Joseph Roth y las fresas
La reciente publicación del texto 'Fresas', de Joseph Roth, sirve de excusa para recordar la grandeza de este breve escritor, exiliado y derrotado por el alcohol en París en 1939 a los 46 años
6 agosto, 2017 00:00Acaba de publicarse un nuevo libro de Joseph Roth, en realidad un texto breve e inconcluso, supongo que uno de los manuscritos de la maleta con la que vivía en su cuarto del segundo piso del hotel Tournon, en París, donde residía exiliado en vísperas de la Segunda Guerra Mundial y donde poco antes de morir concluyó La leyenda del santo bebedor, obra maestra de ternura, de dulzura, de poesía.
El libro se llama Fresas y trata, o hubiera tratado, sobre la vida y los personajes de Brody, en Galitzia, Austria-Hungría, donde Roth nació en 1894. Según sabemos, Brody estaba —supongo que sigue estando, ahora aquella zona pertenece a Ucrania— rodeada de campos de lúpulo, que se vendía a las industrias cerveceras, y pantanos y bosques, con muchas matas de fresas, que daban pie a un gran comercio.
Pocos locos en el mundo
Dice Roth en Fresas: “Vivían unas diez mil personas. De ellas, tres mil estaban locas, aunque no suponían ningún peligro público. Una suave demencia las envolvía como una nube dorada. Se dedicaban a sus negocios y ganaban dinero. Se casaban y procreaban. Leían libros y periódicos. Se preocupaban por los asuntos del mundo. Conversaban en todos los idiomas en los que se entendía la población, muy variopinta, de nuestra comarca”.
Bien, pienso que salvo por el detalle de los idiomas gente así la hay por todas partes, también en Barcelona. Si hacemos un paralelismo con Brody, donde tres mil de los diez mil habitantes estaban locos, la deducción lógica es que en Barcelona, donde viven dos millones de personas, seamos cerca de seiscientos mil. Pocos locos son, pocos me parecen —dirá un observador escrupuloso—, yo conozco muchos más.
La verdad es que las obras maestras de Roth son, en primer lugar, las dos únicas que pudo concebir y escribir con calma, liberado de las presiones de la precariedad económica: La marcha Radetzky y Job. Además, la citada leyenda del santo bebedor y Hotel Savoy, y esta breve lista ya justifica sobradamente la vida de cualquier escritor, cómo no la suya, tan breve (murió a las 46). Luego, cada uno puede prolongarla de acuerdo a su propio y subjetivo gusto personal. Y luego, por fin, se dan a las imprentas estas Fresas, que no son para los más sino para una minoría tan devota de Joseph Roth que leería cualquier cosa que lleve su firma. Minoría en la que figura quien esto firma.
La muerte de un amigo
Al principio fue Brody, pueblo en el Este, en la llanura infinita, lleno de judíos, entre estanques y fresas. Al final, los numerosos achaques físicos —pies hinchados, vista dolorida y muy disminuida, dolores estomacales, etcétera—, las innumerables copas, la tristeza insoportable en un hotelito de París. Las memorias de su amigo Soma Morgenstern, que han sido traducidas al español, Fuga y fin de Joseph Roth, cuentan de manera recatada aquel final trágico. David Bronsen en su canónica biografía da más detalles. Mayo de 1939. Estando sentado a su mesa del bar del hotel donde se pasaba, casi sin moverse, todo el día, escribiendo, recibiendo la visita de amigos y admiradores, que no eran pocos, y bebiendo copa tras copa de Pernod, le muestran a Roth el diario donde viene la noticia de que acaba de ahorcarse en su cuarto de hotel de Nueva York su amigo de juventud Ernst Toller. Roth gritó, tartamudeando por la emoción: “¡Qué tonto por parte de Toller! ¡Colgarse ahora, cuando nuestros enemigos corren a su perdición!”. Acto seguido se desplomó.
Efectivamente, muchas víctimas del Tercer Reich, muchos exiliados como él, creían que la dinámica agresiva de Hitler hacia los países vecinos conducía inevitablemente a la guerra mundial, y que la guerra sería el final del nazismo. El caso es que la emoción por Toller fue la gota que desbordó el vaso de la calamitosa salud de Roth. Hubo que ingresarlo con delirium tremens en un hospital, donde sin tener en cuenta su condición de alcohólico se negaron a administrarle ni una gota de alcohol, lo que fue su condena. Murió entre visiones pavorosas. Procedía del Este, de los pantanos, de las fresas, y escribía como los ángeles.