La extrema lucidez de Gérard Lauzier
Gérard Lauzier fue una rara avis del mundo de la historieta y, si bien no hizo escuela, sí ayudó a sentirse menos solos a otros excéntricos de su país
12 febrero, 2024 00:00Descubrir a Gérard Lauzier (Marsella, 1932 - París, 2008) a mediados de los años 70 en las páginas de la revista Pilote es de lo mejor que me ha pasado a lo largo de toda mi vida de lector de tebeos. Fue con su primer álbum, Lili Fatale (1974), tragicómica reflexión sobre el colonialismo y la actitud frívola y bonista de Occidente al respecto y, sobre todo, con su serie de historias cortas Tranches de vie (Las cosas de la vida), en las que pasaba revista a lo que le daba más grima de la sociedad que le había tocado padecer, trufada de pedantes, falsos héroes del mayo del 68, parejas confusas y demás material de derribo. Aquel hombre se atrevía con una narrativa que el comic había ignorado habitualmente, con un material más propio del cine o de la televisión. Y sobre ese material proyectaba una mirada libre, crítica y humorística que le ganó cierta fama de derechista entre los sectores más obtusos de la sociedad francesa (hoy día, la izquierda española lo habría enviado tranquilamente a la fachosfera). Aunque su hábitat natural eran Francia y Europa, a veces se iba al quinto pinto, como en aquella historieta en la que un ama de casa china denuncia al marido porque éste insiste en sodomizarla y acaba en el talego por actividades contrarias a la revolución. No había ni un tema que se le antojara estúpido que no acabara pasando por su cerebro y sus pinceles.
Después de las Tranches de vie vinieron álbumes gloriosos como La course du rat (1978), La tête dans le sac 1980), Les cadres (1981), Souvenirs d'un jeune homme mediocre (1982) y su tardía secuela, Portrait de l'artiste (1992), protagonizados generalmente por pobres infelices petulantes convencidos de merecer una vida mejor que la que ya disfrutaban. Lauzier fue especialmente cruel con su propia generación, la de mayo del 68, a la que consideraba una pandilla de ilusos que se pasaban la vida rememorando hazañas falsas o maquilladas de algo que, en su opinión y según me dijo cuando lo conocí, "no era más que una muestra de infantilismo".
Conocí a Gérard Lauzier a finales de los 70, cuando colaboraba para una revista de corta duración llamada Punto y coma. Conseguí su teléfono, me concedió una entrevista sin poner ningún problema, me fui a París y me planté en su apartamento, que era de esos que no tienen puerta, sino que la del ascensor se abre directamente al domicilio (eso me fascinó, lo reconozco). Amabilísimo y muy simpático, me ofreció whisky y chocolatinas mentoladas After Eight (di buena cuenta de uno y de otras) y me contó su vida: estudios de filosofía y arquitectura, una excursión de tres meses a Brasil en 1956 que se convirtió en una estancia de casi nueve años, hasta que un golpe de Estado militar lo convenció de volver a Francia (de ahí saldrían las historietas de Crónicas de la Isla Grande), las ganas de sacar a los comics, que no leía porque le aburrían y le hacían sentir que lo trataban como a un idiota, de la pequeñez conceptual que encontraba en ellos, cuando les veía posibilidades como las de la literatura y el cine, o lo que consideraba una lamentable deriva de la izquierda (me gustaría ver qué pensaba ahora ese visionario), sobre la que me puso un ejemplo incontrovertible: el hombre había publicado, casi simultáneamente, una historieta humorística sobre la virgen María y otra algo sarcástica sobre las feministas. La Iglesia católica no había dicho ni mu, pero las feministas lo habían crucificado. Esta fue su conclusión: "La derecha sabe que siempre va a estar al mando y ya no se toma la molestia de indignarse, actitud que, lamentablemente, ha heredado la izquierda, que son una especie de nuevos curas".
Volví a cruzarme con Lauzier en un par de ocasiones, en los salones del comic de Barcelona y Angulema. Y no solo me reconoció, sino que siempre tuvo un rato libre para tomarse un trago conmigo. Lamentablemente, llegó un momento en que los comics se le quedaron pequeños, y se pasó al cine, adaptando álbumes suyos como La course du rat o La tête dans le sac o redactando guiones originales, entre los que cabe destacar Mon père, ce héros, protagonizado por Gérard Depardieu y cuyo remake norteamericano (también con Depardieu) incrementó notablemente su fortuna personal. Sin duda alguna, nuestro hombre ganó más dinero con el cine que con la bande dessinée, pero algo se perdió en el tránsito de un mundo a otro: la fuerza y originalidad de sus comics adquirió en la gran pantalla un tono boulevardier, francés en el peor sentido del término, que lo convirtió en un cineasta correcto, pero algo vulgar y adocenado. Aunque no leyera comics, Gérard Lauzier encontró en ellos el vehículo ideal para plasmar su visión del mundo, su lúcido (y a veces cruel) sentido del humor y su desprecio por la cualidad humana que, según mecomentó mientras yo me empapuzaba de chocolatinas After Eight, más le sacaba de quicio: la mediocridad. No pudo desarrollar en el cine la originalidady la renovación de su acercamiento al mundo del comic, del que se retiró en 1992 con Portrait de l'artiste, en el que nos narraba la madurez (o algo parecido) del bienintencionado badulaque que había protagonizado diez años antes Souvenirs d'un jeune homme mediocre.
En España, su obra gozó de cierta popularidad en su momento (yo abrí la veda traduciendo La carrera del ratón para la revista de Juanjo Fernández Bésame mucho), aunque también hubo espabilados que lo consideraron un facha. Tras su fallecimiento, se le fue olvidando, hasta el punto de que hoy día no se encuentra prácticamente nada suyo en nuestras librerías (el último intento corrió a cargo de la editorial Fulgencio Pimentel, que editó un álbum con Las cosas de la vida, actualmente agotado y sin perspectivas de reedición). Para mí, el señor Lauzier siempre será un tipo encantador, un humorista genial, un sociólogo irónico de primera fila y, sobre todo, alguien que demostró que con los comics se podía hacer lo mismo que con las novelas o las películas: abordar historias de fuste para adultos incapaces de leer tebeos de la Marvel.
Gérard Lauzier fue una rara avis del mundo de la historieta y, si bien no hizo escuela, sí ayudó a sentirse menos solos a otros excéntricos de su país que también tendrán su capítulo en este libro, como Regis Franc o Martin Veyron. Personalmente, me ayudó mucho a poner en marcha los dos primeros álbumes que escribí para Javier Montesol a principios de los 80. Y ya solo por eso, le debo un agradecimiento eterno.