Marilyn, la mujer y la máscara
El 'biopic' de Andrew Dominik sobre la actriz norteamericana es un retrato visceral sobre los demonios del mito femenino que encarnó los sueños eróticos de la Norteamérica de la posguerra
2 octubre, 2022 19:35¿Cómo enfrentarse a un mito sobre el que ya lo sabemos todo o casi todo? ¿Cómo aportar una visión novedosa sobre una figura escrutada hasta la saciedad? Este año 2022 han llegado con unos meses de diferencia dos películas que se plantean el reto de abordar a los que probablemente son los dos iconos más emblemáticos de la cultura norteamericana del siglo XX: Marilyn Monroe y Elvis Presley. Hay un primer dato cuando menos curioso: ambas propuestas provienen de cineastas foráneos, concretamente de las antípodas: Andrew Dominik, director de Blonde, recién estrenada en Netflix, es neozelandés y Baz Luhrmann, director de Elvis, es australiano. En cuanto a las preguntas planteadas al inicio, la respuesta es: incorporando lo novedoso no tanto en la trama, porque sus peripecias son de sobras conocidas, sino en la perspectiva y el envoltorio visual. Ambas obras coinciden en lo que podríamos denominar una estética de la desmesura, del exceso, aunque lo hacen con planteamientos formales y resultados divergentes.
Luhrmann opta por un punto de partida inteligente: es el coronel Tom Parker, el forjador de Elvis como leyenda (y después también su banalizador y destructor) quien cuenta la historia. Esto le permite al cineasta maniobrar con el punto de vista (el famoso narrador no confiable que nos regaló en su día Henry James) y distorsionar la realidad. En cuanto al estilo, Elvis es Luhrmann en estado puro: pirotecnia visual, ritmo endiablado y barroquismo. Pese a que los fuegos de artificio del director despiertan un rechazo visceral entre no pocos cinéfilos puristas, siempre me han interesado sus delirios formales, que conectan con otro proscrito que coleccionaba haters antes de que existiera el término: Ken Russell.
El cineasta británico fue otro adicto al barroquismo y el desenfreno, que en los años setenta del pasado siglo –su momento de gloria– puso patas arriba el cine y rodó una sucesión de provocaciones entre las que destaca la portentosa, escandalosa y censurada The Devils, culminación de su radicalidad. Luhrmann por su parte se atreve a cometer supuestos actos sacrílegos con Shakespeare –Romeo + Julieta– y Francis Scott Fitzgerald –El gran Gatsby– que provocan furibundas críticas y sin embargo resultan ser sugestivamente fieles al espíritu de estos escritores. Elvis Presley como figura larger than life es material de primera para Luhrmann, que explora muy bien los inicios del mito –la transgresión de sus movimientos pélvicos– pero le cuesta ir más allá de los clichés en la plasmación de su decadencia y destrucción en Las Vegas.
Partiendo de la misma idea de recorrer la vida de un mito y arrancarle la máscara, Blonde, se centra en el otro gran fetiche de la cultura popular made in USA, Marilyn Monroe, la actriz que mejor representa –con su glamour y su tragedia– la construcción de identidades ficticias del star-system hollywoodiense. Con sus irregularidades, la película de Andrew Dominik es más ambiciosa y radical que la de Luhrmann. De entrada, no opta por un narrador externo, confiable o no confiable, sino por meterse directamente en los demonios interiores de Norma Jeane Baker convertida por Hollywood en una estrella en la que todo era artificio, empezando por el rubio teñido. Un artificio que materializaba las fantasías sexuales de la América de la posguerra.
En relación a esta indagación en la psique atormentada de Marilyn conviene aclarar una cosa: Blonde no es un biopic al uso, sino la adaptación de la novela de Joyce Carol Oates, escritora muy prolija y en sus momentos álgidos de una intensidad y brutalidad demoledoras. La autora construyó una narración que, aunque obviamente basada en la vida de Marilyn (o más bien de Norma Jeane Baker), no era una biografía novelada, sino una ficción en la que la que Oates en algunos momentos imagina escenas que jamás sucedieron, pero que le servían para explicar mejor al personaje.
No todo lo que aparece en la novela y en la película está basado en hechos contrastados. Ambas plantean un retrato psicológico del mito y la persona que había tras la máscara. Quien quiera una biografía canónica puede acudir a la de Donald Spoto. Aun así y pese a su meticulosa documentación, hay aspectos que Spoto no puede aclarar del todo, sobre todo de la etapa final, de la relación con los Kennedy y la muerte de la estrella. Y es en estas zonas de misterio donde Dominik imagina escenas y elucubra, pero no buscando el sensacionalismo facilón, sino el retrato complejo de una mujer desgarrada.
Que en Blonde estamos ante la inmersión en los fantasmas y las pesadillas de Marilyn, viene ya indicado por el uso que hace el director de diversos formatos de pantalla y por los constantes saltos entre el blanco y negro y el color. También por la fragmentación de la narración y el carácter onírico, surreal de algunas escenas. Por ejemplo, cuando la madre esquizofrénica intenta matarla y, en un crescendo visual portentoso, el incendio que hay en las colinas entra en la propia casa. Este primer tramo de la infancia ya deja claro al espectador que no estamos ante un planteamiento realista, como el de la nada desdeñable Mi semana con Marilyn de Simon Curtis, que recreaba la estancia londinense de la estrella durante el rodaje de El príncipe y la corista.
Frente a estos acercamientos, Blonde propone una inmersión atmosférica, similar hasta cierto punto a las propuestas del chileno Pablo Larraín en torno a otros dos mitos femeninos: Jackie Kennedy en Jackie y Lady Di en Spencer (previamente rodó, en un registro muy diferente, su iconoclasta aproximación al autor de Residencia en la tierra en la genial Neruda, que presenta un poeta que nada tiene que ver con el improbable santón de la cursi El cartero y Pablo Neruda). Sin embargo, los retratos femeninos de Larraín son morosos, sutiles y envolventes, mientras que el de Dominik es visceral y por momentos de una brutalidad inaudita.
Blonde construye el drama –digno de una tragedia griega– de la actriz a partir de un doble desgarro. El primero es el del padre ausente, idealizado, al que nunca llega a conocer. La carencia del padre está muy bien plasmada mediante una fotografía y unas cartas que este le va enviando a lo largo de la película y que al final tienen una explicación dolorosa en un brillante giro del guión. Si este primer desgarro se proyecta hacia el pasado, el segundo lo hace hacia el futuro: es el deseo incumplido de maternidad, que acaba en varios abortos, voluntarios o involuntarios. El último, que forma parte de las teorías de la conspiración en torno a los Kennedy, está inteligentemente presentado como una pesadilla. En la plasmación visual de esta maternidad no consumada, Dominik toma una decisión arriesgada que bordea el ridículo y tira de brocha gorda (manca finezza, que decía Andreotti) al mostrar de forma recurrente un feto, que incluso llega a dialogar con la mujer que lo lleva en sus entrañas.
El otro elemento de la tragedia de Marilyn es la nefasta relación con los hombres, que o bien abusan de ella o bien la menosprecian por el arquetipo de rubia tonta que la persigue en la pantalla y fuera de ella. La película muestra con crudeza sus primeros pasos en el cine con la versión moderna del derecho de pernada de los productores (no se menciona el nombre del que aparece, pero se supone que es Darryl F. Zanuck, que fue el que la lanzó al estrellato). Llegan después los malos tratos de DiMaggio, el ninguneo intelectual de Arthur Miller (que no da crédito a que haya leído Las tres hermanas de Chejov) y la relación con el macho alfa Kennedy, que da pie, en un clima de puro delirio, a una escena rodada con una inteligencia extraordinaria: la de la felación, en la que sin mostrarse nada explícito se sacude al espectador con toda la crudeza del abuso. Es una de las secuencias que por sí solas ya justifican la película, pese a los altibajos que pueda contener.
Otra escena destacable, acaso la más memorable, es la que muestra a la actriz en sus momentos más bajos, ya adicta a las pastillas e inyecciones. Está descompuesta y llorosa mientras la maquillan, hasta que, de pronto, se mira a un espejo triple y en un instante pasa de la desolación a la sonrisa impostada y perfecta. Pasa de la desgraciada Norma Jean al icono Marilyn, la falsa rubia siempre sonriente. Es un momento prodigioso, mágico, de pura narración basada en la fuerza de la imagen. Y es además una muestra de la notabilísima actuación de la cubana Ana de Armas, que se mete en el papel hasta tal punto que, cuando aparecen proyecciones de algunas de las películas de Marilyn uno duda de si la que aparece en pantalla es la verdadera o la interpretada. También, por cierto, Adrien Brody compone a un muy plausible Arthur Miller.
Hay otro elemento que contribuye a perfilar el tono de la película: la banda sonora de Nick Cave y Warren Ellis. Ya habían colaborado con Dominik en el atmosférico y sinuoso western El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford ( la mejor que ha compuesto el dúo). Por otro lado, Dominik ha rodado dos documentales sobre Cave: One More Time with Feeling y This Much I Know to Be True. En la música de Blonde, acaso sobran algunos coros en falsete –un recurso del que Cave empieza a abusar y que ya acababa siendo cargante en el álbum Ghosteen–, pero potencian la fuerza de las imágenes.
Blonde es una ambiciosa y osada exploración de uno de los emblemas del siglo XX, como supo ver en seguida el avispado Andy Warhol que replicó su rostro para convertirla en imagen pop. Sobre ella escribieron Truman Capote y Norman Mailer, y la captaron con sus cámaras grandes fotógrafos como Irving Penn, Eve Arnold, Cecil Beaton, Elliott Erwitt, Philippe Halsman, Arnold Newman, Richard Avedon y Bert Stern, autor de algunos de los retratos más célebres. Marilyn empezó como pin-up, apareció desnuda en un calendario y se convirtió en la gran pantalla en la materialización de los sueños eróticos de una época. La imagen de La tentación vive arriba, con el chorro de aire de la boca de ventilación del metro de una calle de Nueva York levantándole la falda, forma parte del resumen visual del siglo XX.
Blonde muestra cómo se organizó el rodaje de esa secuencia y la sesión de fotos posterior. Se congregaron cientos de fotógrafos y curiosos para ver en carne mortal a la materialización de sus ensoñaciones. La película es un retrato fragmentario de la mujer real oculta detrás de ese ensueño. Tal vez Dominik no llegue a la audacia de Todd Haynes en I’m Not There, aquel retrato poliédrico de Bob Dylan en el que lo interpretaban varios actores –incluida una actriz, Cate Blanchett– para plasmar las mil caras del escurridizo cantante. Pero se queda muy cerca. Su Marilyn es desgarradora. Después de verla es imposible regresar a Niágara, Cómo casarse con un millonario, Los caballeros las prefieren rubias o Con faltas y a lo loco con la inocente mirada de antaño.