Jardiel Poncela: el humor como civilización
El dramaturgo fundó desde el absurdo y el disparate una obra que no pierde actualidad. Un volumen reúne sus relatos, comentarios y aforismos aparecidos en la prensa
19 agosto, 2018 23:55“Estamos a cuarenta kilómetros del océano Pacífico y a treinta de Charles Chaplin”, anota en su libreta Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) al poner pie por primera vez en Los Ángeles tras diecisiete días de agotador viaje: París, Nueva York, Chicago... El escritor va a incorporarse en 1932 al batallón de guionistas que trabajan en Hollywood en la adaptación al castellano de guiones de películas. La Fox pone a su disposición un despacho lujoso, con dictáfono y dos secretarias. Pero la inspiración no acude, pues él está acostumbrado a escribir en los cafés de Madrid, donde fuma a lo disparatado hasta encontrar el hilo de una historia o de un diálogo. Como solución, los escenógrafos del estudio le recrean allí mismo un salón, con mesa de mármol y figurantes incluidos.
La medida, al parecer, surte efecto. Desde ese momento, Jardiel empieza a versionar textos, participa como figurante en los rodajes, pellizca a las hermosas starlettes, acude a veladas de boxeo y se convierte en un habitual en las fiestas de Hollywood. En una de ellas, traba amistad con Chaplin, a quien traslada su visión sobre el papel del escritor en la industria: “En cine, como en todo arte, el tema tiene que darlo el escritor, que es el que imagina; y desarrollarlo –y dirigirlo– él, que es quien lo ha imaginado; y realizar el montaje también él también, que es quien tiene la película en la cabeza”. Pero, cuando falta aún un mes para expirar su contrato, regresa a Madrid: “Es que... ¿saben? Yo no aguanto más sin ver la calle de Alcalá”, explica a los ejecutivos de la Fox.
Una fotografía de Enrique Jardiel Poncela ante su Ford 8 V, una de sus grandes pasiones.
A modo de tobogán, enclavijada entre la ambición y el disparate, se mueve la vida de Jardiel Poncela, cuya obra no ha dejado de perder actualidad en los últimos tiempos, tal como demuestra la reciente recuperación de sus relatos y aforismos publicados en prensa: Jardieladas (Barrett, 2018). Él, que se instaló pronto en la senda de Gómez de la Serna, es autor de una ingente obra literaria levantada desde el convencimiento de que el humor es un signo de la civilización, acaso el más elevado. “Me río de todo, porque todo es risible. Me río de mí mismo, porque formo parte de ese todo [...]. Mi posición es, pues, la de ayer, la de mañana, la de siempre: risa frente a la verdad”, escribe en el prólogo de su novela Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? (1931).
De este modo, él concibe el chiste como un placer intelectual, un disolvente social, “una postura del espíritu”, llega a decir Jardiel, para quien el humorista es un ser que, básicamente, “piensa, sabe, observa y siente”. A lo largo de un proceso de depuración y hallazgo, se planta como padre fundador de un humor nuevo e inverosímil, cuya mecánica reside en el contraste, en la deformación o en el recargamiento. En sus mejores páginas, el escritor y dramaturgo deja atrás lo castizo, el astracán, la sal gorda, y revolotea entre las vanguardias, que concibe de forma particular, situándolas en las cercanías del absurdo. Todo, acaso, como resultado de una íntima insatisfacción, de un desagrado con el mundo, de una actitud crítica ante la sociedad.
Queda rastro de todo eso en algunas recientes biografías –¡Haz reír, haz reír! de Víctor Olmos (Renacimiento, 2015) y, sobre todo, Como un motor de avión de Juan Carlos Pueo (Verbum, 2016)–, donde aparece fijado, entre innumerables contradicciones, entre los sobresaltos personales y la búsqueda de reconocimiento público: primero en el periodismo, luego en la novela y, finalmente, en el teatro. Pero eso sí, próximo siempre al desacato de la risa, posiblemente desde que el director de La Correspondencia de España, el periódico en el que trabaja como corresponsal político su padre, un socialista de primera hora, amigo personal de Pablo Iglesias y de Julián Besteiro, le dijo: “Usted, Jardielito, lo que es, lo que puede ser, es un gran humorista”.
“Jardiel era el señorito madrileño que quería malversar un latifundio en alcohol y mujeres, y su latifundio era el teatro”, dijo de él Francisco Umbral en Las palabras de la tribu (1994) antes de entrarle con el hacha a sus aristas: su misoginia, su antisemitismo y, sobre todo, su deriva ideológica, donde estuvo en el bando conservador por olfato y aristocracia para situarse a favor de los golpistas tras estallar la Guerra Civil. A ese cerril posicionamiento contribuyó su detención e ingreso en una checa madrileña, la profanación de la tumba de su madre y la incautación de una de sus posesiones más queridas, un Ford 8 V: “El 18 de julio, tres forajidos y dos mujerzuelas me quitaron de mis propias manos el automóvil, ganado a fuerza de trabajo, de lucha y de esfuerzo”.
El dramaturgo, durante el rodaje de ‘Angelina o el honor de un brigadier’ con la actriz Rosita Díaz Gimeno.
Durante la contienda, el escritor publica un par de novelas breves, viaja a Argentina para dar charlas radiofónicas a favor de los sublevados y, de regreso, se instala en San Sebastián, donde saca rédito de su labor propagandística del régimen de Franco. Además, su fama alcanza el punto más alto con el estreno de Un marido de ida y vuelta (1939), Eloísa está debajo de un almendro (1940) y Los ladrones somos gente honrada (1941), aunque no tarda en darse de bruces con la censura y los credos del nacionalcatolicismo. “En lo económico era un auténtico burgués, y en lo moral, especialmente de la cintura para abajo, caminaba por una senda iconoclasta y progresista”, resume Víctor Olmos en su biografía ¡Haz reír, haz reír!
Para colmo, la pócima de su teatro deja de hacer efecto, aunque aún acumula alegrías como el éxito de Tú y yo somos tres (1945), comedia, al parecer, inspirada tras un ménage à trois con dos chicas, primas entre sí, y la entrega del Premio Nacional de Teatro por El sexo débil ha hecho gimnasia (1946), sin duda, uno de los textos más feministas de la posguerra. La dureza empleada contra él por la crítica, las penurias económicas y la enfermedad –un cáncer de laringe– lo conducen a un carrusel de olvido hasta acabar sus días entre sombras, rodeado por sus dos hijas y su compañera sentimental. “Si buscáis los máximos elogios, moríos”, se lee aún en la pieza de mármol blanco que cubre su nicho en el camposanto de la Sacramental de Santa María de Madrid.