Alicia, Samsung o Hyundai en 'El juego del calamar'
La serie coreana más que una crítica al sistema capitalista oriental es la hipérbole de la descomposición de un modelo basado en el dumping social
17 octubre, 2021 00:10Seúl, la capital de Corea del Sur, es una ciudad oblonga y autoritaria, situada frente al Mar Amarillo de Bohai. Allí, en el corazón del llamado “modo de producción asiático” --anunciado en la Monthy Review, hace más de medio siglo, por los profesores de la London, Paul Sweezy y Paul Baran-- nadie se extraña de que El juego del calamar sea ya la serie de Netflix mas vista de todos los tiempos. Todo empieza, como ya es bien conoció, en un entretenimiento de la era digital en el que los jugadores tienen que moverse sin ser descubiertos por una muñeca gigante. Al que pierde la mano le retienen durante 10 segundos y le disparan a la cara con una pistola de aire comprimido. La primera regla de este inocente embate es que el jugador no puede dejar de jugar. La segunda consiste en que los participantes eliminados serán asesinados, aunque esto no se da a conocer hasta que el juego termina.
Corea del Sur es hoy un modelo desregulado al extremo y arrojado a la inseguridad, no solamente del mercado sino también de la vida. Es el sistema que ha hecho posible el milagro económico de los chebols, los trust empresariales coreanos, como Samsung, KIA o Hyunday, fuente única de empleo y causa del 90% de los suicidios en el país con más suicidios del planeta. La serie de Netflix nace de un grupo de millonarios que inventan la compasión hacia personas sin techo y sin trabajo a los que tratan con un supremacismo social, que la serie pretende denunciar al ponerlo grotescamente de manifiesto.
Contamina más rápido que la Covid y desde luego no lo detendrán las escuelas horrorizadas de medio mundo ni los periódicos bien pensantes de Occidente, como el The Telegraph, que exige un plan policial en Londres para detener la fiebre del Squid Game. La serie se ha hecho presente en nuestras vidas con la naturalidad de la Alicia de Lewis Carroll, aquella niña victoriana que comía y bebía presa del desorden bulímico, nunca mencionado; o de su conejo blanco obseso de la puntualidad, hasta el punto de la neurosis; o del Sombrerero de la novela, aquejado de un desorden bipolar, como mostró Johny Deep al interpretar su papel en la película de Tim Burton, inspirada en Alicia en el país de las maravillas.
Alicia está en constante peligro de ser envenenada o decapitada por la Reina de Corazones, pero sigue jugando en el purgatorio infame de la infancia. Poca broma. Se comporta como los jugadores de El Calamar pillados estos entre un premio en metálico que nuca llegará y la imposibilidad de abandonar por miedo a morir; jugadores-actores y telespectadores inducidos se han convertido en impávidos adictos; están atrapados en una mesa ruinosa de bacarrá; se acercan a su final entre la acidez del espíritu y la desesperación de la carne.
Profunda depresión
En los primeros compases de la novela de Carroll, Alicia se cae del tejado imaginando haberse metido en la profunda madriguera del conejo blanco. Es la pulsión que ronda el Paraíso, la mocropsia de Alicia, manifestada después de probar el hongo de Amanita muscaria que le ofrece la oruga, lo que provoca en la niña un crecimiento desproporcionado. La heroína de Carroll experimenta una alteración agradable, muy cercana al estado mental de los jóvenes enganchados a la serie de Netflix. Los engarces entre belleza y muerte no son noticia; llevan siglos provocando malos rollos, que a menudo pasan desapercibidos. Pushkin, por ejemplo, pintaba ahorcados mientras escribía versos. En este tipo de conexiones palpita la profunda depresión que provocan las megalópolis asiáticas de mayoría budista, como Seúl, lupanares con engalanados jardines exteriores sepultados por el hormigón y desprovistos del encanto Zen japonés, de origen sintoísta.
En el esquema coreano, las vidas del trabajador, del emprendedor o del creativo son puramente aleatorias por más que regenten despachos ornamentados de arlequín y cristales de colores. Expresan la soledad obligada de millones de almas sometidas ahora al modelo asiático, acompañado de su último desiderátum, El juego del calamar, detestable solaz de sillón y opio de los enganchados. El juego que hoy coloniza el mundo tiene un estilo similar al de la serie japonesa Alice in Borderland y al de la novela Batte Royal del escritor japonés Koushun Takami en la que se pone de relieve la competencia extrema en una isla semi desierta donde impera la ley del más fuerte entre dos mil personas, abandonadas a la buena de Dios. En El calamar también resuenan de fondo los temas superpopulares de Los juegos del hambre, de Suzanne Collins, donde un número de elegidos de los distritos más pobres de una ciudad toman parte en un psicodrama de harapientos en pos de una felicidad efímera en tiempo real. El caso es que se matan entre ellos hasta que solo queda uno.
Las trayectorias marcadas por la inseguridad son propensas a frivolizar fácilmente con el castigo físico. Los jugadores de la serie coreana contienen los atributos simbólicos, anunciados por la paleta de grandes escritores, con adornos sobre el misticismo, el miedo cerval o la risa, reflejos del alma. Con estos elementos, Nikolai Gogol, precursor de la postmodernidad radical, asustaba al lector de su tiempo a base de historias horribles, mezcla de sátira y falsos saduceos. Su narración Almas muertas puede servir de ejemplo porque, en ella, se vive el miedo sin fantasmas ni monstruos, bajo la sílaba elocuente y la hipnosis del gran fabulador. En El ahorcado, Gogol cuenta la historia de una gentil y hermosa pannochka que soporta humildemente a todas las brujas acosadoras. Hasta que un día, incapaz de soportar el tormento, la niña se precipita al agua, se ahoga y al instante se convierte en una sirena. Resulta espectral. Y aleccionador porque, igual que ocurre en la distopía de El calamar, el retiro es una vía de escape para los que sufren a causa de los asuntos sin resolver en el mundo real. En la ficción de Italo Calvino, Las ciudades invisibles, Marco Polo le describe sus viajes a Kublai Jan, hasta que el anciano emperador entiende que todas las ciudades son la misma ciudad: el infierno. Nacer pobre en la mitad oriental del planeta significa la condena de El calamar, al que Borges le añadiría esta sabia coletilla: “Los espejos y la paternidad son abominables porque multiplican y divulgan las injusticias del Universo”. Las cosas “nunca cambian”, solía decir Thomas De Quincey, un sabio adicto a los psicotrópicos.
La capacidad hipnótica de las letras se ha convertido ahora en la principal arma de la serie de Neflix, esbozo salvaje del populismo democrático sin reglas, que atrae a las mayorías como un imán. Sus jugadores prefieren morir intentándolo que morir fuera del juego, como fracasados; prefieren no ser que ser simples personajes periféricos, destinados únicamente a fomentar la textura del telón de fondo. Representan una metáfora gigantesca del miedo a la exclusión. Además de amar al juego que indefectiblemente los tortura, los jugadores someten sus reglas a votación, sin ninguna idea de justicia. El calamar funciona bajo esta trilogía: defiende sus normas, oculta sus condiciones y se libra de los perdedores, tal como lo impone el guion de Hwang Dong-hyuk, el creador de la serie. Y pude decirse que este último ha tomado prestados modelos de conducta en los regímenes del Sudeste Asiático, en las autocracias latinoamericanas, en los excesos facinerosos de Visegrado, en el Trump que espoleó el asalto al Capitolio o la Rusia de Putin. La serie presume de ser una denuncia, pero su uso del control sobre el desorden social y las desigualdades insuperables es demasiado perfecto para estar libre de culpa. Sus ensimismados seguidores disfrutan de un gozo ludopático que acaba en destrucción, porque no hay lágrimas que laven los besos de la muerte.
El siglo XXI está familiarizado con los estados de ánimo exaltados gracias a la ficción, el teatro de vanguardia o las bellas letras, pero también merced a experiencias más prosaicas, como la publicidad, la inteligencia artificial, la Champions o la praxis política, actividades en las que el dinero se viste de meritocracia. En tanto que juego de matar o morir, El calamar coreano tiene antecedentes primorosos como la ruleta rusa, cuya primera constancia escrita fue aportada por el suizo George Surdez en The Russian Roulette, un cuento corto publicado en el Collier’s Magazine, en 1937. Es la historia de un sargento ruso de la Legión Extranjera que se hace rico practicando el juego consistente en hacer girar el tambor de un revolver con una sola bala en la recámara y dispararse en la sien sin saber en qué tubo esta la munición. El cine concretó este tipo de suicidio premeditado y muy rentable en la película El Cazador de Michael Cimino, donde la ruleta conduce a la muerte a un soldado traumatizado por la Guerra del Vietnam, interpretado por Christopher Walken, en una escena final clamorosa, batida por el silencio, como forma de denuncia antibelicista.
En el film de Cimino, el examen de conciencia y el arrepentimiento de los soldados del Napalm expresan justo lo contrario del mundo sin perdón ni clemencia que presenta El juego del calamar. La serie de Netflix no es un mensaje contra el capitalismo totalitario del modo de producción asiático; es la hipérbole de la descomposición de un modelo basado en el dumping social, el abuso, la desigualdad y el crimen.