Sandel y la apelación al tejido moral: sin comunidad nacional no habrá democracia
- El filósofo defiende en El descontento democrático un pegamento patriótico entre distintas ideologías en beneficio del ciudadano a partir de grandes cuestiones sociales
Una conversación pública sobre el tejido moral de una comunidad no invita a la polarización. Supone todo lo contrario. Y en tiempos de bronca, en los que se arrincona al adversario político, con todo tipo de argumentos, se antoja algo ingenuo. Pero para persistir en esa convicción, en la necesidad de impedir que ese tejido se deshaga en mil pedazos, están los filósofos políticos. O algunos de ellos. Y Michael J. Sandel no tiene previsto renunciar a ello. Asociado al llamado comunitarismo –a él no lo gusta mucho la etiqueta, porque en ese mismo equipo hay otros autores incómodos que ponen en cuestión el liberalismo político basado en las decisiones individuales de los ciudadanos—Sandel ha publicado una nueva edición de El descontento democrático (Debate), publicado originalmente a mediados de los años noventa. Lo que asomaba entonces es hoy una realidad: la falta de un pegamento entre distintas ideologías, sin una idea de patriotismo común, que pudiera estar basado en las grandes cuestiones sociales que mejoran la vida de cada uno.
La experiencia en Estados Unidos sirve para las grandes democracias liberales. En España es una evidencia, tras dos votaciones de investidura frustradas en el Congreso y con otras dos en el horizonte sin claras garantías de prosperar. En los dos casos, el enfrentamiento entre dos supuestas culturas políticas se ha convertido en algo insuperable, en una bronca entre políticos que podría –todavía no de forma clara en España, más evidente en Estados Unidos—trasladarse al conjunto de la sociedad.
Lo que Sandel indica es que ha sido el sistema económico el que ha moldeado las sociedades en los últimos treinta años. El optimismo era real en los años noventa, con una globalización que iba a más, y que prometía bienestar y la extensión de los valores democráticos en todo el mundo. Sin rival, con el fracaso del mundo soviético, el capitalismo norteamericano, asociado a la democracia, lo tenía todo para triunfar y mejorar la vida de una gran parte, por lo menos, de Occidente. Y la inclusión, unos años más tarde, de China en la OMC, (Organización Mundial del Comercio), apelaba a un sueño basado en anteriores experiencias, como la española: con un aumento de la riqueza, con la extensión de las clases medias, llegarían los deseos de contar con derechos políticos y también en China se abrazarían –con el tiempo—los valores democráticos. No ocurrió.
El filósofo, que es una verdadera estrella del rock, porque llena todos los auditorios donde va, por su riqueza argumentativa y sus deseos de establecer una conversación pública de calidad, presentaba un reproche. La globalización, que lideraban los mercados, no tenía en cuenta el sentido de una comunidad nacional. Y quien lideró aquella globalización, con enorme glamour y con el beneplácito de la ‘modernidad’, de los medios de comunicación globales, eran líderes políticos encuadrados en la izquierda, o en liberalismo social. Clinton en Estados Unidos o Tony Blair en el Reino Unido eran los reyes del mambo. Con el paso de los años, el campo que quedó sin cubrir lo ha ido ocupando una derecha sin demasiados escrúpulos, sea Trump en Estados Unidos o los líderes populistas en Europa, con el fenómeno de Vox en España, que ha salpicado a una parte del PP, un partido esencial para la democracia española.
El concepto de comunidad nacional se ha tergiversado. Suena antiguo. Se asocia a la derecha, que no tiene buena publicidad en países donde hizo y deshizo a su antojo, como España. Pero la comunidad, en los términos en los que habla Sandel, es primordial si se quiere edificar algo que beneficie a la mayoría de los ciudadanos. Es lo que la izquierda ha tratado de aprender en los últimos años, como mostró Pedro Sánchez cuando arrancó su carrera como candidato a la presidencia del Gobierno en 2015. Se definió como patriota, con una enorme bandera española a sus espaldas. Pero, ¿qué significa eso hoy? ¿Qué es una comunidad nacional? ¿Cree Sánchez en aquella promesa?
Hay obligaciones mutuas entre los ciudadanos. Es un debate, en todo caso, que debería promocionarse y colocarse en el centro. Las políticas públicas se pueden defender en función de su eficacia, respecto a situaciones anteriores, pero, principalmente, deberían incorporar esa defensa del tejido comunitario. ¿La Sanidad, una Educación de calidad que garantice la igualdad de oportunidades? ¿Políticas de vivienda que tengan en cuenta la dignidad de la persona? Eso es comunidad nacional para Sandel, y eso lo debería defender la izquierda y la derecha si, realmente, consideran que el patriotismo tiene algún sentido.
El descontento democrático se agranda cuando se deja de lado esa preocupación común. Cuando el modelo económico alardea de una cosa, y acaba sucediendo la contraria. Cuando un líder progresista se empeña en abrazar una causa que sabe –puede que la ignore, pero eso es más sospechoso—que no logrará lo que dice defender. La filosofía política se ocupa de estos menesteres, y Sandel sigue contrariando a los defensores de un liberalismo que había prometido el paraíso para todos, a partir de un mercado libre y global.
¿Hay que pasar al otro lado? Esa es la crítica que se lanza de inmediato desde una derecha inmovilista. No. El comunitarismo de Sandel no implica grandes revoluciones. Lo que apunta es que no se deshaga el tejido moral de una sociedad, porque entonces es la propia democracia la que está en peligro.
La crítica de Sandel se evidencia en lo que acaba de suceder en Estados Unidos. El presidente Joe Biden ha dado la razón a los trabajadores que han iniciado una huelga en las grandes factorías automovilísticas. La jefa de General Motors (GM), Mary Barra, gana 362 veces más que un empleado intermedio de la fábrica. El primer directivo de Ford obtiene una retribución 281 veces mayor que el empleado medio. Biden lo ha verbalizado: “En la última década, las empresas automovilísticas han tenido beneficios récord, incluso en los últimos años, gracias a la extraordinaria habilidad y sacrificio de los trabajadores de la UAW. Pero esos beneficios récord no se han repartido equitativamente, en mi opinión, con esos trabajadores”.
¿De verdad el propio modelo económico considera que esas situaciones no tendrán ninguna consecuencia? Ya no se trata de si las huelgas tienen o no éxito. Lo que está en juego es el distanciamiento del que habla Sandel, porque todo ello percute en el sistema democrático, lo debilita y permite que se acerquen, como cuervos, líderes populistas que no tienen ningún deseo de solucionar nada, pero reciben abrazos porque, por lo menos, gritan y expresan el malestar acumulado, como es el caso del ultra Javier Milei en Argentina.
Sandel finaliza su ensayo con una cita sobre Tony Blair que es muy ilustrativa. Como primer ministro británico, Blair se mofaba de los que querían que la globalización se sometiera a debate: “Sería como debatir si el otoño debe seguir al verano”. Y responde Sandel: “Lo que entonces nos parecía petulancia hoy se nos antoja una pintoresca reliquia. El cambio climático ha transformado las estaciones. El calor del verano llega cada vez más temprano y permanece durante más tiempo. Algunos científicos prevén que, si no introducimos cambios en nuestro modo de vida antes de que termine el siglo, los veranos podrían durar incluso medio año”.
La aportación es clara: “Lo que antaño parecía un hecho inalterable de la naturaleza se ha convertido en objeto de nuestro propio autogobierno. La frontera entre lo necesario y lo posible se mueve bajo nuestros pies. La aspiración cívica de moldear las fuerzas que gobiernan nuestras vidas nos llama ahora a debatir (y a decidir) si el otoño debe continuar siguiendo al verano o no”.
Aspiración cívica, debatir, democracia. Sandel reclama atención. La que quiera prestar el conjunto de los ciudadanos, en España, en Estados Unidos, en todo el planeta.