Ferlosio, ejercicios de manipulación textual
Un ensayo de Carlos Femenías, investigador de la Pompeu Fabra, analiza la obra intelectual del último gigante del pensamiento español al calor de los fantasmas del temprano falangismo cultural
4 noviembre, 2022 21:45El calambre revisionista que caracteriza a este tiempo, tan generoso en avistar mediterráneos que hace mucho que fueron descubiertos, tiende a aplicar los dogmas del instante a un pasado que, aunque nunca deja de estar presente, no coincide exactamente con los valores ni con la moralidad de la actualidad. Evidencia asimismo otro problema: ejercer, al amparo del difuso concepto de interpretación cultural –ese oxímoron–, una tarea que tiene mucho de inquisición y no poco de reinvención, sin descartar, cosa frecuente cuando el carro se antepone al paso los caballos, la huida hacia la fábula, que es un espacio lícito cuando se escribe ficción, pero dudoso cuando lo que se pretende es hacer análisis literarios.
Por supuesto no existen las lecturas unívocas, pero cada una de las posibles exégesis de una obra o de un autor requiere establecer un criterio y construir una estructura argumental, de forma que el sentido que se pretende otorgar a lo que se lee no quede desdibujado o seriamente comprometido desde sus cimientos. El último libro dedicado a Rafael Sánchez Ferlosio por Carlos Femenías Ferrà –A propósito de Ferlosio (Alianza Editorial)– incurre en algunas de estas tentaciones que, a falta de mayor sustento, se acogen al sobrentendido de que los textos literarios, dada su intrínseca naturaleza polisémica, y en ocasiones polémica, pueden leerse de forma caprichosa. Incluso contradictoria.
Como cualquier verdad a medias, se trata de una mentira. Aunque el protagonismo creativo del lector es indudable, y un factor clave en el hábito de la lectura, los libros dicen sólo aquello que dicen, sugieren lo que sugieren y establecen, igual que una partitura musical, su modo de interpretación, donde se condensa el anhelo de su autor. Éste es el caso de Ferlosio, el pensador español más notable desde mediados del pasado siglo, continuador de una estirpe de escritores y polemistas fieramente independientes –incluso cuando erraban– que comienza con Unamuno y prosigue con Ortega y Gasset, una de las particulares bestias negras del autor de El Jarama.
Toda forma intensa de rechazo, sin embargo, es una devoción a la inversa: se detesta, sobre todo, aquello que se conoce en exceso. Ferlosio, alérgico al pavoneo vanidoso del pensador comprometido, pero tan vehemente como pueden serlo quienes se toman las cosas en serio, es epítome de una generación –la del medio siglo– que, viniendo del ámbito de los ganadores de la Guerra Civil, eligieron trazar su propio surco en la arena del tiempo, demostrando con determinación que no existen dos tiempos históricos idénticos ni rige más continuidad entre un hombre y otro que la que se acepta de forma voluntaria, contradicciones incluidas.
Los marcos culturales, aunque influyan en negativo, no se trasladan de forma mecánica entre generaciones. Entre otras razones porque cada individuo puede elegir su destino. Su propio trecho del camino. Aquí es donde el libro de Femenías, fruto de una investigación meritoria, formula su tesis de cargo. Pudiera resumirse así: a pesar de todos los intentos de marcar distancia en relación a sus orígenes familiares y culturales, el escritor de Coria (Extremadura) nunca pudo librarse, ni consiguió alejarse, de las fuentes de su Nilo, el falangismo de primera hora representado por su progenitor, Rafael Sánchez Mazas.
La tesis de Femenías es arriesgada, ya que se apoya –antes incluso de ser interpretada– en un elemento genético: la influencia forzosa entre el tiempo que le antecedió y el que viviría en primera persona. Pero lo es mucho más si tenemos en cuenta que no se aplica en el libro sólo a Ferlosio, sino que se extiende, sin excesivos grises, a todo su entorno, como si en cada caso sus iguales estuvieran igualmente incapacitados para el gran acto soberano: ser uno mismo, le pese a quien pese.
Femenías abre su ensayo con una imagen de Ignacio Aldecoa y Manuel Pilares junto a la estatua de un águila imperial –símbolo de la España del franquismo– en una Cáceres vetusta de 1955. A partir de esta foto, el autor de A propósito de Ferlosio hace una écfrasis en función de la cual afirma que los hijos intelectuales de los vencedores de la contienda civil optaron por huir de sus progenitores (hasta aquí todo es cierto) pero sin llegar a consumar una ruptura (que Femenías cree necesaria). ¿Se trata de un descubrimiento? En absoluto, salvo por un hecho natural: cada uno es hijo de su propia hora. Los residuos del pasado no son un material estable, sino un magma cambiante. En perpetua transformación.
La tesis de fondo es discutible. Primero, porque el devenir de estos jóvenes de la posguerra es diverso. Y, en segundo término, porque Femenías fija desde el principio un fatum inmisericorde del que nadie parece escapar, enunciando la persistencia de unos fantasmas sociales y culturales que condicionarían a cada individuo. El autor, que sabe que deambula por un terreno inseguro, postula que la obra de Ferlosio, desde la narrativa a sus ensayos, artículos o proyectos culturales, está atada a estos “fantasmas” que encarnase su progenitor, como si las ideas políticas se legasen de forma automática entre padres e hijos en vez de ser el resultado de una elección o de una reprobación íntima.
Aquí es donde el trabajo académico de Femenías, que no se nos presenta como tal, pero tampoco logra desprenderse de las retóricas y vicios del género tesis, tropieza con su mayor obstáculo. A pesar de su notable documentación textual, transmite la impresión de que se trata de un ensayo dirigido, sin un punto de fuga. Destinado a satisfacer a un tribunal de universidad y, previamente, sancionado por miembros de esta misma tribu.
“Todos sus lectores saben” –escribe Femenías– “que esa [la huella sentimental del padre] es la situación de Ferlosio. Es una evidencia que soslayamos por los efectos indeseables que puede acarrear. Hemos convenido, quizás un tanto a la ligera, en que uno sólo es responsable de sus propios actos, pero la obra de Ferlosio sostiene lo contrario. Del mismo modo que el presente se encuentra atado al pasado, en cuanto a fruto de la historia –horror de Ferlosio–, el individuo debe su lugar a quienes lo precedieron. Ese lugar apareja deberes y obligaciones con el presente y con el pasado. Otra cosa es que los reconozcamos o los suprimamos (….) Ferlosio se alejaba de su padre, pero sin herirlo, convirtiéndolo en presa de una fascinación que grava a Occidente desde sus orígenes”. El párrafo no tiene desperdicio –ni matices–, toda vez que establece una categoría. Y es idéntica a la que Jordi Gracia enuncia en el prólogo de esta tesis:
“La liberación del entorno fascista fue una larga pelea cultural en la que quedaron para siempre algunos rasgos que detalla minuciosamente Femenías. No deroga el pensamiento de Ferlosio; explica sus raíces más hondas y a la vez más ocultas o invisibilizadas por la vergüenza o incluso la culpa. Las nostalgias de un orden mejor y más alto, la degradación populosa de una cultura democrática, la pobreza de una actuación asediada de superficialidad y pequeñez respiran como heridas de quien añora un tiempo de noble elevación con figuras perdidas para la modernidad ratonera”.
È ben trovato, ma non è vero. Basta haber leído a Ferlosio sin figuraciones para caer en la cuenta de que, si bien es cierto que el sabio gruñón y misántropo adicto a las anfetaminas, como otros escritores de su quinta, irrumpió en la literatura con una actitud diferente a la de sus mayores, el desenlace de su cursus honorum no quedó preso de este determinismo cultural, aunque las experiencias vitales influyeran, probablemente con significados múltiples y complejos. Femenías, que insiste en señalar esta nota musical disonante a lo largo de toda la obra de Ferlosio, desde luego, no logra evidenciar, más allá de sus intuiciones personales, esta suerte de marca del diablo.
Su libro entrecruza un gran caudal de textos, interpretados con tempo revisionista, y deja un regusto de reproche moral. Se excede con las suposiciones y presenta su idea de Ferlosio como un hecho en lugar de como lo que es: una exégesis. Abusa además de las asociaciones subjetivas –falsas preguntas retóricas que afirman sin afirmar, conjeturas, suposiciones, hipótesis: “algo me dice”, “bien podría ser”, “algo tendrá que ver”, “sospecho”– para concluir que, aunque el autor de Las semanas del jardín parezca renegar de la retórica fascista, en el fondo no lo hace de su trasfondo ideológico, circunstancia que lo condenaría a ser un antimoderno. Su huida de los lares falangistas tampoco incluiría la muerte (simbólica) del padre, que continúa latiendo en su libros. ¿Acaso es un defecto no ser un parricida?
No cabe duda de que Ferlosio tuvo el padre que tuvo, pero en su obra no apreciamos esta frustración. Tampoco esa hipotética antimodernidad. Más bien disfrutamos con una noción de realismo que se expresa mediante el desaliño y, a efectos estilísticos, en un proyecto que comienza con la picaresca, prosigue con el objetivismo lacónico de El Jarama, cuya lectura política tiene más de deseo que de cierta, y se prolonga en el articulismo impertinente, libérrimo y brillante de los años ochenta y noventa.
La trayectoria de Ferlosio se caracteriza por ser un ejercicio de resistencia (ambiental y vital) con respecto al contexto cultural en el que se desenvolvió. El lenguaje de la España falangista, convertido en una caricatura sangrienta por el franquismo, practicaba un lirismo construido –esto lo explica bien Femenías– con la potencia de los monosílabos y la urgencia de los mensajes agresivos. Ese engolamiento trascendente, donde la jerga ideológica cristaliza en una retórica codificada pronto y replicada sin contención durante lustros, es el que desaparece con la Generación del 50 y, en especial, en el caso de Ferlosio, que tras huir del grotesco arquetipo del literato se traslada, como las hojas y tallos de un helecho arborescente, a sus libros y artículos, en los que, como su denostado Ortega, vertió sus hallazgos y sus humores más allá de su gabinete de trabajo.
Femenías, como suele a ocurrir cuando se trasladan directamente los trabajos académicos al formato de los libros ensayísticos, declara sus intenciones metodológicas antes de decir la cosa y se demora en la manipulación (textual) de las citas de Ferlosio, a las que añade perífrasis –innecesarias cuando el texto original es explícito– para ir haciendo navegar el paquebote de su interpretación. Pero, al no contextualizarlas más allá de la mera referencia textual, ese mar donde naufragan todos los doctorandos, siembra su investigación (sin duda, trabajada) de sobrentendidos que dificultan mucho la comprensión para un lector no especializado.
Nosotros no encontramos en Ferlosio ni “la desazón ni la culpa” de la que escribe Femenías, que admite que el autor de Non olet reprobaría su enfoque dada su convicción de que “la interpretación no es una operación de buceo en lo invisible [los fantasmas del falangismo familiar] sino que debe ocuparse de aquello que se manifiesta o se hace patente en la lectura”. Femenías tiene todo el derecho a corregir a Ferlosio como lector, pero psicoanalizarlo y juzgarlo moralmente a partir de sus silencios personales, o ayudado por la interpretación genética de sus textos, conduce a que –como escribe en su libro– “las identificaciones rotundas fracasen porque sólo ven lo que se proponen demostrar”. Ferlosio es pensamiento y lenguaje. Y el resto es literatura (académica).