La biblioteca del erotófilo

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La biblioteca del erotófilo

Tanto los hacedores de la literatura erótica como los poseedores de la misma han sido siempre perseguidos por decorosos de la moral: inquisidores, legisladores, chismosos y "las del hachazo"

4 enero, 2018 00:00

Constancio Cecilio Vigil (1876-1954) fue un literato infantil con bastante renombre en Argentina. En 1911 creó la famosa revista Pulgarcito y, a lo largo de su carrera, llegó a escribir medio centenar de cuentos. Por sus páginas desfilaban toda clase de animalitos patológicamente sentimentales: el gatito, el mono relojero, la hormiguita viajera. Por supuesto, ninguna hiena pese a ser el bicho que más semblantes comparte con el género humano, como la risa entre otros. Por su ocupación, su biblioteca debió estar forrada de numerosos cuentos en cartoné, con alegre ilustraciones y títulos en cursiva inglesa grafiados a pincel. Todo muy Disney, aunque su obra fuese anterior al estreno de Bambi, el cervatillo sin ano. Pero nada más lejos de lo que podríamos pensar, tras su muerte y a la hora de hacer inventario, descubrieron la mayor colección de literatura pornográfica de Latinoamérica. Vigil, el cuentista, era un erotófilo.

La erotofilia implica un sentimiento de confort físico y psicológico hacia el erotismo. En privado, estos verdaderos apasionados de la fantasía suelen ser ávidos lectores de literatura erótica o pornográfica, si se quiere. Leer esta clase de libros, que hacen arquear la ceja al único decente que exista, es un libidinoso placer doblemente solitario, por la soledad que conlleva el acto de leer y por la privacidad de un tema aún tabú. Tanto los hacedores de la literatura erótica como los poseedores de la misma han sido siempre perseguidos por decorosos de la moral: inquisidores, legisladores y chismosos, y más recientemente por “las del hachazo”, que no sólo lo ejercen sobre su flequillo. Aunque últimamente estos “raritos del libro” están algo mejor vistos gracias a las sombras de Grey y a otro rollazo como el de la Gestalt, ya que a menudo se suele confundir al hedonista con el egoísta.

Pobres eróticos bibliófilos, no tienen ya bastante con llevar a solas sus vicios, sino que además se ven condenados a ocultar su universo privado detrás de la primera fila de libros. Por no hablar a la hora de la adquisición de fondos, a menudo con falsa desenvoltura ante el mostrador y primando cierta rapidez.

Un fetichista confeso

Por todos estos motivos los erotófilos no enseñan su biblioteca, aunque siempre existe la salvedad, y esta vez la muestra don Luis García Berlanga. Nuestro Berlanga, el gran cineasta y director de la editorial La Sonrisa Vertical junto a Beatriz de Moura, replicó allá por el 95: "Mis amigos de la editorial han expoliado mi biblioteca privada, se llevaron mis libros y parieron esta magnífica obra", Infiernos eróticos de Vicente Muñoz Puelles (Ed. La Máscara, 1995), donde se repasan aquellos libros de entrepierna que conformaron su biblioteca. Fueron muchos, 3.000 volúmenes y mil quinientas porno para ser exactos. A este paraíso particular del fetiche se accedía desde el vestíbulo por una estrecha escalera de caracol como si se pasase a través del útero de una mujer, como si al hacerlo se pretendiese rendir culto a la gran diosa madre.

"Los senos de la mujer son las furias que nos guían por los senderos del amor", anotaba de chaval en un bloc como si del credo de Venus se tratase. Berlanga nunca se escondía. Mientras los retornados de los 70 se traían mantequilla y queso cheddar, él portaba maletas y maletas de literatura del color de la impudicia. Y en los 80, cuando abrieron la verja, mientras unos traficaban con otra materia vegetal también verde, él compraba libremente y sin miedo la Playboy o Las cartas privadas de Pen.