Clarín, un idealista contra el soberanismo

Clarín, un idealista contra el soberanismo

Letras

Clarín, un idealista contra el soberanismo

Carlos Mármol repasa la figura de Leopoldo Alas y sus planteamientos sobre el nacionalismo catalán

7 septiembre, 2017 00:00

La historia es la madre de todas las analogías. Y el catálogo más fiable de las pesadillas humanas. La situación política catalana, marcada por un delirio partidario que está quebrando el principal patrimonio de cualquier país, que es la convivencia civil, reproduce muchos rasgos de los graves episodios de tensión regionalista acontecidos a finales del siglo XIX, cuando una España agraria, atrasada y caciquil se quedó sin sus últimas colonias de ultramar. Obviamente, los actores en liza son distintos. El lenguaje tampoco es exacto. Y muchas circunstancias son divergentes. Pero la disyuntiva básica de aquel entonces --cómo reinventar una nación en franca decadencia-- se reproduce más de un siglo después con una sorprendente obstinación, lo que demuestra que el problema de España es un bucle sin solución.

Sobre este periodo histórico escribió mucho y bien Leopoldo Alas, Clarín, que ha pasado a la historia como novelista --La Regenta y Su único hijo son dos obras maestras-- pero cuya importancia como periodista y polemista suele quedar en un segundo plano a pesar de ser equiparable a la de Larra. Leer con los ojos actuales los artículos políticos del escritor asturiano, espléndidamente estudiados por Yvan Lissorgues, hispanista de la Universidad de Toulouse, es un ejercicio fecundo: permite conocer nuestro pasado reciente y alumbra con una luz distinta los sucesos presentes. Es la magia de los clásicos. Como es sabido, Clarín era un idealista civilizado. Rara avis en un país como el nuestro y más extraño aún en su época, marcada por los usos, las costumbres y la omnipresencia de la mentalidad de origen tribal.

Un autonomista

En su formación intelectual influyó el krausismo --un lujo que hemos olvidado casi por completo-- y las aspiraciones de progreso de cualquier ser humano con dos dedos de frente. Como no hay trascendencia sin sentido del equilibrio, parece lógico que el escritor asturiano tuviera una idea de España alejada tanto de los patriotas de casino como de los nacionalistas que confunden la patria con su bolsillo. Clarín compartía la misma idea de nación que Renan: una comunidad donde el elemento nuclear es la solidaridad entre sus miembros. Vista desde la España de nuestros días parece una idea ingenua. Pero sólo se debe a que nuestros políticos han olvidado, o quizás nunca han sabido, que lo que mantiene juntos a los ciudadanos no son las banderas, ni los himnos, ni la corona. Es la sensación fraternal de haber sufrido juntos y la voluntad de asumir de igual manera los sacrificios venideros. Exactamente lo contrario de lo que pregona el soberanismo, como hemos visto tras el reciente atentado de Las Ramblas. La mentalidad de campanario, igual que ahora, fue la causa de las tensiones centro-periferia de la España finisecular. La diferencia es que el Estado ha evolucionado desde entonces mientras los nacionalistas, no. El desafío soberanista no sólo persigue la independencia, sino que pretende romper lo que los intelectuales del 98 llamaban “el equilibro de la nación”. Razón suficiente para no tomarse a broma sus intenciones.

Clarín fue autonomista un siglo antes de las autonomías. En el prólogo que escribió en 1881 para La lucha por el derecho, una obra de Rudolf von Ihering, defiende como solución a las tensiones territoriales un punto de equilibrio entre las autonomías y el poder central, algo que vista la trayectoria política española parece una quimera. No será por falta de razones. “Si predomina la autonomía regional o municipal” --escribe--, “la nación se disuelve y el individuo no padece menos, sino que es tiranizado por un tirano local. Si la autonomía nacional es la que se procura con menoscabo de los círculos interiores, hay centralismo”. El término medio, que es donde según los clásicos reside la virtud, como posible solución al eterno problema territorial español. Parecía una asignatura superada tras la Constitución del 78. Pero el tiempo ha demostrado justamente lo contrario.

El peligro del nacionalismo

La clarividencia de Clarín resulta asombrosa. Sobre el nacionalismo catalán escribe: “Hay que tener mucho cuidado con cierta clase de regionalistas [léase nacionalistas] que en Cataluña, como en Galicia o Asturias, trabajan pro domo sua; aspiran al provincialismo para ser cabeza de ratón, notabilidades de treinta leguas a la redonda”. La frase no ha perdido actualidad más de un siglo después. Tampoco su advertencia sobre las consecuencias que implica la relativización del asunto territorial, que es aplicable a Rajoy: “El quietismo, por liberal que parezca, no es bueno”. Lejos de la imagen de la España cerril, Clarín entiende las reivindicaciones regionales de su tiempo siempre que éstas no vayan en contra del interés general. Pero ve claramente el peligro que representa para todos el “egoísmo de los señores del quiero y no pueda [sic], de los ratés de pueblo, de los fanáticos y los exclusivistas”, cuya senda patriótica --sostiene-- conduce “a la vida troglodítica” y al “feudalismo”.

Dicho por un intelectual de su talla, admirador de la literatura catalana, que consideraba “saludablemente influenciada por las modernas humanidades francesas”, no puede decirse que se trate de una opinión apresurada. Probablemente Josep Abad, el inquisidor del nomenclátor de Sabadell, lo hubiera condenado a la hoguera por no compartir la idea de Prat de la Riba, contenida en las Bases de Manresa, para instaurar el catalán como la lengua obligatoria de los españoles de Cataluña. Pero es coherente: un asturiano tiene el  mismo derecho a no renunciar a su idioma que un catalán. En esto, todos los españoles somos iguales. Clarín entendía la distancia del catalanismo frente la España reaccionaria. Lo que quizás nunca sospechó, siendo un idealista convencido, es que las tornas cambiasen tanto y, con el pretexto de la identidad cultural, se impulsase en sede parlamentaria un demencial proyecto de ruptura liderado por unos soberanistas --a los que siempre consideró “tenderos de ultramarinos”-- cuyo verdadero interés no es la nación, ni la lengua, ni la libertad, sino el dinero y el poder, hasta ahora privativo de las iglesias, de perdonarse los pecados a sí mismos.