagamos en cada pecho un Alcázar de Toledo”. Gómez, que no es de los que se engañan con la mistificación del pasado, centró así el cabreo de Millán Astray con Unamuno: se produjo al hablar de Filipinas, donde el general había luchado a los 17 años.
El filósofo se refirió a José Rizal (si Rizal ang bayani o “Rizal es el héroe”, gritaban por Manila los días de Intramuros), el líder tagalo de la independencia filipina, diciendo que había sido tan español como sus verdugos, “vencido sí, convertido acaso, pero convencido, no”. Tras la conocida respuesta iracunda de Millán, en medio de una multitud que lo increpaba, Unamuno consiguió marcharse en el coche oficial de Carmen Polo, su accidental protectora, presente en el acto. Al atardecer, realizó su diario paseo hasta el Casino, fue abucheado por un grupo de exaltados, regresó a casa y nunca más volvió a salir a la calle hasta el día de su muerte, en diciembre de aquel año terrible en el que comenzó la contienda civil.
Gómez, experto en el trasiego solemne de los estados del alma humana, lo reflejó con claridad. Sin haber visto al actor vestido de Unamuno, aún no le perdonaríamos al filósofo su deje autoritario. Ni siquiera reconociendo los encontronazos del escritor del 98 con el poder: Primo de Rivera lo desterró a Fuerteventura; la Restauración lo hizo rector y, finalmente, el Burgos de Serrano Suñer lo ensalzó y lo desposeyó de inmediato, tras la huella levantisca del mito “no convenceréis”. A muchos, la memoria del gran pensador se nos ha quedado en el gesto y el atuendo de José Luis Gómez, en la breve evocación celebrada en el mismo paraninfo en diciembre de 2016, el mismo año en que Manuel Menchón estreno la película La isla del viento, enjambre intimista del autor de Niebla.
Aquel fue un año pródigo. En abril se estrenó en el Teatro de la Comedia de Madrid la Celestina, montaje dirigido por Gómez con una novedosa particularidad: el actor y académico interpretó a la famosa alcahueta de Fernando de Rojas. La obra se representó, en octubre del mismo año, en el Teatro Nacional de Cataluña, el mismo que inauguró hace ya mucho Josep María Flotats, Tartufo de Molière y Cyrano de Rostand, la nariz más célebre de la Comedie. Apenas unos meses antes, la ironía de Cervantes había aterrizado en Washington, coincidiendo con el hallazgo de los supuestos restos del escritor. Allí, en el Kennedy Center, Gómez estrenó Entremeses, tres piezas del genio de Alcalá de Henares, soldadas por su equipo de la Abadía.
A Gomez se le han dado siempre bien los días terribles de España; y eso lo ennoblece. Me lo he imaginado en cornucopia de hombre vivo, vestido de Segismundo, sobre los retablos del Teatro Nacional, como los británicos tienen a Kenneth Branagh, siempre puesto de Hamlet en los frontales del Royal Theater.
Lo ha sido todo y se lo han reconocido con distinciones como la Medalla de Oro de la Crítica de Madrid (1975) por Arturo Ui, el Premio a la Mejor Interpretación Masculina del Festival de Cine de Cannes (1976) por Pascual Duarte, el Premio Nacional de Teatro (1988), la Cruz de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de la República Francesa (1997), la Cruz de Caballero de la Orden del Mérito de la República Federal Alemana (1997), la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes (2001), la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes (2005), el Premio Observatorio D'Achtall en la categoría de Gestión Cultural (2013), el Premio ACTÚA de la Fundación AISGE (2014). Ha simultaneado la escena con el cine, trabajado con los mejores: Ricardo Franco, Gonzalo Suárez, Carlos Saura, Manuel Gutiérrez Aragón, Miguel Hermoso, Milos Forman o Pedro Almodóvar.
De Gómez hemos aprendido la revisión del barroco; no su exaltación en el sentido arqueológico del término, sino en el del proceder barrocamente: paradoja, asombro, exageración, pérdida de la razón, etc. En su versión de de La vida es sueño, –claroscuro y contrarreforma violenta en la gran obra de Calderón– la partitura musical sonaba como una melange entre la música barroca y Pink Floyd. Ha innovado, pero sin apartarse de la los años cruciales de nuestra tradición dramática.
Si regresamos al soneto de Quevedo, podremos ver y oír en el video de Gómez, el estado mental puro de un actor que nunca necesitó la ayuda de Stanislawsky a pesar de haber estudiado a fondo sus enseñanzas. De la hipérbaton inicial, citada al principio de esta crónica, donde se define la indocilidad de la muerte, pasamos al reposo del cuerpo en la Laguna Estigia: “mas no, de esotra parte en la ribera/dejará la memoria….”. Hasta llegar a la permanencia del amador, más allá de su fin: “su cuerpo dejarán, no su cuidado,/serán ceniza, más tendrá sentido,/polvo serán, más polvo enamorado”.