Raquel Welch, erotismo de carne y hueso
La actriz norteamericana, que encarnó el arquetipo de la mujer 'sex-symbol', atrapada en el laberinto de su imagen, alcanzó la fama internacional sin conseguir la gloria cinematográfica
21 febrero, 2023 19:30Apareció cuando la humanidad proclamaba ya el fin de la herencia genética. Faltaba poco para que la cirugía plástica hegemonizara los senos y los glúteos de las estrellas, a base de silicona y sin contar con los cromosomas. A Raquel Welch nos la imaginábamos como la última mujer de carne y hueso, cuando la descubrimos en Thunderball, saliendo del mar, como una sirena en brazos de Sean Connery, en el apogeo de aquel agente 007 que se iría distanciando de sí mismo hasta llegar a la monumental Casa Rusia, junto a Pfeiffer y Brandauer, un peliculón. Después del capítulo Bond, llegaría la Loana de Hace un millón de años, el deseo prehistórico, bikini color de piel, con el que Wellch delimitó la frontera entre el puritanismo y el comienzo de la era liberal de Hollywood, que ahora vuelve a caer en picado, al amparo de la corrección política.
Aquel millón de años rozó el ridículo en la escena en la que, el director, Don Chaffey, montó un King Kong de cartón piedra –para vergüenza histórica del Radio City Music Hall-,cuando un pterodáctilo rapta a la chica y se la lleva a una cueva del Pueblo de las Piedras. Es el pasaje socorrido de la bella y la bestia, hecho sin la sensibilidad que despliega el mito y lejos del flujo interior alimenticio de cine X en La Bete de Walerian Borowczyk. La infidelidad que propone el rapto en la película no contiene el clásico sesgo de credibilidad dramática exigido por personajes como Leontes, el protagonista de Un cuento de invierno de Shakespeare, o el mismo Honoré de Proust frente a su amada Albertine; y tampoco presenta la institucionalidad de una guerra inevitable por parte de Menelao, ante el rapto de Helena de Troya.
Hace un millón de años no expone la venganza argumental del mito, porque el raptor no es un hombre sino un dinosaurio. Este díptico, persona-animal o verdad-fantasía, muestra el auténtico perfil erótico de Welch; más allá de su impostado papel de sex symbol, la personalidad de la actriz encaja con el puritanismo americano. Su imagen ante la cámara resulta limpia, alejada de las indiscreciones de la carne que han conmovido a la opinión, en películas crueles, como Nueve semanas y media, con las bofetadas de Mickey Rourke en pleno rodaje, o los casos reales más recientes, encabezados por el escándalo Clinton-Levinsjky o por la intersexualidad procaz defendida en público por Donald Trump.
El semidesnudo de Welch en la pantalla es fruto de la meritocracia que desemboca en el sueño americano, como sinónimo del éxito indoloro. La piel de la actriz, bruñida por el sol de California y exhibida en los paneles del celuloide, representa una frontera entre las dos américas, entonces incipientes y ahora desbocadas: conservadores contra liberales, populismo frente a inteligencia, agua dulce versus agua salada, hasta alcanzar el devastador retrato del odio anticipado por Paul Auster en su libro Un hombre en la oscuridad (Booket). Cuando Welch se abría paso, Hollywood vivía los últimos años dorados de John Ford, Alfred Hitchcock o William Willer, la pléyade que influía en la Academia, tanto como la odiaban otros, como Clint Eastwood, Charlton Heston o la misma Raquel Welch.
Ella fue heroína del western Anna Caulder, amante de Barba Azul en la película protagonizada por Richard Burton y doncella de la reina en Los tres mosqueteros / Los cuatro mosqueteros; trabajo en una cinta de Elvis Preley y fue partenaire de Marcelo Mastroiani, en un film de infausto recuerdo. En su momento comercialmente álgido, optó por un giro radical con Myra Breckinridge, basada en un guion de Gore Vidal, titulado Sexualmente hablando, y coprotagonizado con la vampiresa Mae West, sobre el tema del cambio de sexo.
En aquella anticipación audaz de las actuales leyes trans, el gran ensayista y erudito, Vidal, desafió la moralina, recopilando los testimonios anteriores de Tennessee Wiliams y Henry Miller. La West, cubierta de diamantes de día y de noche, contemplaba el mundo con sus ojos prisioneros bajo unas pestañas falsas, abundantes y densamente cubiertas de rímel, que se posaban sobre sus mejillas cada vez que parpadeaba. Welch quedó fascinada por la veterana actriz, una “agitadora cultural” y “gánster sexual” sin complejos. Pinzada entre el virtuosismo y el gusto vintage, aquella película demasiado acentuada para ser una verdad de ficción fracasó, como no podía ser de otra forma.
Sin embargo, su empeño en terminarla explica el corazón de Welch, una mujer embarazosa, por su actitud frente a la vida, y atrapada en el laberinto de su imagen. Tal vez una criatura que a su condición de ser humano le añadió un deseo de alteridad. Nunca le sobró sentirse deseada, porque después de varios matrimonios constató que la llamada felicidad perfecta puede ser un tormento cotidiano. Ella se acostumbró a parecer la mujer-objeto de actores, guionistas y directores. Recibía en su casa, como lo hicieron tantas veces la inconmensurable Sara Barnard, María Callas o la mezzosoprano Pauline Viardote, en el París de Henry James, donde su amigo Turguéniev, en su constante solicitud de amor por la cantante, se ponía en ridículo.
A Raquel no le importó ser el oscuro objeto en los almuerzos de George Stevens, Robert Wise, Robert Mulligan o Rouben Mamoulian, celebrados a menudo en casa de George Cukor, en Beberly Hills, para colmar su espíritu en presencia de sus competidores o inventar un desafío para la inteligencia del espectador. Uno de aquellos inventos acabó con la Metro contratando a la actriz para protagonizar con Nick Nolte la película Canmery Row, basada en la novela de John Steinbeck. A los pocos días de rodaje, Welch fue despedida y sustituida por Debra Winger, que tenía 15 años menos que ella y estaba a punto de saltar a la fama con Oficial y caballero. Welch interpuso una demanda por 24 millones de dólares; litigó y ganó.
La actriz ha sido internacionalmente famosa sin alcanzar la gloria en su género. En sus comienzos, siguió la tradición de las chicas pin-up, el fenómeno de la joven despreocupada y en paños menores, símbolo patriótico de los soldados en la II Guerra Mundial, talismán del regreso a casa y fetiche pegado al fuselaje de los aviones de combate. Ella atravesó la débil línea que separa la picardía mojigata del erotismo blando llevado al cine de masas.
Su trayectoria reproduce muchísimos intentos frustrados en los barrios populares de Nueva York y de otras ciudades donde el escritor naturalista Stephen Crane –amigo de Conrad y Henry James– narró la vida de jóvenes mujeres con cualidades creativas en el campo del arte, pero llevadas a la desesperación por la pobreza. Welch evitó los abismos gracias al cine y pagó un precio por su destape: fue conocida por todos como El Cuerpo, desde que Gordon Douglas, realizó unos cuantos zooms nada elegantes sobre las caderas de la actriz.
La biografía sentimental de Welch presenta los claroscuros de la prensa del corazón. Un marido de 19 años, el dueño de la famosa pizzería Mulberry Street de NY, actores como Warren Beatty, Arnold Schwarzenegger, Elvis Presley, Bob Dylan, Mastroianni o el legendario quarterback de fútbol americano Joe Namath. No desveló intimidades, pero descerrajó el tiro de gracia a sus ex acompañantes: “Sus secretos están bien guardados conmigo”. Todos pensaron los mismo: fíate de la virgen y no corras. La hija de un ingeniero boliviano nacida en Chicago, que cayó en gracia utilizando su esqueleto para alcanzar la declamación, hurgó en el disfraz para convertirse en actriz y utilizó el prestigio de la onomatopeya antes de conocer su significado. Por este camino, indócil y sacrificado, Wells alcanzó la cima en el altar de los símbolos.