Los conservadores y el pensamiento moderno
El filósofo Álvaro Delgado-Gal desentraña en un ensayo brillantísimo, lleno de hallazgos e inteligentes reflexiones sobre pensamiento político, literatura y arte, la tradición intelectual que discute el mito del progresismo idealista
29 septiembre, 2023 23:48“Dios no existe / Es una imaginación de la Iglesia”. Leopoldo María Panero escribió estos versos para ‘La monja atea’, su epitafio sobre el ocaso del cristianismo. En ellos formula la duda, que para muchos es certeza, de si la narrativa del catolicismo, tal y como nos la transmitieron nuestros mayores, no será una ficción. La religión, en efecto, nace con una fábula. Su trascendencia deviene del marco de sentido evangélico, que alcanza su clímax con la tragedia de la crucifixión, pero, igual que las películas de Hollywood, tiene un final feliz: si hay vida tras la sombra de la muerte es porque Dios existe.
Cabe decir lo mismo del pensamiento conservador. ¿Es real o se trata de una invención de la izquierda? El filósofo Álvaro Delgado-Gal, director de durante un cuarto de siglo de la excelente Revista de Libros, ahora liberado de la tarea hercúlea de coordinar una publicación consagrada a la discusión intelectual, absoluta rara avis en el panorama de la prensa cultural, se ocupa de responder a esta cuestión en Los conservadores y la revolución (Alianza), un ensayo brillantísimo, profundo y luminoso donde ejerce de librepensador, esa especie en vías de extinción en la atmósfera de lo que los posmodernos digitales llaman –recurriendo al término inglés– la conversación.
Con una sólida formación, a la vez científica y humanística, sus artículos y ensayos abordan la actualidad política desde una mirada ajena al partidismo. Su libro es una prolongación de este mismo espíritu. En él hace un viaje a la raíz cultural del pensamiento conservador que, al tiempo, describe también la tradición del progresismo y alerta de los demonios camuflados bajo el idealismo. ¿Hubiera podido hacerlo de otra forma? En absoluto. Para descubrir la verdadera esencia de las cosas es necesario compararlas, juzgar.
De ahí que su ensayo pueda leerse indistintamente como una historia de la tradición cutural que nació con la Revolución Francesa y, a su vez, como la crónica de su némesis: la estirpe de pensadores que han discutido, combatido o refutado los sagrados dogmas de la Ilustración que, como todos sabemos, pero muchos más obvian, terminaron en el absolutismo de Napoleón.
El filósofo madrileño se apoya para su análisis tanto las ideas como en el arte y la literatura. Este enfoque dota a sus reflexiones de un sólido sustrato cultural. Huyendo del lugar común, Delgado-Gal plantea una dialéctica conceptual entre el progresismo y los conservadurismos con resultados fecundos. Sin adoctrinar e invitando al lector a pensar.
Su primera aportación es que el pensamiento conservador, del mismo modo que el progresista, es un fenómeno inequívocamente moderno. Si la Revolución Francesa sentó las bases del imaginario del progreso, origen desde la receta liberal hasta la socialdemocracia, sus discrepantes no pueden –como reitera la intelligentsia de izquierdas– ser un hecho cultural anterior en el tiempo, sino coetáneo y posterior, dado que nace para discutir las bondades de la Revolución.
La segunda tesis es todavía más robusta: lo que distancia al autodenominado progresismo del conservadurismo, que es una suma de doctrinas dispares, sin militancia comunal, no es la insistencia en una serie concreta de valores tradicionales. La verdadera dialéctica entre ambas perspectivas tiene su razón de ser en la distinta concepción del tiempo.
Para los herederos de 1789, las ideas se proyectan hacia el futuro, haciendo tábula con el pasado. Este gesto está condensado en el calendario revolucionario, que expresa la voluntad de inaugurar de nuevo la historia. De fundar otra era. De crear un comienzo. Una actitud que puede resumirse con la frase del narrador anónimo del Génesis: “En el principio, está la Revolución”.
El humor conservador, en cambio, reacciona frente a esta afirmación categórica con una poderosa obviedad: no puede suprimirse, a voluntad, el pasado porque implica negarnos a nosotros mismos. Todos venimos del pretérito. Si ahora somos es porque antes hemos sido. La reflexión de Delgado-Gal trasciende de esta manera la usual oposición entre los conceptos políticos de izquierda y derecha para situar el litigio en otro campo superior. O se acepta la realidad, que es sobre todo histórica, o se fabrica una abstracción idealista.
El problema, como ya explicase Antonio Escohotado en Los enemigos del comercio, que también aborda esta misma disyuntiva, es que el principio de realidad no desaparece según sea el capricho de los hombres, de forma que o se asume la naturaleza exacta de las cosas (que no suele ser agradable, y tiende a ser irremediable) o se fuerza a las sociedades a adaptarse a un único patrón cultural, ya sea mediante la prédica o, como sucedió en los países comunistas, suprimiendo la libertad a la fuerza.
El recorrido por las ideas y los autores del conservadurismo de Delgado-Gal abarca desde el siglo XVII hasta el presente. Comienza con la figura (seminal) de Edmund Burke, padre de los old whigs británicos, y discurre por las obras de Chateaubriand, Oakeshott, Wittgenstein, Proust, T.S. Eliot, De Maistre, Donoso Cortés, Hayek, José María Pereda, Pereda, Nietzsche, Menéndez Pelayo, el fascismo (que en realidad era un progresismo con parada en las vanguardias futuristas) o Duchamp, con otras escalas puntuales.
La muestra es rica y permite contemplar el pensamiento conservador como una red múltiples de influencias, no siempre análogas, y con frecuencia antagónicas, donde se encuadran desde las formas más reaccionarias a determinadas variantes del liberalismo, pero cuya invariante es el disgusto con lo que Delgado-Gal denomina –con ironía– “el optimismo del boticario zarzuelero”: la creencia de que la historia es lineal, en lugar de arbitraria o circular, como creían los clásicos, y que el mero paso del tiempo basta para que la Humanidad prospere. Un espejismo propio del mundo contemporáneo, ausente del imaginario cultural anterior al Nuevo Régimen.
La crisis de la civilización occidental o la mutación de las sociedades en comunidades desconsagradas que no saben cómo interpretar el hecho de la muerte, que regulan –en determinadas situaciones– el derecho a nacer o que disuelven el sexo y el matrimonio en conceptos como el género y la pareja, deriva de la desacralización y entronización cultural de los valores de la Revolución Francesa. El hombre contemporáneo se ha sacudido todas las estructuras ideológicas antiguas que lo sometían, pero no las ha reemplazado por principios alternativos al ensimismamiento o el narcisismo.
La literatura y el arte de los últimos dos siglos expresan el colosal desorden causado por este tránsito, que es el origen del malestar del ciudadano conservador con su zeitgeist. Este rechazo no es exclusivo de una ideología política concreta, sino que puede darse en muchas, sobre todo a medida que se cumplen años o, por el contrario, cuando la experiencia personal, como sucede en el caso de los jóvenes, es aún insuficiente para saber discriminar entre el capricho y las evidencias.
Delgado-Gal retrata a los conservadores como aquellos que, sin abdicar del pasado, no se encuentran cómodos en el presente, no tanto porque profesen una fe antimoderna cuanto porque los valores sociales vigentes ignoran o directamente desprecian condicionantes irrefutables, como si los individuos pudieran huir del orden social. “El conservador” –escribe el filósofo– “anhela una atmósfera moral intrínsecamente distinta de la que insta nuestra época”.
No es la única molestia. Otra importante es que, frente a la autoconciencia del progresismo, que puede bascular desde el reformismo al mesianismo, y que en los últimos tiempos ha resucitado viejas fórmulas de sectarismo, en la galaxia conservadora no existe unidad ni de acción ni tampoco de pensamiento. Los conservadores habitan en la melancolía o en el páramo porque piensan que la Razón no es infalible y el narcisismo, fútil.
La comparación entre ambos universos mentales, que es el ejercicio que Delgado-Gal practica en este ensayo, permite al lector, se ubique donde se ubique, cuestionarse sobre sus principios. Su gimnasia mental incluye un brillante análisis de los usos del lenguaje o la desaparición de conceptos como la clase social. Y arroja una luz poderosa sobre estos tiempos en los que, desde el algoritmo hasta el delirio, todo favorece la regresión a la teología de la tribu y la sustitución del cosmopolitismo, entendido como síntesis cultural, por una globalización estrictamente económica, incapaz de crear un marco para el ejercicio inteligente de la libertad y para el arte de discrepar con criterio.