Koestler, viaje al abismo ártico
El escritor húngaro viajó como periodista en 1931 al Polo Norte al bordo del Graf Zepelín. Su odisea, un espléndido relato de viajes, ha sido editada por Libros del KO
28 febrero, 2019 00:00Arthur Koestler fue un tipo contradictorio y fascinante. Alguien capaz de encarnar en una única persona los dos caracteres antagónicos que Nietzsche consideraba irreconciliables. Fue, por un lado, un ser dionisíaco que aspiraba, por otro, a convertirse en un héroe apolíneo. Sin duda perseguía una extraña idea de la perfección intelectual, pero su vida terminó siendo una muestra de gloriosa desmesura hedonista. Conoció a todo el mundo (de su tiempo histórico), abrazó todas las causas políticas (antes de renegar con idéntica vehemencia de todas ellas) y defendió por igual el poder del individuo solitario y la dictadura de las hordas.
Pero, al contrario que Fouché, que --según cuenta Zweig en su extraordinaria biografía-- pasaba de estado político sin pestañear, a él no le movía ninguna insana ambición del poder, sino la pura incontinencia de la curiosidad vital extrema, junto a un --sospechamos-- indudable narcisismo. Cuando estos impulsos se agotaron se suicidó --junto a Cynthia, su tercera esposa-- con una sobredosis de barbitúricos y alcohol --debemos suponer que de primerísima calidad-- una tarde de marzo de 1983. Tardaron 36 horas en descubrir sus cadáveres. Su muerte no se debió, como sucedió en el caso de Zweig, a la tragedia de haber perdido su determinado ecosistema mental --el famoso mundo de ayer--, sino a los síntomas de una metástasis que anunciaba una agonía terrible.
El escritor Arthur Koestler.
Muchos años antes, cuando todavía era un joven húngaro de ascendencia judía y con cierta tendencia al arrebato cómico, tuvo la fortuna de viajar al Polo Norte como periodista. Corría 1931. El siglo había comenzado con las vanguardias y el culto a la belleza de la máquina. Y la tecnología alemana, a pesar de estar herida por la huella oscura de la primera Gran Guerra, había inventado un artefacto capaz de flotar en el cielo: el dirigible, llamado zepelín en honor de su creador, el conde Von Zeppelin, que perfeccionó la utopía del globo --ese alarde francés-- hasta convertirlo en un transatlántico aéreo capaz de transportar un pasaje --por lo general de millonarios-- que disfrutaban, por primera vez en la historia, del privilegio de observar el mundo desde el cielo mientras comían en vajillas de Sèvres.
El artefacto era como un sueño, aunque en determinados casos podía tornarse en una pesadilla. No sólo porque su creador lo concibiera en realidad para uso militar más que como una recreación turística, sino porque su magia dependía del hidrógeno, altamente inflamable. El invento no tenía mucho más de tres décadas pero fascinaba a todos los públicos, a los que el zepelín les parecía un extraordinario animal mitológico. Había sido utilizado ya para cruzar el Océano y en 1931 fue la nave que llevó a un grupo de científicos al Polo Norte en un viaje asombroso que permitió avistar por primera vez desde el aire territorios supuestos, hasta entonces dibujados en mapas de papel por los primeros expedicionarios al continente blanco.
La expedición, financiada por el servicio de correos --se vendieron 50.000 sellos para costear el proyecto--, se concibió como uno de los grandes acontecimientos propagandísticos en las primeras sociedades occidentales de masas. Y, para su éxito, necesitaba que un periodista sin cordura --Koestler, que entonces trabajaba en Berlín para el diario Vossiche Zeitung-- narrase la hazaña. El escritor tenía entonces 26 años y un marcado sentido del cinismo. Se encontraba entonces en su fase de rendida admiración soviética, a la que seguiría el desengaño de El cero y el infinito.
Mapa del Polo Norte.
Su misión consistía en relatar el viaje por capítulos a través de despachos seriados que retransmitía por un radiotelégrafo que terminaría averiándose demasiado pronto. Once mil kilómetros de vuelo incierto --ningún zepelín había volado en condiciones meteorológicas tan extremas-- que lo mismo podían ser materia de un poema épico como asunto de una tragedia. Con el material de sus crónicas Koestler compuso (en alemán) un reportaje --El Ártico desde la ventana de un zepelín-- que nunca se editó en España --lo publicó la Editorial Ucraniana para las Minorías Nacionales de la Unión Soviética en 1934 dentro de un volumen titulado De noches blancas y días rojos-- que ahora han resucitado, con su habitual perspicacia para convertir el buen periodismo en literatura duradera, Libros del KO.
El relato, al que acompaña un epílogo de su traductor, Francisco Uzcanga Meinecke, es un delicioso libro de viajes en el que Koestler narra la expedición desde Alemania a la Tierra de Francisco José, sobrevolando Rusia, el mar de Barents, la Isla de Hooker, la península de Taimyr, Nueva Zembla y parte de las repúblicas bálticas. El gran mérito de Koestler consiste, como buen periodista, en hacer otra cosa distinta a la que le habían encargado. En lugar de escribir una novela triunfal nos regala un cuaderno de bitácora --dividido en ocho capítulos breves-- escrito como a vuelapluma, y en el que el prosaísmo del viaje se impone a la tentación de estar haciendo historia.
Koestler construye con una envidiable naturalidad un relato irónico --este tono se establece desde el principio en la presentación retórica de los capítulos-- y explica cómo se viene abajo la campaña publicitaria que debía financiar el viaje y la inexistencia misma del Polo Norte, que no es más que un punto matemático ficticio del globo terráqueo. El viaje, de hecho, no pasa nunca del grado de latitud 82 porque las compañías de seguros de la época no asumían los riesgos del pasaje a partir de ese punto geográfico. “La audacia es una virtud y las lágrimas de la posteridad serán perlas, pero los negocios son los negocios”, escribe un Koestler jocundo e impertinente cuya póliza como asegurado era más cara que la del resto de tripulantes por el hecho --imperdonable-- de ser el único periodista a bordo y, por tanto, un temerario potencial.
Koestler construye con una envidiable naturalidad un
El zepelín iba cargado de todo lo necesario para sobrevivir cuatro meses en la tundra en caso de accidente salvo de pieles, demasiado caras para los patrocinadores del viaje. De nuevo, el negocio. Y la certeza luminosa: “a los aventureros de raza siempre les falta dinero y a los ricos de nacimiento, sentido aventurero”.