Oscars 2023

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Cine & Teatro

Los Oscars y el cine 'mainstream'

Los premios de Hollywood, que se entregarán la madrugada del domingo, reúnen desde películas basadas en el espectáculo de la tecnología a propuestas cinematográficas originales y adultas

8 marzo, 2023 19:30

Conste de entrada que nunca he sido un idólatra de los premios en general ni de los Oscar en particular. Sin embargo, la extensa y variopinta lista de diez nominadas a mejor película de esta edición permite trazar algunas sendas por las que discurre el cine contemporáneo. Empecemos por los dos blockbusters, Avatar: The Way of Water y Top Gun: Maverick, que figuran –esperemos– en el papel de convidados de piedra, porque sería demencial que ganaran algo más que premios en los apartados técnicos. Ambas comparten como mínimo un par de cosas: unos guiones paupérrimos y la condición de secuelas, es decir la vocación de seguir exprimiendo un éxito previo. Sin embargo, más allá de estas coincidencias, representan de forma diáfana dos maneras divergentes de entender el cine concebido como espectáculo de masas con vocación de taquillazo.

James Cameron tuvo unos inicios como eficaz realizador de películas de acción –Terminator, Aliens–, pero acabó sucumbiendo a un desmedido amor por lo digital combinado con una tóxica suma de pomposidad y trascendentalismo de rebajas cuyo resultado fue Avatar. Insiste una década después con una segunda entrega concebida como suma teológica de los últimos avances en efectos digitales, en el empeño de convertir el cine en un mero videojuego. Detrás de estos fuegos artificiales visuales –de aspecto feucho- asoma la vacuidad: un guión repleto de mensajes infantiloides sobre lo malvados que somos los seres humanos, lo terrible que es guerra y lo bonito que es el ecologismo edénico y simplón (en versión azul pitufo).

Una imagen promocional de 'Avatar. El sentido del agua', de James Cameron

Cada vez que el cine ha olfateado una crisis ha sucumbido a la tentación de sortearla con espectáculo servido mediante la innovación tecnológica. En los años cincuenta del pasado siglo, cuando la televisión era el enemigo, surgieron la Vistavisión y otros formatos panorámicos, las primeras tentativas con el 3D y hasta una memez llamada Odorama que permitía percibir los olores de la película rascando un cartoncito. Después se volvió a las andadas con el formato IMAX, el mareante incordio del 3D y demás parafernalia supuestamente inmersiva. A Cameron algunos consideran un visionario y creen que está marcando el camino del cine del futuro. Esperemos que se equivoquen, aunque la taquilla parece darle la razón.

Frente a Avatar, Top Gun: Maverick representa la reivindicación de lo analógico. Si Cameron convierte a los actores en meros ejecutores de movimientos despojados de identidad, Tom Cruise reivindica su magnetismo de estrella. El espectáculo consiste –según se encarga de publicitar el marketing– en ejecutar él mismo muchas de las escenas de riesgo. De la producción de este actor son mucho más reivindicables las trepidantes entregas de la saga Misión Imposible que esta bobada rebosante a partes iguales de testosterona y clichés. Cruise, dejando de lado sus devaneos cienciológicos, es algo muy parecido a la última gran estrella del viejo Hollywood, que vende carisma y reivindica las enormes pantallas de las salas de proyección. ¿Lo suyo es un ejercicio nostálgico que trata de revivir una concepción del cine que ya fenecida o la actualización de una fórmula de demostrada eficacia? Prefiero la adrenalina simplista de Cruise a la fatuidad hueca de Cameron.

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Las ideas ingeniosas que se echan en falta en Cameron, les sobran a Dan Kwan y Daniel Scheinert, conocidos como los Dianiels, la pareja de directores responsables de la desbordante Todo a la vez en todas partes. Es la que acumula más nominaciones en esta edición y un buen ejemplo de que, bien utilizados, los efectos digitales pueden ponerse al servicio de una propuesta inteligente y hasta radical en sus planteamientos. Estos dos cineastas ya habían demostrado su potencial –y también su tendencia al todo vale– en Swiss Army Man, una chifladura sobre un náufrago que se alía con un cadáver que no para de expulsar ventosidades (interpretado por Daniel Radcliffe, que se pasa todo el metraje haciendo de muerto). Era una excentricidad que, contra todo pronóstico, funcionaba.

En su nueva obra han decidido elevar el despiporre a la enésima potencia, con una enloquecida trama de universos paralelos que al final lo que cuenta es el conflicto entre una rígida madre china propietaria de una lavandería y su hija lesbiana con la que no se entiende. El título elegido da ya de entrada una pista de que todo cabe en este surreal cajón de sastre. Se mezclan ideas geniales –la escena de las dos piedras conversando– y guiños ocurrentes –una parodia del inicio de 2001 de Kubrick–, con idioteces como una pelea con dildos. La película cae en cierta autoindulgencia y se alarga en exceso, pero se agradece su inventiva, descaro y frescura.

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Por mucho que Todo a la vez en todas partes peque de excesiva, jamás podrá batir en este terreno al emperador de la exuberancia rococó, el australiano Baz Lurhmann. En Elvis se marca un biopic a su medida, retratando al artista que pasó de sexualizar la música con un movimiento de caderas a convertirse en el empastillado rey de los horteras. Lurhmann parte de decisiones de guion inteligentes como que quien cuenta la historia sea el coronel Parker, el forjador del mito, en el papel de narrador no confiable, lo cual le permite tomarse licencias. Funciona especialmente bien la primera parte, que sabe transmitir por qué Elvis volvía locas a las fans e inquietaba a las autoridades. Tanto esta película como la Blonde de Andrew Dominik son reinvenciones del clásico biopic que hacen de la desmesura bandera estética.

También parte de una historia real, aunque de tono muy distinto, Ellas hablan de Sarah Polley, que empezó como actriz –trabajó con Isabel Coixet– y después se pasó a la dirección, faceta en la que destaca por el documental sobre su familia Stories We Tell. Su película nominada adapta una novela de Miriam Toews, que se inspira en lo acontecido en una comunidad menonita. Durante años, las mujeres se despertaban con heridas en el cuerpo, signos de agresión sexual y en algunos casos embarazadas. Los líderes de la comunidad aseguraban que era cosa del diablo o tal vez simples manifestaciones de histeria femenina.

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La realidad resultó ser mucho más sórdida: un grupo de hombres del pueblo utilizaban un sedante para vacas  para adormecer a las mujeres y abusaban de ellas. Hasta que descubrieron a uno de los agresores y lo denunciaron. La acción arranca tras este suceso, cuando las mujeres se reúnen para decidir qué hacer: quedarse y seguir tragando, quedarse y luchar o marcharse (decisión nada fácil, ya que nunca han salido de la comunidad y son analfabetas). Es una película feminista que corre el peligro de quedarse en la mera proclama. Sin embargo, hay que agradecer a Polley la capacidad de dotar de cierta complejidad y fuerza emocional a los personajes, manejando con buen pulso cinematográfico una estructura muy teatral, ya que prácticamente toda la trama sucede en un granero donde se reúnen las mujeres.

También tiene mensaje, en este caso antibelicista, Sin novedad en el frente, producción alemana de Netflix. El director, Edward Berger –responsable de la interesante serie sobre el aristócrata politoxicómano Patrick Melrose– logra una sólida película de guerra en la estela de Salvar al soldado Ryan, Dunkerque o 1917. Añade complejidad al original literario de Remarque y a la versión clásica de Milestone al sumar a la trágica peripecia de los jóvenes soldados en las trincheras, las decisiones de sus superiores, políticos y militares que mandan a los reclutas al matadero. Destaca la escena de la batalla con tanques, de una violencia tan alucinada como la que lograba Elem Klimov en Masacre. Ven y mira. Que se trate de una superproducción europea de Netflix, invita a reflexionar sobre el futuro papel de las plataformas de streaming en el negocio del cine.

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Compartiendo vocación de denuncia, pero huyendo de la seriedad de las dos anteriores, El triángulo de la tristeza, del sueco Ruben Östlund, tira de sarcasmo para esbozar un retrato despiadado de los superricos, reunidos en un crucero de lujo que acaba naufragando. El cineasta, especialista en meter el dedo en la llaga, ya escudriñó a la familia en Fuerza mayor y al snob mundillo del arte contemporáneo en The Square. Aquí dispara sobre una diana tan agradecida que es fácil caer en la brocha gorda. Su propuesta no se aleja mucho de las dos temporadas de la serie de HBO The White Lotus, aunque Östlund se deja llevar por un regodeo casi ridículo en lo escatológico, con vomitonas y excrementos inundando el barco.

Lo compensa con los grandes momentos que es capaz de crear con situaciones estiradas hasta el disparate: la gloriosa discusión inicial entre una influencer y un modelo sobre el espinoso tema de quién paga la cena; o el ebrio debate entre el alcohólico y marxista capitán del barco y un oligarca ruso que se hizo millonario con el negocio de la mierda (el abono animal) en los años del hundimiento soviético. En el acto final, el naufragio cambia los papeles entre millonarios y tripulantes, y una señora filipina dedicada a la limpieza de retretes resulta ser la única capacitada para sobrevivir en una playa desierta. Embebida de su nuevo poder, crea un feroz matriarcado que incluye favores sexuales a cambio de pescado.

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También tira de comedia, más sutil, aunque con una deriva final hacia lo gore, Almas en pena de Inisherin de Martin McDonagh, en la que se notan para bien los orígenes como dramaturgo del cineasta. El guion, como ya sucedía en Escondidos en Brujas y Tres anuncios en las afueras, tiene mucho músculo literario. Está ambientada en una ficticia isla irlandesa durante los años de la guerra civil, que resuena como eco lejano en forma de explosiones que se oyen de tanto en tanto. En la bucólica isla se produce la ruptura de dos amigos de toda la vida. Uno de ellos le dice de pronto al otro que no quiere verlo más porque es muy aburrido y él ya tiene una edad y no quiere seguir perdiendo el tiempo.

Este planteamiento, digno de una pieza de Yasmina Reza, va adquiriendo tintes cada vez más dramáticos –con varios dedos amputados incluidos– y le permite a McDonagh crear una fábula cargada de humor muy negro que habla de las prioridades en la vida, del miedo a la muerte y el olvido, y de los anhelos que no siempre podemos cumplir. Los cuatro actores principales –Colin Farrell, Brendan Gleeson, Barry Keoghan y Kerry Condon– están nominados, Farrell como protagonista y el resto como secundarios. Con toda justicia, porque una de las muchas virtudes de esta obra poética y macabra es el descomunal trabajo interpretativo.

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Por último, quedan un par de películas norteamericanas que representan dos modos antitéticos de entender el cine. En Los Fabelman Steven Spielberg ha creado su cinta más personal, en la que cuenta su infancia, marcada por tres cosas: la traumática separación de sus padres, el bullying que sufrió en el instituto por ser judío y el descubrimiento del cine. Las imágenes en movimiento le fascinarán, pero también le desvelarán las verdades terribles de la vida (la madre mantiene una relación amorosa con el mejor amigo del padre). Y finalmente se convertirán en su manera de relacionarse con el mundo e incluso manipularlo. Pese a que la familia protagonista se apellide Fabelman, se trata de un diáfano autorretrato y para comprobarlo basta con echar un vistazo al excelente documental Spielberg de Susan Lacy en HBO.

Los Fabelman proporciona dos sugestivas claves para entender al director: por un lado aquí aparece la verdadera familia disfuncional que está en el origen de las muchas familias disfuncionales que pueblan sus películas. Y por otro muestra su concepción del cine como un vehículo para inventar historias que le ayudan a encajar en el mundo. La película es un perfecto ejemplo de cómo funciona la narrativa de Spielberg: manipulando emocionalmente al espectador, un arte en el que no tiene rival. Sabe tocar la fibra sensible y construir sus historias a través de las emociones. Este mecanismo está presente en la última escena, que por sí sola justifica toda la cinta: el encuentro –que se produjo en la realidad– entre un jovencísimo Spielberg que daba sus primeros pasos en los estudios y el viejo John Ford, interpretado además por David Lynch.

Si Spielberg apela a las emociones, Todd Field es un director sorprendentemente complejo para los estándares americanos. Empezó como actor (era el pianista de los ojos vendados en la bacanal de Eyes Wide Shut) y su corta carrera como cineasta no es nada complaciente. La crudeza de su anterior película, Juegos secretos, con Kate Winslet, tal vez explique por qué ha tardado más de quince años en levantar su siguiente proyecto: Tár, con Cate Blanchet. Si otras obras aquí comentadas abordan temas y debates actuales con cierta tendencia a la simplificación –Ellas hablan y El triángulo de la tristeza–, Tár explora el espinoso asunto de los abusos de poder y la cultura de la cancelación con una encomiable riqueza de matices.

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Buen ejemplo de ello es la extraordinaria escena en la que la protagonista, una consagrada compositora y directora de orquesta, cuestiona a un alumno que, tras declararse “racializado y sexualmente fluido”, asegura que Bach no le interesa porque era un varón heteropatriarcal y misógino que escribía música religiosa. Sin embargo, Field va mucho más allá del comentario sobre la cultura de la cancelación; creaa una protagonista con muchas aristas, que cuenta con una interpretación superlativa de Blanchet, capaz de proporcionar matices sin caer nunca en el histrionismo. Tár es cine adulto, más preocupado por plantear preguntas complejas que por dar respuestas fáciles. Y además es visualmente deslumbrante. Es la película que merecería llevarse el Oscar, aunque se da por casi segura ganadora a Todo a la vez en todas partes.