El trabajo y la literatura
Los escritores españoles han abordado el mundo laboral en sus obras literarias con un profundo desgarro y desde la perspectiva social de los trabajadores
28 agosto, 2020 00:00Los novelistas españoles, incluso los más realistas, no se han sentido tradicionalmente atraídos por el mundo del trabajo, al menos no tan pronto como los vecinos del norte. A diferencia de Francia, en nuestro país los grandes acontecimientos económicos y laborales, como es el caso de la reconversión industrial, tardaron en inspirar relatos sobre sus consecuencias en la vida de la gente.
Fueron hechos dramáticos de enorme trascendencia en la clase obrera industrial acomodada, un proceso que también cambió las relaciones entre los trabajadores y los empresarios, sentando las bases de la decadencia sindical. De hecho, en España supuso la ruptura entre el PSOE y la UGT, el sindicato hermano. Incluso en estos tiempos, en los que aquellos prejubilados se echan a la calle para protestar por sus dilatadas y menguadas pensiones, el fenómeno no acaba de poner a los creadores.
Los franceses se anticiparon porque ya en 1982 habían producido literatura laboral. Periodistas y no periodistas se iniciaron en la narrativa del mundo del trabajo, primero como un testimonio del momento para profundizar después en una especie de realismo atravesado por las experiencias de los personajes-víctimas.
Sortie de l’usine, de François Bon, y L’Excès l’usine, de Leslie Kaplan, ambas de 1982, son las dos piezas que abren esa nueva línea creativa. Terminal Frigo (1993), de Jean Rolin; y Daewoo (2004), del mismo Bon, son las que tuvieron más éxito y encadenaron su desarrollo posterior. Son diapositivas, teatralizadas en algunos casos, de un mundo laboral en decadencia, donde la lógica del beneficio empresarial se retrotrae al siglo XIX y va ganando terreno no ya a los derechos de los trabajadores, sino a su dignidad como individuos.
En España, pese a haber vivido una experiencia muy paralela con una reconversión siderúrgica que se inició tras la llegada de los socialistas al poder a finales de 1982, este tipo de literatura no ha empezado a producirse hasta la gran recesión de 2008. Las primeras piezas de esta narrativa aparecen en torno a 2013, como es el caso de En la orilla, de Rafael Chirbes, en la que el autor describe un mundo apoteósico, muy en su realismo hiperpesimista, que bien resume una frase con la que define la visión de la existencia del protagonista: “El único triunfo es morirse a tiempo”.
A tiempo de qué, cabe preguntarse. A tiempo de que no te amargue la existencia la ruina del entorno y la decrepitud del propio cuerpo, la vejez. Esteban, 70 años, propietario de una carpintería con cinco empleados, ha tenido que echar el cierre tras el estallido de la burbuja inmobiliaria y el hundimiento de todo lo que se movía a su alrededor en la costa valenciana. El narrador y personaje central está solo, aunque vive con su padre, con la cabeza ida e incontinente. Chirbes no se corta a la hora de explicar los cuidados y la higiene que procura al progenitor, sin ahorrar detalles sobre el aseo y los pañales.
El escritor valenciano hace una crónica descarnada de la vida y también del trabajo, en este caso no desde la perspectiva de un peón, sino desde la de un autónomo, lo que le añade originalidad. En la orilla machaca el modelo de vida que impulsó aquella época de crecimiento infinito, como decían los sabios del Consenso de Washington que promulgaron tan felizmente el final de los ciclos económicos.
La narración abarca mucho más que el mundo del trabajo y el dinero, pero nunca dejan de ser el eje de la historia. Mirando hacia atrás, Las uvas de la ira, de John Steinbeck, que fue trasladada al cine por John Ford, es un pariente lejano de la novela de Chirbes: un relato del mundo para explicarnos la vida de un hombre cuyo principal objetivo es la subsistencia y que sufre todo tipo de vejaciones por parte de sus congéneres.
La profundidad y el dolor con que la obra del autor valenciano cuenta qué ha pasado en este país en las últimas décadas –con viajes constantes a la guerra civil, la posguerra y el franquismo–, la convierten probablemente en la primera de un novelista español que utiliza el realismo para retratar la vida de las gentes con la óptica del trabajo como elemento central de la vida; más personal si cabe que la óptica social con que algunos autores habían tocado el tema durante el franquismo. Con cierta obsesión, Chirbes se entretiene en la descripción detallada de la forma en que la gente se ha ganado la vida en los primeros años del nuevo siglo, una forma tan poco constructiva desde el punto de vista personal como efímera. El pelotazo inmobiliario está muy presente en el mundo valenciano que rodea la historia.
En el libro no hay mucho lugar para la esperanza, como en la obra de Steinbeck, y tampoco para las creencias políticas o religiosas. Para expresarlo más crudamente, el autor recurre a la famosa frase que el Evangelio atribuye a Jesús.
–“Dejad que nos niños se acerquen a mí".
–Claro, pero se supone que se refería a los niños de los pobres, ningún rico deja a su hijo acercarse a un desconocido. El pobre sí, porque a lo mejor ese encuentro es el principio de alguna transacción beneficiosa. El pobre suele estar por debajo del umbral de eso que se inventaron los burgueses protestantes y se llama moral”.
Una idea desgarrada y desoladora que encaja muy bien con Intemperie, la dura y magnífica opera prima de Jesús Carrasco (también de 2013) donde retrata la España rural del franquismo a través de la historia de un niño, una novela social y lejanamente laboral, porque al final una cosa no puede desligarse de la otra. Benito Zambrano la ha llevado al cine con maestría, como Mario Camus hizo en 1984 con Los santos inocentes de Miguel Delibes, un drama que traza con sencillez y claridad el tardofranquismo caciquil y las miserias que escondía, otra vez, en con el encuadre social/rural/laboral.
En 1951, llegó a los cines españoles Surcos, la crónica protorrealista de un falangista con conciencia social que denunciaba de forma muy cruda el engaño del nuevo mundo que prometían las grandes ciudades a los que abandonaban el campo.
Al margen de esta rara avis, la primera película española estrictamente centrada en el mundo del trabajo no se produjo hasta la exitosa Los lunes al sol (2002), una obra en la Fernando León de Aranoa se centra en el aspecto humano del drama del paro de larga duración generado por la deslocalización de los astilleros gallegos.
No es una obra costumbrista, sino un drama con tintes de comedia que profundiza en las contradicciones de una cultura que ennoblece el trabajo, pero que no da las mismas oportunidades a todos. La película hace una curiosa relectura de la fábula de la hormiga y la cigarra a manos de Javier Bardem, que en uno de los mejores papeles de su carrera da vida a un padre desempleado que lee cuentos a su hijo antes de dormir.
La gran recesión y sus efectos sobre España y otros países del sur de Europa que se inició en 2008 efectivamente despertó la curiosidad de nuestros creadores. Isaac Rosa publicó en 2011 La mano invisible (Seix Barral), una novela sobre la alienación del trabajo y con la que David Macián hizo su primer largometraje. Aunque esta obra es previa a En la orilla, es difícil catalogarla como novela; y en cualquier caso no se fija en unos hechos concretos para explicar la historia que contiene.
Es más bien una pieza de teatro en la que el espectador puede ver cómo un trabajador emplea su día –su vida– en hacer algo que no tiene sentido, que lo destruye como persona, pero a lo que se somete con cierta complacencia. Rosa toma el título de la célebre frase de Adam Smith, uno de los primeros teóricos del capitalismo, con la que explica que una fuerza interna del mercado hace que el tesón individual y egoísta de un individuo benefice al conjunto de la sociedad sin él proponérselo. El mercado se regula sin necesidad de intervención. Rosa trata de demostrar que es justamente lo contrario.
Pablo Gutiérrez y su Democracia, así como Elvira Navarro y La trabajadora (Random House, 2014) completan ese panorama que después se ha enriquecido con otras aportaciones. En general, ofrecen una visión de la vida laboral de las personas, señalando los aspectos más negativos del precio que pagan los hombres para vivir si el único capital del que disponen son sus manos, como decía el viejo eslogan electoral del PSUC, la versión catalana del PCE: "Mis manos, mi capital".
Una de las visiones más globales e interesantes del trabajo desde el punto de vista del análisis económico e histórico la encontramos de nuevo en Francia. Thomas Piketty publicó en 2013 su brillante y disruptivo ensayo El capital en el siglo XXI, en el que narra la batalla entre el capital y el trabajo como creadores de riqueza, un combate que siempre gana el primero.
Su tesis central es que el crecimiento económico y la renta laboral que procura la productividad, aunque sea estimulada por la educación, es incapaz de mantener el ritmo de optimización permanente y autómata del capital, que originariamente en forma agrícola, inmobiliaria e industrial después, y financiera en su última versión, siempre está por encima. Los herederos y los rentistas, usados ambos términos sin más ánimo que el descriptivo, serán los dueños del mundo en proporciones jamás conocidas si los Estados no son capaces de construir los instrumentos precisos que vayan más allá de las instituciones democráticas básicas.
El capital tiende a concentrarse para abarcar inversiones tecnológicas cada vez más costosas desde el punto de vista de los recursos financieros con la ventaja de que esa consolidación no afecta a su rentabilidad; y, si lo hace, es para mejorarla.
La meritocracia, dice Piketty, es la excusa que empleamos en nuestros días para justificar una desigualdad social creciente, de la que la diferencia entre los grandes ejecutivos y los trabajadores de base apenas es la punta del iceberg de la desigualdad social. La distancia entre los propietarios del capital y quienes se ganan la vida trabajando se acortó en los periodos posteriores a las dos guerras mundiales por la destrucción masiva de bienes de producción, una de las razones que explica la otra excepcionalidad del siglo XX, un periodo en el que el PIB creció más que la rentabilidad del capital.
De no arbitrar un nuevo sistema de impuestos –como se hizo en Europa tras la segunda guerra mundial–, la riqueza volverá a concentrarse en proporciones incluso mayores que en el siglo XIX, cuando el 10% de los ciudadanos ostentaba entre el 80% y el 90% de la riqueza total. El capitalismo patrimonial, dice Piketty, aquel en el que las grandes fortunas son producto de la herencia, amenaza directamente la democracia por las desigualdades sociales que genera.
El economista francés de alguna manera viene a coincidir con Santa, el personaje de Bardem en Los lunes al sol: "Si naces cigarra, estás jodido".
Los novelistas españoles, incluso los más realistas, no se han sentido tradicionalmente atraídos por el mundo del trabajo, al menos no tan pronto como los vecinos del norte. A diferencia de Francia, en nuestro país los grandes acontecimientos económicos y laborales, como es el caso de la reconversión industrial, tardaron en inspirar relatos sobre sus consecuencias en la vida de la gente.
Fueron hechos dramáticos de enorme trascendencia en la clase obrera industrial acomodada, un proceso que también cambió las relaciones entre los trabajadores y los empresarios, sentando las bases de la decadencia sindical. De hecho, en España supuso la ruptura entre el PSOE y la UGT, el sindicato hermano. Incluso en estos tiempos, en los que aquellos prejubilados se echan a la calle para protestar por sus dilatadas y menguadas pensiones, el fenómeno no acaba de poner a los creadores.
Los franceses se anticiparon porque ya en 1982 habían producido literatura laboral. Periodistas y no periodistas se iniciaron en la narrativa del mundo del trabajo, primero como un testimonio del momento para profundizar después en una especie de realismo atravesado por las experiencias de los personajes-víctimas.
Sortie de l’usine, de François Bon, y L’Excès l’usine, de Leslie Kaplan, ambas de 1982, son las dos piezas que abren esa nueva línea creativa. Terminal Frigo (1993), de Jean Rolin; y Daewoo (2004), del mismo Bon, son las que tuvieron más éxito y encadenaron su desarrollo posterior. Son diapositivas, teatralizadas en algunos casos, de un mundo laboral en decadencia, donde la lógica del beneficio empresarial se retrotrae al siglo XIX y va ganando terreno no ya a los derechos de los trabajadores, sino a su dignidad como individuos.
En España, pese a haber vivido una experiencia muy paralela con una reconversión siderúrgica que se inició tras la llegada de los socialistas al poder a finales de 1982, este tipo de literatura no ha empezado a producirse hasta la gran recesión de 2008. Las primeras piezas de esta narrativa aparecen en torno a 2013, como es el caso de En la orilla, de Rafael Chirbes, en la que el autor describe un mundo apoteósico, muy en su realismo hiperpesimista, que bien resume una frase con la que define la visión de la existencia del protagonista: “El único triunfo es morirse a tiempo”.
A tiempo de qué, cabe preguntarse. A tiempo de que no te amargue la existencia la ruina del entorno y la decrepitud del propio cuerpo, la vejez. Esteban, 70 años, propietario de una carpintería con cinco empleados, ha tenido que echar el cierre tras el estallido de la burbuja inmobiliaria y el hundimiento de todo lo que se movía a su alrededor en la costa valenciana. El narrador y personaje central está solo, aunque vive con su padre, con la cabeza ida e incontinente. Chirbes no se corta a la hora de explicar los cuidados y la higiene que procura al progenitor, sin ahorrar detalles sobre el aseo y los pañales.
El escritor valenciano hace una crónica descarnada de la vida y también del trabajo, en este caso no desde la perspectiva de un peón, sino desde la de un autónomo, lo que le añade originalidad. En la orilla machaca el modelo de vida que impulsó aquella época de crecimiento infinito, como decían los sabios del Consenso de Washington que promulgaron tan felizmente el final de los ciclos económicos.
La narración abarca mucho más que el mundo del trabajo y el dinero, pero nunca dejan de ser el eje de la historia. Mirando hacia atrás, Las uvas de la ira, de John Steinbeck, que fue trasladada al cine por John Ford, es un pariente lejano de la novela de Chirbes: un relato del mundo para explicarnos la vida de un hombre cuyo principal objetivo es la subsistencia y que sufre todo tipo de vejaciones por parte de sus congéneres.
La profundidad y el dolor con que la obra del autor valenciano cuenta qué ha pasado en este país en las últimas décadas –con viajes constantes a la guerra civil, la posguerra y el franquismo–, la convierten probablemente en la primera de un novelista español que utiliza el realismo para retratar la vida de las gentes con la óptica del trabajo como elemento central de la vida; más personal si cabe que la óptica social con que algunos autores habían tocado el tema durante el franquismo. Con cierta obsesión, Chirbes se entretiene en la descripción detallada de la forma en que la gente se ha ganado la vida en los primeros años del nuevo siglo, una forma tan poco constructiva desde el punto de vista personal como efímera. El pelotazo inmobiliario está muy presente en el mundo valenciano que rodea la historia.
En el libro no hay mucho lugar para la esperanza, como en la obra de Steinbeck, y tampoco para las creencias políticas o religiosas. Para expresarlo más crudamente, el autor recurre a la famosa frase que el Evangelio atribuye a Jesús.
–“Dejad que nos niños se acerquen a mí".
–Claro, pero se supone que se refería a los niños de los pobres, ningún rico deja a su hijo acercarse a un desconocido. El pobre sí, porque a lo mejor ese encuentro es el principio de alguna transacción beneficiosa. El pobre suele estar por debajo del umbral de eso que se inventaron los burgueses protestantes y se llama moral”.
Una idea desgarrada y desoladora que encaja muy bien con Intemperie, la dura y magnífica opera prima de Jesús Carrasco (también de 2013) donde retrata la España rural del franquismo a través de la historia de un niño, una novela social y lejanamente laboral, porque al final una cosa no puede desligarse de la otra. Benito Zambrano la ha llevado al cine con maestría, como Mario Camus hizo en 1984 con Los santos inocentes de Miguel Delibes, un drama que traza con sencillez y claridad el tardofranquismo caciquil y las miserias que escondía, otra vez, en con el encuadre social/rural/laboral.
En 1951, llegó a los cines españoles Surcos, la crónica protorrealista de un falangista con conciencia social que denunciaba de forma muy cruda el engaño del nuevo mundo que prometían las grandes ciudades a los que abandonaban el campo.
Al margen de esta rara avis, la primera película española estrictamente centrada en el mundo del trabajo no se produjo hasta la exitosa Los lunes al sol (2002), una obra en la Fernando León de Aranoa se centra en el aspecto humano del drama del paro de larga duración generado por la deslocalización de los astilleros gallegos.
No es una obra costumbrista, sino un drama con tintes de comedia que profundiza en las contradicciones de una cultura que ennoblece el trabajo, pero que no da las mismas oportunidades a todos. La película hace una curiosa relectura de la fábula de la hormiga y la cigarra a manos de Javier Bardem, que en uno de los mejores papeles de su carrera da vida a un padre desempleado que lee cuentos a su hijo antes de dormir.
La gran recesión y sus efectos sobre España y otros países del sur de Europa que se inició en 2008 efectivamente despertó la curiosidad de nuestros creadores. Isaac Rosa publicó en 2011 La mano invisible (Seix Barral), una novela sobre la alienación del trabajo y con la que David Macián hizo su primer largometraje. Aunque esta obra es previa a En la orilla, es difícil catalogarla como novela; y en cualquier caso no se fija en unos hechos concretos para explicar la historia que contiene.
Es más bien una pieza de teatro en la que el espectador puede ver cómo un trabajador emplea su día –su vida– en hacer algo que no tiene sentido, que lo destruye como persona, pero a lo que se somete con cierta complacencia. Rosa toma el título de la célebre frase de Adam Smith, uno de los primeros teóricos del capitalismo, con la que explica que una fuerza interna del mercado hace que el tesón individual y egoísta de un individuo benefice al conjunto de la sociedad sin él proponérselo. El mercado se regula sin necesidad de intervención. Rosa trata de demostrar que es justamente lo contrario.
Pablo Gutiérrez y su Democracia, así como Elvira Navarro y La trabajadora (Random House, 2014) completan ese panorama que después se ha enriquecido con otras aportaciones. En general, ofrecen una visión de la vida laboral de las personas, señalando los aspectos más negativos del precio que pagan los hombres para vivir si el único capital del que disponen son sus manos, como decía el viejo eslogan electoral del PSUC, la versión catalana del PCE: "Mis manos, mi capital".
Una de las visiones más globales e interesantes del trabajo desde el punto de vista del análisis económico e histórico la encontramos de nuevo en Francia. Thomas Piketty publicó en 2013 su brillante y disruptivo ensayo El capital en el siglo XXI, en el que narra la batalla entre el capital y el trabajo como creadores de riqueza, un combate que siempre gana el primero.
Su tesis central es que el crecimiento económico y la renta laboral que procura la productividad, aunque sea estimulada por la educación, es incapaz de mantener el ritmo de optimización permanente y autómata del capital, que originariamente en forma agrícola, inmobiliaria e industrial después, y financiera en su última versión, siempre está por encima. Los herederos y los rentistas, usados ambos términos sin más ánimo que el descriptivo, serán los dueños del mundo en proporciones jamás conocidas si los Estados no son capaces de construir los instrumentos precisos que vayan más allá de las instituciones democráticas básicas.
El capital tiende a concentrarse para abarcar inversiones tecnológicas cada vez más costosas desde el punto de vista de los recursos financieros con la ventaja de que esa consolidación no afecta a su rentabilidad; y, si lo hace, es para mejorarla.
La meritocracia, dice Piketty, es la excusa que empleamos en nuestros días para justificar una desigualdad social creciente, de la que la diferencia entre los grandes ejecutivos y los trabajadores de base apenas es la punta del iceberg de la desigualdad social. La distancia entre los propietarios del capital y quienes se ganan la vida trabajando se acortó en los periodos posteriores a las dos guerras mundiales por la destrucción masiva de bienes de producción, una de las razones que explica la otra excepcionalidad del siglo XX, un periodo en el que el PIB creció más que la rentabilidad del capital.
De no arbitrar un nuevo sistema de impuestos –como se hizo en Europa tras la segunda guerra mundial–, la riqueza volverá a concentrarse en proporciones incluso mayores que en el siglo XIX, cuando el 10% de los ciudadanos ostentaba entre el 80% y el 90% de la riqueza total. El capitalismo patrimonial, dice Piketty, aquel en el que las grandes fortunas son producto de la herencia, amenaza directamente la democracia por las desigualdades sociales que genera.
El economista francés de alguna manera viene a coincidir con Santa, el personaje de Bardem en Los lunes al sol: "Si naces cigarra, estás jodido".