Andrés Herrera, 'Pájaro': "Hoy llenaría más un auto de fe que los Rolling Stones"
El músico, guitarrista de Silvio, Kiko Veneno y Pata Negra, habla sobre su vida como mercenario del rock and roll. En octubre presenta en la Sala Razzmatazz de Barcelona 'Gran Poder', su tercer disco
20 agosto, 2018 00:00Muchos conocieron a Pájaro cuando, casi con 50 años, publicó su primer y sensacional disco propio, Santa Leone, al que siguió dos años después, en 2016, He matado al ángel. Pero en realidad Andrés Herrera, nombre real de este guitarrista fino y luminoso nacido en Sevilla en 1963, llevaba tocando toda la vida. Con Silvio (Fernández Melgarejo, naturalmente: en Sevilla no existe otro que no precise de apellidos), con los hermanos Amador en Pata Negra, con Kiko Veneno... Y con una nutrida tropa que no forma parte del canon de la excelencia y la glosa arrebatada: desde No Me Pises Que Llevo Chanclas a bandas, en la práctica, anónimas. Ahora ha vuelto con un tercer disco, de nuevo estupendo, Gran Poder (Happy Place Records), que presentará en la Sala Razzmatazz de Barcelona en octubre, y para celebrarlo hablamos con él de su vida, un ejercicio de pura supervivencia que él consiguió que fuera, al menos muchas veces, divertida. “Sevilla no es el niño con el trajecito y el flequillo patrás. Qué va, tío, esta ciudad no es el golpe de pecho, es una cosa mucho más bonita”, dice mientras fuma en la puerta de un bar de la Alameda, aferrado al botellín helado reglamentario, y simultánemente tontea con una camarera a la que hace reír a carcajadas. Pájaro, en efecto, al que con el paso de los años se le va poniendo cada vez más porte de Silvio, de su venerado Silvio, se parece mucho a Sevilla. Al menos, a la que no es cantada en los esforzados pregones de lírica cofrade. A la real, o sea.
–Gran Poder no es un disco explícitamente político, pero...
–No es un disco de cantautor de los 70, para entendernos, pero en canciones como Los callados y A galopar sacamos un poco los dientes. ¿Quién cojones quiere vivir en un país así, tío? Pero al pueblo nos han dividido. Cada uno haciendo la guerrita por su cuenta. Todo el mundo dando esas lecciones morales... Mira, hoy llenaría más un auto de fe que los Rolling Stones. Y mientras nos damos leccioncitas entre nosotros por esto o aquello, los mangantes de siempre vendiendo la moto de la recuperación. Yo tengo la suerte de vivir en un barrio como es Parque Alcosa, donde en tiempos el Partido Comunista lo movía todo, y allí se ve de verdad cómo es la realidad. Y allí la recuperación no ha llegado, pero es que encima muchos votan al PP. ¡En un puto barrio obrero! ¿Cómo te comes eso?
–¿Cómo era la vida en tu barrio cuando eras pequeño?
–Mi infancia no pudo ser más bonita. De hecho eso es lo que me ha salvado la vida. Yo era un tío muy feliz, el penúltimo de cinco hijos, y el único varón. Hay personas que no han tenido ni eso, ni una infancia en condiciones.
–Has dicho que eras un tío muy feliz...
–Es que fue todo bonito hasta que mi padre se me murió. Mi madre, de un día para otro, se tuvo que poner a limpiar en casas. Yo tenía 13 años, estaba en séptimo de Básica, dejé de estudiar, dejé el colegio, empecé a tomar drogas... Se me fue la pinza. Pero hasta entonces fui el tío más feliz del mundo. Muy protegido. Mi padre no quería que yo estuviera en la calle y me metió en la Escuela Francesa, el colegio más caro de Sevilla. Y en el colegio yo era el nota de Torreblanca [barrio degradado muy próximo a Alcosa]. Pero es que luego en mi barrio era el que iba a la Escuela Francesa. Es decir, mejor quédate en casa.
–Una infancia solitaria...
–Sí. Sigo siendo solitario, aunque tenga un montón de amigos. Vivo con dos perros, más allá de eso me cuesta la convivencia. Me casé una vez y a punto estuve de hacerlo una segunda, y tengo una relación maravillosa con las madres de mis hijos, pero no podría vivir con una familia. Pero tampoco me pesaba cuando era niño. Sobre todo porque me pusieron en las manos la primera guitarra y entonces empezó de verdad mi vida. Ya no me importaba salir o no salir, me metía en el cuarto, me ponía a tocar y sabía que eso era lo que yo quería. Fue una puta suerte.
–¿Cómo llega esa primera guitarra a tus manos?
–Por mi padre. Como le gustaba tanto el cine, era un amante de las bandas sonoras y en casa teníamos un pedazo de pick-up y una colección de discos brutal: Glenn Miller, Louis Armstrong, música de los años 40 y 50. Bueno, y las marchas de Semana Santa, que a mi padre le encantaban. Los domingos por la mañana, que era el único rato que tenía libre, porque curraba en el Ayuntamiento y por la tarde y de noche echando cine [proyeccionista] en Torreblanca, me las ponía: “Ésta es Amargura, escucha, niño”, y yo me ponía a silbarlas, de ahí lo de Pájaro, desde chico, y sacaba las marchas con la guitarra. ¡Coño, es que era superguapo aquello! Cuando murió mi padre, mi madre, con todo su esfuerzo, me compró la primera eléctrica: una Fender Telecaster, la que llevaba Keith Richards, vamos, que no me compró una cualquiera. La pobre hizo todo lo posible para que yo me enmendara y gracias a su empeño mi vida ha sido... la que es. Siempre pegado a una guitarra.
–Y siempre autodidacta, ¿no?
–Mira, hay muchos caminos para ser músico y, la verdad, es mejor estudiar, ahora lo puedo asegurar, pero yo entré y salí dos veces del conservatorio porque aquello era imposible, con aquel profesor que tenía 250.000 años. Allí debías tener o una paciencia muy grande o un padre que te diera collejas, y yo no tenía ni una cosa ni la otra. Eso no era para mí, no aprendía lo que quería aprender y encima no me dejaban tocar nunca. Me aprendía la cosas de oído, todavía me sé de memoria muchas lecciones. Pero me cansé. A veces, cuando salía del conservatorio me iba a ver a las putas de la Alameda, que lo veía yo mucho más didáctico.
–¿Qué música fue importante en tu educación sentimental?
–Con 14 años yo andaba siempre escuchando a Paco de Lucía. Bambino me encantaba también. Todo guitarra flamenca, vaya. Hasta que un día voy a casa de mi cuñado y me dice “niño, atento”. Y me pone, en un radiocasette Hitachi que entonces era lo más, todavía me acuerdo, el Electric Ladyland de Jimi Hendrix. ¡Boom! Joder, qué flipado me quedé. Ese día me dije: “yo quiero ser como éste”. Es más, quería ser negro, ¡te lo juro! Me pasaba todo el día tocándome la nariz para ver si se achataba, no es broma. Las cosas de los niños... Tenía un póster en mi cuarto en el que salía Jimi Hendrix con la mano así, con un anillo de turquesa: lo gasté de besarlo. Para mí era Cristo, enteramente. Quería que su alma se me metiera dentro, le rezaba a Dios para que eso pasara, ¡no te lo pierdas! Todavía, cuando escucho de vez en cuando ese disco, me sigue viniendo la fuerza de ese niño que quería ser alguien.
–¿Cómo llega Silvio a tu vida?
–Yo estaba con Brigada Ligera, el primer grupo serio que tuve después de muchos. Con el tiempo, todos los de ese grupo acompañamos a Silvio. Un día, después de un ensayo me quedé allí a gustito, a mi bola, tocando un poco por Elvis, y de pronto entra el Silvio y dice: “¿Quién es ese individuo?”. Nos presentaron y él me dijo: “Quédate, chavalón, quédate”. Y ese día empezamos a formar Sacramento [la banda que acompañaba a Silvio], que es de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida. Pero es que al mismo tiempo apareció Kiko Veneno y de golpe y porrazo me veo con Pata Negra y también con Dulce Venganza. Los tres mejores grupos que había en Sevilla. Fue todo tan rápido... Ahí empezó a forjarse lo que yo iba a ser en el futuro, un mercenario de la música. Tocar con todo el que se me pusiera por delante.
–Y Silvio no fue cualquiera. ¿Qué es lo más importante que aprendiste de él?
–A ser uno mismo. Siempre. No he conocido a nadie como él. Alguien que eligió incluso su muerte. Sé tú mismo y no te cortes, saca todo lo que tengas y mézclalo, sin miedo, porque así es como el mundo crece. Con él aprendí que podías tocar un rock & roll con una melodía de Semana Santa y que no diera asco eso. Y sí, ahora Silvio es Silvio, pero en aquel momento había que echarle cojones. Ahora es otro rollo, está todo demasiado encajonado, supongo que porque casi todos hacen exactamente lo que se supone que la gente quiere escuchar.
–¿Y los hermanos Amador y Kiko Veneno qué cosas te aportaron?
–¡Joder! Solamente ver a esos dos tocando ya era un máster. Fue una época muy loca. Recuerdo un ensayo: Raimundo se había ido ya, estaba yo con Kiko, y con toda su pinta de golfo se presenta el Rafaelillo con su hijo, que era todavía un bebé, en una bicicleta BH, como las de Verano azul, y puestísimo. Era una cosa... Y nada más entrar en el local coge la guitarra, con esos dedos negros que traía, y se pone a tocar y a mí se me caían los lagrimones. Por todo. ¿Cómo se puede tocar tan bien, y estar tan colocado, y venir con tu niño en esas condiciones, y ser tan guapo? Porque el hijoputa era guapo. En fin, aquello era demasiado. Poco después ya Rafael no apareció y me quedé yo en la banda. Ahora está en una situación terrible, muy enfermo. Que te da por pensar, y yo el día que me muera prefiero dar asco que pena. Porque en esta sociedad muchas veces somos como los putos palomos: como tengas una heridita aquí, van a ir todos a picarte.
–¿Te reconoces en la definición de superviviente?
–Totalmente. Del rock y en general de la vida. Mira, el primer grupo que tuve, nada, un divertimento de chavales, fue un grupo de sevillanas que se llamaba Los Romeritos de Alcosa. El único que queda de ese grupo soy yo. El Parque Alcosa era un barrio de puta madre, de gente trabajadora, gente buena, y en los 80 tuvimos la desgracia de que llegó esa mierda... Y caímos todos. Yo fui de los últimos, es decir, que tenía cierta información ya, así que es para darme de hostias... pero bueno, estás con ahí tus colegas... y al final acabas tomando. Fui un poco cagón, jamás me inyecté. A lo mejor por eso sigo vivo. En Lágrimas de plata canto: “Yo he visto llorar a un hombre de espanto / después de caer de cara en el fango”. Mira, no es un ejercicio de estilo. Si lo vives no es lo mismo que si te lo cuentan.
–De hecho, prácticamente te quitaste de en medio para huir de todo eso...
–Después de la Expo, con unos 30 años. En el 92 gané una pasta que no he vuelto a ganar en la vida. Un millón de pesetas al mes por tocar en la Cabalgata de la Expo que dirigía Joan Font y hacer playbacks en la Plaza Sony. Me cogí un enganche gordo y no me quedó otra, o me iba o me moría, y además les debía un montón de pasta a los narcos de Torreblanca y cualquier día me iban a dar un disgusto ya. Y dio la casualidad de que conocí a una alemana. A los cuatro días, tal cual, me dice: “Hazme un hijo”. Una alemana práctica, pero no sabía dónde me metía. Total, que le dije: “Sí, a condición de que me saques de este país”. Y nos fuimos a California, a San Diego. Allí me pasé todo el tiempo estudiando, cuidando de su embarazo. Dejé las drogas, me cuidé, estudié, toqué mucho. Y la gente flipaba. Pero no tocaba flamenco, sino el golferío que llevaba yo encima de Sevilla. Rock, pero con la guitarra flamenca. Yo estaba allí partiendo la pana, era todo muy plácido, pero ni loco me iba a quedar yo allí. Me parecía todo demasiado cuadriculado. Al cabo de año y pico me volví, aquello era aburridísimo, era como si vivieras en Sevilla Este todo el puto rato.
–Y de nuevo a la vida de mercenario. ¿Acarrea muchas servidumbres?
–Para empezar, nadie te contrata porque le gusten tus canciones, o para que hagas un arreglo cristalino, finísimo, sino para que cumplas con tu papel de guitar hero y claves ahí el solo espectacular. Por eso entré en los [No Me Pises Que Llevo] Chanclas. Y hubo todo un cásting, eh, ocho o nueve guitarristas luchando por el puesto. Normal: eran 3.000 pavos a la semana. O más. Pero llegó un momento en que eso no era vida, cinco años tocando Bolillón una noche tras otra. Quema tela. De lunes a domingo. Sin parar. No podías ni follar, no te podías ir dos semanas por ahí con tu chavalita. Y yo no quería ganar dinero para no poder gastármelo.
–Asumo que no todos los trabajos habrán sido de 3.000 pavos a la semana...
–Ya me hubiera gustado. Yo me he reventado a trabajar, y lo sigo haciendo. Muchas veces, además, no podías ni cotizar. Es más, cotizando curré sólo con los Chanclas, la época que estuve en la Expo y luego en Canal Sur, en una orquesta que tenía la cadena para tocar en distintos programas. Hasta pajarita he llevado, aquí donde me ves. Un señor, siempre. Hombre, a lo mejor la pajarita tampoco hace falta falta, pero yo siempre defenderé que a las fiestas hay que ir bien vestido.
–¿Alguna vez te hirió el orgullo poner tu talento al servicio de otros?
–Pocas veces, de verdad, porque he tenido la suerte de tocar con gente estratosférica, con artistas que serán recordados, que son clásicos auténticos, coño. Pero alguna vez he pensado “yo qué coño pinto aquí”, sí. Una vez, en el Gran Teatro Falla de Cádiz, me vi a mí mismo tocando una orquesta sinfónica y caballos de Jerez para un pianista que no veas si tenía pasta. Pero la música era terrible. Mucho dinero, amigo, pero poco gusto. Te toca los huevos, claro. Era un pianista de Cádiz. Mira, me da igual, pon el nombre si quieres: Manolo Carrasco. Uno que sale en los programitas que echan ahora de madrugada y no ve nadie, salvo yo para reírme cuando llego a mi casa a las cinco de la mañana. Hay una mafia que no veas lo calentito que se lo lleva con eso... Pues ahí sigue, que parece que está tocando lo más grande, con una camisa que vale más que el piano, tocando una cosa de parvulitos. ¡Y encima sigue sacando los caballos el tío!
–¿En qué momento te dices “ahora me toca a mí”?
–Siempre ha estado muy presente en mi cabeza que yo tenía que hacer mi obra, pero entre una cosa y otra... No sabía cómo empezar. Es que yo antes, en realidad, vivía mejor, o al menos tenía mi vida más organizada. Tocaba con Pepe Begines, con el grupo de versiones de Triana, tenía un dúo con José Caraoscura, mis movidas en la televisión. Me daba para vivir bastante bien. Y además me drogaba y era muy flojo. Mi madre me decía siempre: “tú no vas a hacer nada hasta que yo no me muera”. Cuando estaba tieso, mi madre me decía “cuánto necesitas”, y traca. Y al final es verdad que sólo cuando ella ha faltado me he dado cuenta del colchón que suponía. Pero, eh, que también me dijo que en cuanto me pusiera, triunfaba.
–¿Llegar al primer plano pasados los 50 lo cura a uno de vanidades?
–Cuando tienes más responsabilidades, en general, te curas de todo, porque no tienes más remedio. Si esto me hubiera pasado con 25 años no habría tenido la paciencia que tengo ahora. Todo viene cuando tiene que venir, y ha venido bien, y creo además que ésta es una historia que va a tener un final bonito.
–¿Qué canción te gustaría haber escrito?
All along the watchtower. La que hizo Hendrix. Qué puta maravilla. Ahora me estoy leyendo por tercera vez sus memorias, Empezando de cero, y cómo era el cabrón, qué talento, qué cabeza. Y además en ese libro hablaba ya de la muerte como si fuera a morirse, hay que ver... Dice el cabrón: “Yo vivo al día, porque mañana me voy a morir”.
–¿Y tú?
–Yo ya no me voy a morir. Tengo 55 años ya. Si los supero, voy a durar mucho. A esta edad se murió mi viejo. Es más, ya soy más viejo de lo que llegó a ser él, y es raro de cojones. Yo, al menos, si me muero no les jodería la vida a mis hijos. La muerte la veo de manera muy natural, no me da miedo. Pero pena sí, porque la gente me quiere, tío, y sé que voy a hacer daño.
–¿De qué estás más orgulloso como músico, como persona?
–Mira, la verdad, a mí la palabra orgullo no me gusta...
–Bueno, pues satisfecho...
–La mayor satisfacción que tengo es que todavía estoy aquí. Y además intentando ser cada vez mejor persona. Porque yo llevaba un caminito muy corto, de caer en cualquier esquina de una puñalada, y qué va, tío, al contrario. Ahora las viejas de mi barrio se cruzan de acera al verme para saludarme. Mira, de eso estoy orgulloso. Y por encima de todo de haber estado al lado de mi madre durante su enfermedad. Fue duro, pero gracias a eso me reconcilié conmigo mismo, porque durante mucho tiempo no fui un buen hijo. Pero esos siete años estuve ahí, al pie del cañón. Tenía alzheimer y le daban ataques de pánico. Entonces yo cogía la guitarra y le cantaba cosas de Antonio Machín. Me metía en la cama con ella y la abrazaba. Es muy fuerte: se olvidó de todo menos de mi nombre. Poco antes de morir me llamó: “Andrés, hijo, ven”. Y murió en mis brazos. Yo soy el tío más cagón del mundo, pero no me dio miedo. Fue terrible, pero nada más que por haber estado ahí, con ella, en ese momento, ya mereció la pena haber nacido.
–¿Qué sueños te quedan por cumplir?
–Mucho, queda mucho. Pero sueños no, yo soy un hombre de dormir poco y de estar despierto. Quiero hacer un disco con mi hijo, igual que ha hecho el de Wilco con el suyo. Toca también la guitarra, y el piano, y encima canta el cabrón que no veas... Cuando era pequeño siempre lo dormía con música. “Papá, cántame la bonita”. Así hasta los siete años, todas las noches. ¿Y sabes cuál era la bonita? La de Eric Clapton, Tears in heaven; que sí, preciosa a rabiar, pero menos mal que no sabía de qué iba la letra.