‘I remember you well in the Chelsea Hotel'
El documental 'Dreaming walls: Inside the Chelsea Hotel' llega tarde y no muestra apenas nada de lo que fue, con solo algunos supervivientes de los años dorados
21 febrero, 2023 21:00El titular de este artículo es una estrofa de la canción de Leonard Cohen Chelsea Hotel, nº2, en la que rememoraba, con una extraña mezcla de ternura y crudeza, un encuentro sexual con Janis Joplin en una habitación del célebre hotel, conocido durante años por albergar a la bohemia de Manhattan en el edificio diseñado en 1884 por el arquitecto Philip Hubert y convertido en hotel en 1905. El Chelsea hace años que no es lo que fue, y una de las maneras más tristes de comprobarlo es tragándose el documental de Filmin Dreaming walls: Inside the Chelsea Hotel (Dentro del hotel Chelsea, 2021), realizado por las belgas Amelie Van Elmbt y Maya Duverdier. Todo documentalista tiene el derecho de acercarse al tema elegido como mejor le plazca, pero los connaiseurs de la lírica y la épica del Chelsea, que tal vez hubiesen preferido que se les hablara de la época gloriosa del hotel, cuando rondaban por ahí de Leonard Cohen a Sid Vicious, pasando por Dylan Thomas o la alegre pandilla de Andy Warhol, pueden llevarse una decepción con Dentro del hotel Chelsea, que se centra en algunos supervivientes de los años dorados que se han hecho fuertes en sus habitaciones y apartamentos y se resisten a ser expulsados de ellos, aunque sea cobrando, porque el edificio cambió de propietario hace algo más de diez años y el nuevo Chelsea pretende ser un lugar que viva de la mitología, pero que va dirigido a gente de posibles, no a los pelagatos que se incrustaban allí con la excusa de que eran artistas y pagaban unos alquileres más que razonables.
Aunque la propaganda asegure que el productor de este documental es Martin Scorsese, lo cierto es que el autor de Taxi driver y Uno de los nuestros se limita a aparecer en los créditos finales junto a un montón de gente a la que las directoras quieren dar las gracias, aunque no se especifique por qué. En cuanto a los personajes elegidos, la verdad es que no tienen mucho interés y que algunos, incluso, no parecen estar del todo en sus cabales, especialmente los más ancianos, atrincherados en sus apartamentitos mientras a su alrededor avanzan las obras de acondicionamiento del hotel que lo convertirán en un oneroso reducto para gente con nostalgia de una época no vivida. Fijarse en los últimos de Filipinas del Chelsea es un enfoque tan pertinente como cualquier otro, pero muchos hubiésemos preferido un punto de vista más histórico. A mí solo me ha servido para recordar los dos meses que pasé en el Chelsea en 2011, poco antes del cambio de propietario y de los inicios de la gentrificación del lugar. Ya entonces te dabas cuenta de que los años de gloria bohemia del Chelsea habían quedado atrás, pero todo parece indicar que, durante la década transcurrida desde mi estancia, han ido palmando hasta los fantasmas del establecimiento, que deben ser los primeros en no reconocerlo.
Viejos hechos polvo
Cuando yo llegué al Chelsea –con la idea algo pueril de terminar una novela que se me estaba resistiendo-, tuve la impresión de haber llegado cuarenta o cincuenta años tarde. El retraso de Van Elmbt y Duverdier es de unos sesenta años: entre los muertos y los que fueron convenientemente remunerados para abandonarlo, el Chelsea, con sus obras inacabables y sus viejos chiflados que creen vivir en Shangri La, se nos presenta como un triunfo más del capitalismo sobre la bohemia a la que tan bien trató Stanley Bard, alma del establecimiento desde principios de los setenta a finales de los dos mil. Y ni siquiera aparece en el documental mi anfitriona, M., que me alquiló una habitación de su apartamento para que yo también pudiera sentirme parte de la leyenda bohemia del lugar (acabé la novela, pero me salió tan mal que la metí en un cajón; o sea, que está muerta de asco en mi ordenador, esperando que la salve, lo cual no creo que pase).
Casi nadie se salva de la mitomanía, y yo, menos que nadie. Aunque ya no quedaba en el Chelsea nadie de los buenos viejos tiempos, me hizo ilusión ver entrar, desde el balcón al que salía a fumar, a David Byrne en un par de ocasiones (aunque me pregunto a quién venía a ver). Disfruté también de la cercanía (no más de diez metros) entre el apartamento de M. y la habitación en la que Sid Vicious se cargó a su novia, Nancy Spungen, en su punto álgido de adicción a la heroína. Me gustó ir a cenar a El Quijote, el restaurante seudo español que había al lado y que fue frecuentado en los sesenta por la troupe de Andy Warhol (y que era malo hasta decir basta: su paella era para llevarlos al tribunal de La Haya). La sensación general era la de haber llegado muy tarde a una fiesta que había terminado hacía tiempo. El antiguo refugio de artistas se había convertido en un refugio para mitómanos y viejas glorias empeñadas en reventar en el edificio de sus sueños. Como decía Bryan Ferry en A song for Europe, no había allí nada que compartir, salvo el pasado.
Poco después de mi estancia, el Chelsea cambió de manos y se acabó la tolerancia de Stanley Bard ante cualquier aspirante a artista con poco dinero (según me contó M., que crió allí a sus dos hijas, si le caías bien a Stanley, te podías incrustar en el Chelsea hasta el fin de los tiempos, como hizo ella, ¡y no me consta que a día de hoy hayan conseguido echarla!). El Chelsea sigue estando en la calle 23, entre la séptima y la octava avenidas, pero ya no tiene nada que ver con lo que fue cuando lo frecuentaban Patti Smith o Nico. Quedo a la espera del documental definitivo sobre esta leyenda de Nueva York, ya que Dentro del Chelsea Hotel no es más que la historia de un derribo arquitectónico y humano. En cuanto al Chelsea como fuente de inspiración, es evidente que no funcionó conmigo y con aquella maldita novela empeñada en salir mal y que me resisto a borrar de mi ordenador con la misma vehemencia inútil de los viejos hechos polvo que protagonizan Dreaming walls: Inside the Chelsea Hotel.