La desfachatez de Ramon Boldú
El comic autobiográfico es ya un género consolidado en la novela gráfica norteamericana (Robert Crumb fue el pionero en cierta medida), pero en la española, sus representantes se pueden contar con los dedos de una mano. Y entre ellos, nadie exhibe la sinceridad rayana en la desfachatez de Ramón Boldú (Tarroja de Segarra, Lleida, 1951), un tipo que resulta tan hilarante en su obra como en su vida cotidiana, como podemos atestiguar todos los que llevamos años cruzándonoslo. A veces, todo hay que decirlo, su extrema sinceridad puede jugarle malas pasadas, como cuando le dio un patatús, creyó que la diñaba y no se le ocurrió nada mejor que explicarle a su novia de la época -que era guapísima, por cierto- todas las ocasiones en que le había puesto los cuernos. Según me contó, ésa era su manera de despedirse dignamente de ella y, en cierta manera, redimirse de su habitualmente descontrolada lujuria. El problema es que no palmó y que la novia, tras su bienintencionada confesión, lo plantó sin posibilidad de enmienda.
Hay circunstancias que marcan la vida de un hombre. Yo creo que los años que pasó Boldú en la redacción de la inolvidable revista Lib, del difunto grupo Zeta (1976 – 1983), publicación que el editor Antonio Asensio, que en paz descanse, nunca incluía en su biografía, deduzco que a causa de su tono chocarrero y tirando a guarrindongo, dejaron en él una huella profunda. Según me explicó, Lib era un sindiós en el que sucedían las cosas más pintorescas, debido principalmente a que la mayoría de los colaboradores eran de traca. Boldú ejercía de maquetista y publicaba historietas, que aún no eran descaradamente autobiográficas, series como Mi pareja o Los sexcéntricos. Nuestro hombre pasó después por El Víbora, donde nos ofreció las aventuras de Mario Gamma, el griego. Y a finales del siglo XX llegó a la conclusión de que se bastaba con su propia vida para construir toda una obra (y no seré yo quién le lleve la contraria), fabricando una serie de libros descacharrantes con títulos tan significativos como Bohemio pero abstemio (1995), Memorias de un hombre de segunda mano (1998), El arte de criar malvas (2008), Sexo, amor y pistachos (2010) o La vida es un tango y te piso bailando (2015).
En ellos se lanzó a contar su vida sin recato alguno, involucrando a gente con la que se había cruzado (sobre todo, en la época de Lib) y que no solía salir muy bien parada, lo cual le llevó a afrontar una serie de demandas judiciales de las que salió más o menos ileso y que, además, comprendía perfectamente, sin guardarle rencor alguno a quien lo llevaba a juicio. “No me extraña”, me comentó en cierta ocasión, “La verdad es que a veces pienso que debería ponerme una querella a mí mismo”. A Boldú, cualquier experiencia propia, por ridícula o humillante que resulte, le parece digna de ser dibujada, ya se trate de su estancia en un camping nudista francés, de sus intimidades de pareja o de su paso por la industria del porno, donde observó que los actores, entre toma y toma, se inflaban a pistachos (de ahí salió el álbum Sexo, amor y pistachos). Evidentemente, tampoco ha tenido rubor alguno a la hora de sacar en sus comics a sus hijos, a sus propios padres y a todo tipo de gente cercana susceptible de pillarse un rebote del quince. Por fe o inconsciencia, Boldú ha puesto su peculiar obra gráfica por encima de cualquier otra consideración, y siempre con resultados de una gran comicidad (y sin inventar nada, pues el hombre tiene una rara habilidad para tratarse con excéntricos y verse metido en coyunturas que otro tal vez encontraría preocupantes).
Ramón Boldú nunca ha sido un súper ventas, pero cuenta con una pequeña base de fans de una fidelidad perruna (de la cual formo parte). Como indica el título de su libro Bohemio pero abstemio, Boldú es un hombre sin vicios (más allá del sexo, que no es tal) que, dentro de lo posible, siempre ha tratado de llevar una vida ordenada. Recuerdo una vez que lo visité en su casa y esperaba encontrarme un zulo infame, pero resultó que el hombre vivía como un buen burgués en un apartamento decorado de manera tradicional (hasta tenía un chéster), en compañía de un perro feísimo, pero muy simpático, y de una novia adorable (la que lo plantó tras su ataque de sinceridad en el hospital). Le pregunté cómo lo conseguía, teniendo en cuenta su entrada de efectivo, digamos que irregular, y me confesó que sus padres le habían dejado unas tierras en Lleida que le reportaban un dinerito mensual que no daba para grandes lujos, pero sí para ir tirando dignamente (teniendo en cuenta cómo salían sus progenitores en sus comics, es indudable que lo querían, pues otros lo hubieran desheredado).
Ramón Boldú es una rareza dentro de otra rareza (el comic autobiográfico español). Podríamos definirlo como un bohemio conservador que nunca ha incurrido en los excesos habituales del bohemio de toda la vida (sablazos, propensión al alcohol y las drogas, informalidad generalizada en el trato con sus semejantes…). Simpático, educado y amable, cada vez que te lo cruzas te cuenta alguna marcianada que le ha ocurrido como si fuese lo más normal del mundo. Yo creo que sigue acumulando experiencias paranormales con la intención de que nunca le falte material para sus memorias gráficas, en las que brilla con luz propia la cualidad que siempre lo ha distinguido: la desfachatez. Que no decaiga.