El historiador Antonio Domínguez Ortiz

El historiador Antonio Domínguez Ortiz

Ideas

Antonio Domínguez Ortiz y la España ilustrada

La obra del gran historiador sevillano, profesor de Secundaria y especialista en el Antiguo Régimen, capaz de moverse con soltura dentro de la historia de las ideas, está escrita con un estilo admirable, dúctil y sabroso y con una mirada ecuánime, sobria y lúcida que transmite imparcialidad, buen juicio, cautela e ironía

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“El juicio que se formule acerca del reinado de Carlos III debe tener en cuenta que la Historia no puede emitir sentencias absolutas, sino relativas, considerando el tiempo y el lugar. Con demasiada frecuencia nuestra imagen de un personaje o de una época resulta falseada atribuyéndole nuestras ideas, nuestro sistema de valores, sin tener en cuenta que cada cultura tiene los suyos propios”. Esta reflexión, sacada del último capítulo de su libro Carlos III y la España de la Ilustración (1988) y que hoy parece subversiva, podría resumir la filosofía del historiador Antonio Domínguez Ortiz (1909-2003), especialista en el Antiguo Régimen, autor prolífico y figura no tan valorada como se debería, quizá por no haber pertenecido, salvo fugazmente, al plantel universitario. Nacido y formado en Sevilla, Domínguez Ortiz fue siempre catedrático de enseñanza secundaria en Granada y Madrid, aunque llegó a ser miembro de la Real Academia de la Historia.

Experto en el XVII y en el XVIII españoles, su obra revela a un historiador riguroso, capaz de moverse con holgura en la historia de las ideas, interesado tanto en cuestiones sociales como políticas, culturales y económicas. Lejos además de la áspera asepsia de tantos profesionales de la historia, fue dueño de un estilo admirable, dúctil, sabroso, transparente y preciso, como si fuera la natural transposición de una conversación inteligente y amena. Su postura a la hora de analizar los hechos pasados es siempre ecuánime, sobria y lúcida, reacia a dejarse llevar por afinidades o aversiones personales. Y por ello mismo su relato transmite siempre imparcialidad y buen juicio, cautela e ironía.

Retrato de Antonio Domínguez Ortiz

Retrato de Antonio Domínguez Ortiz

Carlos III y la España de la Ilustración es una aproximación ejemplar a un periodo tal vez no tan conocido como otros siglos más popularizados de nuestra historia, como el épico XVI o el desastroso XIX. Domínguez Ortiz ilumina muy bien lo que Julián Marías denominó “la España posible en tiempos de Carlos III”. Pues quizá no haya habido ningún otro momento histórico en que las virtualidades y las limitaciones de España se hayan armonizado con tanto acierto. Sin ser una época de grandes transformaciones ni de genialidades comparables a las del Siglo de Oro, la Ilustración española ofrece una serie de peculiaridades que la hacen especialmente valiosa para el mundo postilustrado en que vivimos. La actitud de sus principales pensadores fue a la vez más modesta y responsable que la de muchos de sus colegas europeos. Antes del desastre de la invasión napoleónica y la involución absolutista de Fernando VII, el rey felón, España vivió un interesante equilibrio entre el Antiguo Régimen y lo que podría haber sido su reforma ordenada y progresiva.

Ya en El Antiguo Régimen y la Revolución, Tocqueville había advertido que muchas de las reformas que en Francia se atribuían a los revolucionarios habían empezado a implantarse antes. Y eso es algo que puede comprobarse aquí estudiando la acción de gobierno de Carlos III, un rey bastante más convencional de lo que a veces se ha creído. Su acierto quizá estribó en ser más servicial que iluminado, “un reformador prudente que no quería acelerar procesos ya en marcha”. Domínguez Ortiz traza un retrato muy vívido del monarca, libre de tentaciones mitificadoras, justo y lleno de espontaneidad. Uno ve enseguida el gesto de un rey inflexible y a la vez bondadoso, muy pío pero consciente de que la Iglesia tenía en España demasiado poder, extrañamente fiel y casto en esa estirpe célebre por su incontenible lujuria, benefactor de la cultura y las artes sin ser él mismo culto, pues al parecer su gran pasión –otro sello borbónico– fue la caza, deporte que practicaba todas las tardes sin perdonar ni una con la sola excepción del Viernes Santo.

'Carlos III y la España de la Ilustración

'Carlos III y la España de la Ilustración ALIANZA EDITORIAL

Domínguez Ortiz hace un relato ágil y muy ameno de la trayectoria de Carlos III, primero como rey de Nápoles durante veinticinco años, que fue para él algo así como una escuela preparatoria, hasta su llegada al trono de España en 1759, tras los reinados convulsos e inestables de su padre Felipe V y de sus hermanastros, primero el efímero Luis I y, luego, tras el regreso al trono del padre, de Fernando VI. Desde el principio, las políticas del nuevo rey estuvieron destinadas a afianzar el absolutismo con racionalidad y mesura. Una de las primeras medidas que tomó el nuevo Borbón fue reconocer las deudas de su padre, que su hermano Fernando VI, apoyado por una Junta de políticos y teólogos, nada menos, se había negado a asumir. Fue una señal de honradez y sentido común.

También es destacable la nueva relación que la monarquía estableció con los antiguos territorios de la Corona de Aragón. Tras la recentralización y la abolición de los fueros y de las antiguas Cortes que había impulsado Felipe V, Cataluña, como cuenta Domínguez Ortiz, no quería ser tratada como un vasallo de inferior categoría. La supresión de las fronteras aduaneras y la apertura del comercio de Indias estaban generando una etapa de gran prosperidad en el país. Por eso la familia real, en su primer viaje desde Nápoles a España, decidió desembarcar en Barcelona, donde fue recibida con un gran calor popular. Se selló así la reconciliación de las clases dirigentes catalanas con los Borbones, “garantía política de una nueva era económica”, según el historiador Joan Reglà, discípulo de Vicens Vives. Los catalanes incluso obtuvieron de Carlos III una concesión mucho más sustanciosa: la abolición del derecho de la bolla que gravaba la producción textil.

Motín de Esquilache, atribuido a Francisco de Goya (1766)

Motín de Esquilache, atribuido a Francisco de Goya (1766)

Es muy interesante también el análisis que hace Domínguez Ortiz de la situación social y en especial del motín de Esquilache, ocurrido en 1766. A su llegada, Carlos III se encontró con que Madrid era una de las ciudades más sucias y tenebrosas de Europa. Un francés socarrón le había dedicado incluso un poema heroico-burlesco titulado La Merdeida. La falta de alumbrado y las costumbres de vestimenta –sombrero de ala ancha y capa larga– propiciaban el embozo y el asalto. Así que el rey encargó al marqués de Squillace, castellanizado Esquilache, entonces secretario de Hacienda y de Guerra, la promulgación de una serie de medidas para paliar la situación. Empezó entonces la gran reforma urbanística de Madrid, la instalación de faroles en las calles y de fosas sépticas en los hogares. Se decretó la prohibición de las capas largas y la imposición del sombrero de tres picos. Las medidas, unidas al encarecimiento del grano, que agravaron la carestía y el hambre de la mayoría de la población, generaron un gran malestar y fueron la causa del motín que se desató en Madrid, con ecos en otras ciudades, en marzo de 1766.

Domínguez Ortiz recuerda que en aquella época aún no había cuerpos de seguridad preparados para controlar a las muchedumbres, tal y como se conocerían en la modernidad. Los alguaciles estaban preparados para detener acciones individuales, pero no aún revueltas masivas. Estaba la Guardia Valona, compuesta en su mayoría por extranjeros de Flandes, pero se trataba de una fuerza muy odiada por los madrileños y algunos valones terminaron linchados y quemados por los amotinados. El caso es que Carlos III se negó a utilizar la fuerza contra el pueblo y terminó aceptando algunas de sus exigencias, entre ellas el regreso de Esquilache a Nápoles y la supresión de la ordenanza de vestimenta. A pesar de todo, el motín no dejó de tener un carácter religioso e incluso festivo. El día terminó con una procesión de la Virgen del Rosario que se dirigió al Palacio Real, ante cuyos muros se cantó una salve. El rey y sus consejeros, en especial el conde de Aranda, culparon a los jesuitas de haber instigado las revueltas, por lo que se acabó decretando la expulsión de la Compañía de Jesús, en España como en América, en 1767, una de las pocas medidas radicales tomadas durante aquel reinado, en muchos aspectos contraproducente.

'España. Tres milenios de Historia'

'España. Tres milenios de Historia' MARCIAL PONS

Carlos III se encontró con otros muchos problemas sociales que intentó remediar, con desigual fortuna, entre ellos la miseria de los campesinos, el analfabetismo, el gran número de niños expósitos abandonados –una de las principales preocupaciones de los escritores ilustrados– y la dificultad de crear una burguesía al margen del parasitismo de la nobleza, a cuyos privilegios aspiraba buena parte de la clase mercantil, también en Cataluña y el País Vasco. Uno de los experimentos más interesantes socialmente fue el Fuero de Nuevas Poblaciones, instigado por Campomanes y Olavide, dos de los políticos más relevantes de la época. Habiendo en Alemania un excedente de hombres, el coronel bávaro Gaspar de Thurriegel ofreció al gobierno español 6.000 colonos que se establecerían en tierras peninsulares o americanas. Así fue cómo se crearon pueblos nuevos en el tránsito más peligroso de Sierra Morena, entre Córdoba y Sevilla, pueblos como La Carolina, La Luisiana o La Carlota. A finales de siglo, se les unirían sacerdotes franceses huidos de la Revolución.

Mención aparte requiere la rehabilitación de los chuetas mallorquines –los judíos conversos– que Carlos III llevó a cabo entre 1785 y 1788. Desde el siglo XVII, ese grupo étnico, condenado por la Inquisición, vivía en la isla confinado en su gueto, dedicado a oficios mercantiles –la joyería, sobre todo– pero excluido de la sociedad, sin poder ejercer cargos públicos, civiles, religiosos o militares y sin poder estudiar profesiones liberales. En 1773, los chuetas elevaron al monarca una petición para que se extinguiera la discriminación. El Gobierno consultó a las autoridades de la isla y tanto la Audiencia como la Universidad se mostraron contrarias a la rehabilitación. No fue hasta 1782 cuando una Real Cédula puso fin a la segregación material. Los chuetas podían avecindarse fuera del Call y se prohibió “designarlos con epítetos injuriosos”. Poco a poco pudieron ingresar en los cuerpos civiles y militares y ejercer cualquier profesión, aunque el estigma social continuó hasta bien entrado el siglo XX.

Carlos III (1765) retratado por Anton Raphael Mengs

Carlos III (1765) retratado por Anton Raphael Mengs

El problema educativo y religioso era uno y el mismo. Carlos III, a pesar de ser él mismo muy devoto, ya había constatado en Nápoles el exceso de poder de la Iglesia, incluso en cuestiones de seguridad, puesto que los delincuentes aún podían acogerse a sagrado en los templos. La Inquisición jugaba un papel importante en la vigilancia de las costumbres y las lecturas, aunque cada vez con menor virulencia. (El Emilio de Rousseau, por ejemplo, se divulgó en España sin excesivas trabas, a pesar de la censura). Como siempre, el problema estribaba en cómo esquivar la omnipresente resistencia de las diversas teologías ante la recepción y aplicación de las ciencias. Y en ese campo, también fue notable el avance, teniendo en cuenta que durante aquel reinado se crearon el Real Observatorio Astronómico de Madrid, la Escuela de Medicina de San Carlos, el Jardín Botánico –uno de los varios fundados en España– y el gran edificio destinado a la Academia de Ciencias Naturales que luego sería el Museo del Prado.

Domínguez Ortiz también destaca la creación de bibliotecas y la mejora de las impresiones. La tipografía española, gracias la colaboración de importantes artistas y el patrocinio tanto de Carlos III como luego de Carlos IV, adquirió un considerable prestigio, patente aún en la cotización de los libros salidos de las prensas madrileñas de Ibarra y Sacha o de las valencianas de Benito y Manuel Monfort. La propia dedicación de Goya, tan temprana y revolucionaria, al grabado y la litografía, no es sino consecuencia de ello. Como lo es también la creación de una incipiente esfera pública compuesta de periódicos o almanaques, como la Gaceta de Madrid, una de las más antiguas de Europa, que Carlos III estatalizó en 1761, el Diario de los Literatos de España o el célebre y polémico El Censor. Con ese trasfondo, se entiende mucho mejor la labor, en muchos aspectos ingrata y heroica, de personajes ilustrados como Jovellanos, Moratín, Cadalso, Campomanes, Olavide, Jorge Juan, Antonio José Cavanilles o Gregorio Mayans. Y también la firme oposición que estos encontraron por parte de los sempiternos ultramontanos, como el padre Alvarado, que escribió bajo el pseudónimo de 'El filósofo rancio', figura que ha permanecido viva en nuestro país a lo largo de los siglos con diversas identidades e idéntica fobia.

'Gaceta de Madrid'

'Gaceta de Madrid'

Domínguez Ortiz, por último, ofrece una fascinante panorámica de lo que era la América española entonces. Tras la recuperación de las dos Floridas –gracias al Tratado de Versalles, firmado al terminar la guerra de independencia de Estados Unidos– y la incorporación de la Luisiana, la Monarquía Hispánica llegó a su máxima extensión, unos 8.000.000 de kilómetros cuadrados, incluida la mitad de los actuales Estados Unidos. Al virreinato de Nueva España y de Perú, se le sumaron los de Nueva Granada –Venezuela y Colombia– y el de Buenos Aires, además de la Capitanía General de Chile. Por ello, Carlos III también emprendió importantes reformas en defensa, mejorando considerablemente las viejas flotas y creando una nueva armada, con el Santísima Trinidad como buque insignia, el mayor barco de guerra de su época, de sesenta metros de eslora, mil hombres de tripulación, cuatro cubiertas y ciento cuarenta bocas de fuego. Fue botado en los astilleros de La Habana en 1769.

Aunque quizá lo más interesante que aporta en su relato Domínguez Ortiz sea la previsión que Carlos III y sus consejeros habían hecho de la independencia de las futuras repúblicas americanas. Sabiendo que acabaría por ser un proceso inevitable –estaba en el aire de los tiempos– y temiendo que Estados Unidos se erigiera en la principal potencia, el conde de Aranda propuso la creación de una Comunidad Hispánica de Naciones en la que España tuviera una función tutelar, adelantándose con ello a lo que serían las organizaciones supranacionales de nuestro tiempo, aunque con la evidente intención de mantener el dominio español en el continente. La iniciativa no prosperó y las independencias, como sabemos, se produjeron en un momento de mayor debilidad y al calor del desastre posterior de la invasión napoleónica.

Mapa de América del Sur

Mapa de América del Sur

Carlos III murió en 1788, un años antes de que estallase la Revolución francesa, cuyas ideas provocaron un colapso en España, sacudida, durante los reinados de Carlos IV y Fernando VII, por las tensiones entre el absolutismo y el liberalismo, los afrancesados y los ultramontanos, una zozobra de la que en el fondo nunca nos hemos curado y que convirtió el siglo XIX en una sucesión de desastres que culminaron, ya en el XX, en la guerra civil y luego en la dictadura de Franco. Por eso el estudio del siglo XVIII, como demostró admirablemente Domínguez Ortiz, evidencia todo aquello que este país pudo ser y no fue. O mejor dicho, todo aquello que empezó a ser y no pudo consumar. La lenta desamortización de la Iglesia de aquel reinado era preferible a la radical que vino después, lo mismo que la disminución gradual del clero o el natural declive del Santo Oficio parecían más prudentes y sensatos que el violento anticlericalismo que se conoció más tarde. El cauto y en tantos aspectos insuficiente reformismo carolino, en definitiva, se nos revela ahora como un camino mucho más eficaz y humanitario que el viento revolucionario sopló en el siglo de la megamuerte.

(Nota Bene: en el libro, Dominguez Ortiz comente un lapsus que debería subsanarse en una próxima reimpresión. Atribuye el libro 'El proceso de Macanaz: historia de un empapelamiento' a Mercedes Fórmica cuando la autora es Carmen Martín-Gaite)