41 hachazos en defensa propia
La miniserie 'Candy' refleja la vida de una pequeña ciudad norteamericana con un crimen espantoso, que se acaba viendo solo como una excentricidad
4 noviembre, 2022 21:00Eliminar a alguien a hachazos (41, para ser exactos) y luego, cuando te llevan a juicio por asesinato, alegar que lo tuyo fue un caso clarísimo de defensa propia puede sonar a maniobra desesperada de tu abogado o, directamente, a chiste de muy mal gusto. Pero eso es exactamente lo que hizo en 1980 un ama de casa de un pueblo de Texas que, aparentemente, era una mujer normal y corriente, temerosa de Dios (tirando a meapilas), buena esposa y madre amantísima. La interfecta, Candace Montgomery (Candy para los amigos), se salió sorprendentemente de rositas y actualmente se gana la vida como terapeuta especializada en atender a personas aquejadas de ideas suicidas. Esta es la historia real en que se basa la miniserie de Disney Candy, creada por Robin Veith y Nick Antosca (a quien le debemos, en Netflix, la inquietante y excéntrica Nuevo sabor a cereza) y protagonizada por Jessica Biel, que también ejerce aquí de productora ejecutiva y que cada día se nos revela como una mujer que elige muy bien los productos en los que se mete (pensemos en la estupenda The sinner).
Estamos ante una nueva propuesta audiovisual (en cinco capítulos) sobre un crimen espantoso, pero hay algo en Candy que la aleja de lo habitual en este subgénero. No se trata de una serie de horror morboso, sino de un estudio psicológico de una mujer muy extraña que, bajo su apariencia de persona normal, oculta la personalidad de una loca de atar insólitamente funcional que no es consciente de que hay algo en su psique que no funciona de ninguna de las maneras. Claro ejemplo de la banalidad del mal (aunque sin nada que ver con las teorías de Hannah Arendt al respecto), Candy ejerce de pilar de la sociedad mientras se entrega a actividades que no le corresponden, pero a las que se enfrenta con una peculiar visión del cumplimiento del deber. Veamos:
Candy lleva una vida un pelín aburrida, pero indudablemente plácida, cuando decide que ya va siendo hora de echarse un amante. No es que lo necesite con urgencia, ya que su marido la quiere y cumple en el tálamo, pero cree que es lo que tiene que hacer, aunque solo sea para añadir un tema de conversación a las charlas con sus amigas. Para no complicarse mucho la vida, se fija en un tipo tan aburrido como su esposo, su vecino Alan (el canadiense Pablo Schreiber, hermano del más famoso Liev Schreiber), que está casado con una gorda un poco pesada que no le cae especialmente bien a nadie, Betty (una estupenda Melanie Lynskey). Candy acude a los encuentros con Alan en un motel ligeramente sórdido como quien va al dentista, con una mezcla de obligación y glamour que solo ella entiende. Cuando Alan le sugiere que lo dejen correr para no poner en peligro sus respectivos matrimonios, se lo toma como si la hubiesen despedido de un trabajo que tampoco le importaba mucho y sigue con su vida. Lamentablemente para todos, Betty se ha enterado del lío de Candy con su marido y se enfrenta a ésta en su propia casa. La discusión termina con la pobre Betty destrozada a hachazos. La teoría de la defensa propia saldrá de la mente privilegiada de un abogado marrullero (Raúl Esparza) que conseguirá convencer al jurado de que se puede matar a alguien en legítima defensa propinándole 41 hachazos.
Cargarse a una gorda pesada
Candy es, de hecho, una serie de tono costumbrista, no una historia de terror. Dicho terror, que existe, se percibe en la manera de comportarse y de entender las cosas que distingue a una comunidad aparentemente ejemplar de la Norteamérica profunda, donde abundan las armas en los hogares y donde hay la suficiente cantidad de gente capaz de creerse que un crimen con un hacha pueda ser un acto de defensa propia. Lo que da miedo en Candy, aparte de la mente extrañamente perturbada de ésta, es el entorno social de la asesina, compuesto por maridos aburridos con trabajos que aún lo son más y amas de casa cotillas instaladas en un tedio permanente a las que, en el fondo, les alegra la vida que a una vecina se le vaya la olla y se cargue a una gorda pesada que nunca les había caído muy bien.
La descripción de uno de esos pueblos banales que los norteamericanos definen genéricamente como Smalltown, USA es lo mejor de esta historia de horror cotidiano sin suspense alguno que, curiosamente, funciona a la perfección. Y aunque nos quedamos sin saber qué pasó exactamente entre Candy y Betty hasta llegar a la solución de los 41 hachazos, la cosa tampoco es tan relevante: lo que pasó, pasó y no hay que darle más importancia que la que tiene; nada cambió en esa Smalltown, USA después del crimen, que fue considerado, en el mejor de los casos, como una excentricidad de una vecina hasta entonces ejemplar.
Esta historia de horror subterráneo puede aburrir a los que esperan del género algo más tremendista, pero su gracia está en ese tono apagado con el que se nos narra todo y en la extraña personalidad de Candy Montgomery, una mujer claramente necesitada de ayuda psiquiátrica que no distingue el bien del mal y hace lo que hace sin entusiasmo alguno, porque cree que es lo que tiene que hacer, lo que le toca en determinado momento. Ácida reflexión sobre la mentalidad de la América profunda, Candy es como una sitcom con crímenes absurdos y adulterios que aún lo son más, una historia teóricamente pasional en la que la pasión no se intuye por ningún sitio. A efectos prácticos, una propuesta original y excéntrica que no lo va a tener fácil para encontrar a su público.