Letra Clásica
Las formas del héroe
La literatura ha fabricado héroes desde su origen; los clásicos eran arquetipos culturales, los románticos, artistas; Arthur Miller inventó hace casi setenta años a Willy Loman, el héroe vulgar
14 agosto, 2018 00:00La literatura es un arte que consiste en contar cuentos. En principio no importa en exceso si se trata de historias reales (no ficción) o de fábulas (ficción). Lo que sí es obligado en ambos casos es que su narración cumpla la máxima de la verosimilitud, que los italianos resumieron mejor que nadie: “Se non è vero, è ben trovato”. La frase, que hizo fortuna, se atribuye a Giordano Bruno, que la deslizó en De gli Eroici Furori (1585), un tratado sobre el arrebato amoroso, escrito combinando la prosa con el verso, donde se analiza este asunto –siempre de rabiosa actual– desde su variante más carnal a la platónica, y del que existe una estupenda traducción en Siruela.
Entre los cuentos literarios primigenios figuran, por supuesto, las historias de los héroes de la antigüedad clásica. A todos nos han dicho en la infancia que hubo un tiempo en el que existían personajes capaces de acometer hazañas y cambiar el curso de su destino. Crecimos pensando que se trataba de un hecho indudable. Incluso pensamos que quizás podríamos llegar a ser como ellos, aunque al madurar descubrimos que sólo eran cuentos para dormir a los niños que fuimos. Ese día exacto comenzó para nosotros la vejez, aunque –si hay suerte– aún tardará décadas en llegar.
Arthur Miller en Nueva York en 1949, el año que ganó el Pulitzer con 'Muerte de un viajante'/ AP.
Un héroe, según Bruce Meyer, es alguien cuya función es ordenar el caos. De esta afirmación se infiere su inexistencia: el mundo –si es algo– es puro desorden. Un antropólogo diría que los héroes representan las aspiraciones que compartimos todos los seres humanos, un tema tan universal que justificaría su reiteración como arquetipo cultural. Cada etapa histórica ha fabricado los suyos, pero no con la razón, sino mediante la intuición. El héroe clásico, que es el más primitivo, representa las aspiraciones del grupo comunal. Todos tienen nombre propio –Ulises, Aquiles– pero son una duradera invención tribal, como demuestran en nuestro tiempo los nacionalismos y los populismos, cuya capacidad para fabricar mesías tiene algo de evangélico.
A pesar de estos anacronismos, el tiempo siempre derriba las viejas estatuas. La historia de la literatura, que puede leerse, exactamente igual que la existencia individual, como un viaje que va desde el idealismo al prosaísmo, asesina sin piedad a los mitos precedentes. Al guerrero antiguo le sucedió el caballero andante, al que Cervantes bajó del caballo –para siempre jamás– en una playa de Barcelona, antes de enviarlo a morir (de cordura) a La Mancha. Probablemente la literatura española es la que mejor –y antes– ha contado este mísero devenir de las criaturas heroicas.
La tradición realista de nuestras letras comienza con La Celestina y prosigue con la novela picaresca, hasta llegar a El Quijote, un poema burlesco sobre la extinción de los viejos ideales, sustituidos por las evidencias terrestres. Es significativo que el género que consume este sepelio sea la novela moderna, antítesis (en prosa) de la pretérita epopeya (en verso). El Romanticismo, que es la génesis de la modernidad, sustituye al héroe caído por el artista triunfante, pero en el fondo se trata del mismo perro con distinto collar, una variante del mismo superlativo.
A partir del siglo XIX las cosas cambian. Robert Louis Stevenson lo percibió mejor que nadie: “El individuo promedio vive, y debe hacerlo, tan completamente inmerso en lo convencional que es más probable que las descargas de pólvora de la verdad desbaraten, que no revitalicen, sus creencias. Clama contra la blasfemia y la indecencia, pero se inclina ante las medias verdades y las conveniencias parciales, que son la deidad contemporánea”. La mitología del mundo contemporáneo es una mitología desmitologizada. La literatura había inventado al antihéroe sustituyendo los vetustos valores épicos por todos los males modernos, pero sin asumir que el gran problema del hombre contemporáneo es la rutina. “La literatura inventa recurrentemente personajes y tipos singulares a pesar de que la existencia común diluye la excepcionalidad de las personas, igualándolas en lo básico”, escribió Dostoyevski.
Cartel de una representación de 'Muerte de un viajante' / CDN.
El hombre corriente, vulgar y desechable, que ni es valiente ni sufre conflictos psicológicos, que encarna lo que Roberto Arlt llamó la medianía, parecía no poder contar con su propio espacio literario, salvo que mediase la exageración. Básicamente se trata de un hombre solo. Un individuo atrapado por las garras de lo cotidiano. Tan pedestre que cabe preguntarse si realmente pueden escribirse tragedias en nuestros días que no sean una mera relación de desgracias comunes en lugar de extraordinarias. Esta interrogación la respondió hace casi setenta años Arthur Miller, el dramaturgo norteamericano. En febrero de 1949, unos días después del estreno de Muerte de un Viajante, Miller publicó en The New York Times un artículo excepcional –“La tragedia y el hombre común”– donde reflexiona sobre la pertinencia de aplicar el patrón trágico, reservado por la tradición para los personajes de alto rango, al hombre de la calle que representa Willy Loman, el protagonista de su drama sobre la ilusión del sueño americano.
En esta obra milagrosa, que le dio el Pulitzer, Miller traslada el heroísmo a los personajes comunes como nadie lo ha hecho hasta entonces. Un hombre de la calle –viene a decir en su artículo– puede ser un verdadero héroe si trata de defender su dignidad frente a un mundo que le impide ser lo que quiere ser. El drama del hombre común se basa en el miedo a perder su identidad por la presión del entorno social, que lastra sus deseos. El viaje de este personaje comienza con el cuestionamiento sobre su destino. Entonces aprende que los cuentos de su infancia son mentira y que la vida consiste en resistirse a perder la imagen que un día elegimos de nosotros mismos. “Hoy día este temor es tan fuerte, o tal vez más fuerte, de lo que fue siempre”, afirma el dramaturgo norteamericano. “En realidad, es el hombre común quien conoce mejor que nadie este temor.” Lo que nos enseñan las tragedias es esto: que un hombre vulgar puede ser un héroe (aunque sea por un día, como cantaba Bowie) si es capaz de someter toda su vida a la crítica para lograr el lugar que le corresponde en el mundo y, acto seguido, aceptar el veredicto de su propio juicio.